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“Castle Rock”, pueblo chico, infierno grande

“Castle Rock” le hace honor a los buenos relatos de Stephen King y al terror como género cinematográfico poniendo la lupa en la violencia que administra los vínculos familiares y sociales tras el velo de las buenas costumbres y las falacias morales.

Especial para El Ciudadano

Pocos directores, de aquellos que han abordado el género de terror, o que cuanto menos han flirteado con sus códigos en algún momento de su obra, pudieron escapar a la “exigencia” de adaptar alguna novela del prolífico y paradigmático Stephen King. La lista sería larga, y en ella figurarían nombres destacables como Brian De Palma, George Romero, Tobe Hooper, David Cronenberg, Stanley Kubrick, y los algo menores o desparejos Mary Lambert, Rob Reiner, Tom Holland, Mick Garris, Brian Singer, Frank Darabont, y un largo etcétera difícil de cuantificar. Tanto el cine como la televisión han recurrido en innumerables oportunidades a sus obras, tanto a las más reconocidas y exitosas como a algunas más escondidas, a relatos breves, e incluso a algunas novelas que escribió bajo el seudónimo de Richard Bachman (Paul Michael Glaser, casi como curiosidad, el actor del dúo protagónico de la serie Starsky y Hutch, realizó en 1987 la adaptación de uno de esos trabajos ligados en este caso a la ciencia ficción, Carrera contra la muerte, con un Arnold Schwarzenegger aún emergente). Y esto no puede ser tomado, de por sí, como algo casual o antojadizo, ni siquiera como estrictamente ligado a las exigencias económicas de la lógica comercial del best-seller: la delicada artesanía narrativa de King, sobre todo en su primera etapa, logra evocar un sutil universo de imágenes cinematográficas en el que lo reconocible y cotidiano de la vida pueblerina se ve asediado insidiosamente por fuerzas oscuras que, se intuye siempre, en algún momento estallarán haciendo del horror una mera manifestación de lo mundano. Hay allí algo virtuoso en la construcción de algunos de sus relatos, como aquellos desplegados con solvencia en Christine, El resplandor, o Cementerio de animales. Lo aterrador es la cercanía del mal, su estricta vecindad, lo mundano del horror, lo próximo de lo monstruoso, el modo en que las minucias de lo cotidiano derivan con paciencia y sin brusquedad en un universo atroz que ya se ha vuelto palpable en su indiferenciación con lo ordinario. Ciertas novelas de King, sobre todo aquellas pensables como parte de esa especie de primera etapa previa a la sobreproducción del éxito asegurado y reclamado, sugieren con delicadeza y austeridad un mundo cinematográfico en el que el horror hace carne en los pormenores de lo cotidiano.

La imaginería King

La apuesta de Castle Rock, sin embargo, es algo más curiosa que la de aquellas tantas adaptaciones. Esta serie no adapta en particular ninguna de las novelas escritas por Stephen King, sino que en cambio se propone construir un universo narrativo a partir de personajes, situaciones y espacios propios de la imaginería del escritor norteamericano desplegada en toda su obra. La historia que comienza a desenmarañarse, por tanto, no se corresponde con ninguno de sus relatos, sino con lo posible suscitado en el encuentro de personajes y vivencias que sí remiten, directa o indirectamente, a algunos de aquéllos. Hay en todo esto, claramente, algo del orden del guiño, de la complicidad entre fanáticos capaces de reconocer las en apariencia incontables referencias diseminadas en la narración. Pero si bien tal operación puede resultar evidente en sus intenciones, lo admirable es que nada se detiene en ello, no se trata de un subterfugio “canchero” destinado a la cofradía de “reconocedores”, sino que termina por conformar, para algunos espectadores, un plus que de todas formas no afecta al resto. Castle Rock, de ese modo, entre el homenaje y la pura reinvención, logra construir un mundo propio y singular más allá de las referencias y de los guiños a los fanáticos o los expertos. King, en este caso, se diluye en un universo que se le va de las manos.

CASTLE ROCK

Secretos y mentiras

Castle Rock es un pueblo del estado de Maine en el que ya transcurrían algunos de los relatos de Stephen King, como, entre otros, El cuerpo, relato breve que inspiró la película Cuenta conmigo. En este caso, el disparador de la trama que comienza a desplegarse de modo expansivo, es un llamado telefónico que obliga al abogado Henry Deaver, oriundo del pueblo, a regresar tras haber emigrado años antes después de vivir un traumático acontecimiento familiar. Desde allí, desde el mismo comienzo en el que se plantean dos líneas temporales principales (actualidad, 2018, y 1991), Castle Rock se articula según los parámetros de una suerte de subgénero (subgénero del melodrama, del policial, del terror) que podría llamarse “pueblo chico, infierno grande”. Castle Rock es, en cierta medida, un eco lejano de la mítica Peyton Place (La caldera del diablo), aquella serie que en la década del 50, tras la película homónima que le dio origen, establecía desde el melodrama televisivo los parámetros de esta fórmula que alcanzaría su punto álgido unos 30 años después con la gloriosa Twin Peaks, de David Lynch. Se trata, en estos casos (como también en las recientes Wayward  Pines, The Killing, o incluso True Blood), de establecer un hecho disparador (un regreso, un arribo, un crimen, una desaparición) para que toda una trama de ocultamientos, secretos y mentiras comience a develarse para sacar a la luz ese infierno que permanecía soterrado bajo la pátina de normalidad de la vivencia cotidiana en pequeñas comunidades. El tema, siempre, en todos los casos, es la violencia insoslayable e inexplicable que administra todos los vínculos familiares y sociales, pero que  permanece oculta tras el velo hipócrita de las buenas costumbres y las falacias de la moralidad. El tema es, en gran medida, el estupor frente a la brutalidad que se teje en el desarrollo de todos los vínculos, incluso los afectivos.

Entre la luz y la oscuridad

En Castle Rock, en concordancia con el universo que intenta recrear, lo ordinario y lo mundano del pueblo chico, tras el regreso de Henry Deaver, comienza a mostrar una serie de tramas macabras en las cuales lo sobrenatural acecha de forma incesante pero no termina de afirmarse como tal cosa. Todo en el pueblo está amenazado históricamente por la tragedia, incluso, se diría, por el Mal mismo. Todos los personajes, tiernos y contradictorios, podrían llegar a ser la salvación o la caída, la luz o la oscuridad. Y todos, hasta ahora, en la misma medida. Eso es lo más perturbador de la serie en los cinco capítulos que lleva emitidos hasta el momento: el hecho de que el mal asedia por todos lados y a todos, el hecho de que el mal está latente en cada rincón del pueblo, en cada gesto, en cada recuerdo, en cada palabra. La lucha entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, se juega en cada instante pero sin definir los roles. Y allí radica el verdadero sentido del “terror” propuesto en la serie: la lucha entre la luz y la oscuridad se da desde siempre y a cada instante, pero lo aterrador es el saber que en cada uno de los protagonistas tiene lugar el campo de batalla en el que se dirime la contienda. En cada uno se juega la posibilidad abierta e insospechada del horror o de la salvación.

Más allá de estas conjeturas, Castle Rock, hasta ahora, le hace honor a los buenos relatos de Stephen King, y le hace honor también al terror como género cinematográfico, un género que ha sabido alentar nuestras más perturbadoras fantasías para enfrentarnos sin atenuantes a la conmoción de no entender los fundamentos del mal, o de entender que, a fin de cuentas, no los tiene.

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