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Cartas en Pascuas (Última parte)

Por: Carlos Duclos

Ayer se publicó en este espacio la carta de un judío residente en la Francia ocupada a un amigo de la infancia, católico, en vísperas de las Pascuas de los dos pueblos. Al tiempo de recibida la misiva en Buenos Aires, el buen amigo respondió. Éste es el texto: “Querido y siempre recordado amigo: Cuando recibas esta carta habrán pasado ya las Pascuas judías y cristianas, habrán pasado nuestras Pascuas. Quiero que sepas que he rezado mucho y pedido por tu hijo y por vos. Yo, Aarón, tengo un profundo dolor por saber que vos y tu pueblo están pasando por tamaña prueba. Algunos amigos y familiares que tenemos en común se preguntan: “¿Dónde está Dios que permite tanto dolor?” Y ésta es la eterna pregunta que nos hacemos frente a la adversidad. No tengo una respuesta a no ser mi propia experiencia, la experiencia que ya conoces y que está referida a mi niñez y mi soledad.

La verdad es que siendo tan niño y desconocedor de muchas cosas, no pude preguntarme, al quedar solo, dónde estaba Dios. Con los años caí en la cuenta de que Dios estaba llorando conmigo, porque con frecuencia la pena de los seres humanos tienen como causa a los propios seres humanos, a nosotros, a quienes nos fue dada la gracia de la libertad y que tan mal uso hacemos de ella. Por eso cada vez que nos encontramos amigos y familiares y hablamos de lo que ocurre allá, yo cambio la pregunta: ¿dónde está la humanidad?

Con los años pude advertir, en mi caso, que Dios veía mi soledad corriendo por el patio de una Iglesia, en los atardeceres, mientras jugaba a la pelota con otros chicos. Y supongo que algo tuvo que ver en que fuera rescatado por el bien, por el amor de una familia que me amó como a uno más. Por eso, cuando pienso adónde estaba Dios, me respondo: en el patio de una iglesia, mirando con atención a aquel chico para salvarlo. La historia la conoces, querido amigo.

Hoy, mi pena se reflota con total crudeza y mi espíritu se vuelve carne viva como el tuyo. ¿Cómo podría no atormentarme por el triste destino de un amigo tan querido, muchas veces refugio en mi juventud? Te pido que no pierdas la fe, que no te des por vencido. Te ruego que resistas aun estando en el borde del comportamiento humano.

En estas Pascuas mías de resurrección, le he pedido a Dios que te llene de esperanza, que te fortalezca en la adversidad y que robustezca tu fe. No puede ser posible, querido Aarón, que el mal se salga con la suya. Te ruego que esperes contra toda esperanza, que mantengas firme la convicción de que Daniel aparecerá con vida. Por mi parte, no pierdo las esperanzas de estrecharte,  en un día no muy lejano, en un nuevo abrazo. Piensa en regresar a Argentina en cuanto puedas. Tu amigo que te quiere. Alberto”.

La historia todos la conocemos. Todos sabemos de la tragedia que habría de afrontar no sólo el pueblo judío sino la propia humanidad, porque ¿quién puede decir que se salva si el otro se pierde?

Un año después de acabada la guerra y derribado el nefasto régimen, Aarón y Daniel arribaron a Buenos Aires, lo hicieron vía Paraguay. Apenas trasponer las fronteras los aguardaba un hombre entrado en años. Se imaginará el lector quién era. Habían pasado muchos años desde que los amigos se habían visto por última vez, pero no hicieron falta preguntas, porque las miradas que reflejan las almas de los hombres que se quieren no necesitan de búsquedas ni averiguaciones. Se estrecharon en un abrazo y un llanto que pareció eterno. Aarón le dijo: “Resistí, resistí como me lo pediste”.

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