Los lamentables atentados terroristas que costaron la vida de varias personas en Francia han puesto en la palestra la interpretación de un bien muy preciado en las llamadas sociedades occidentales, el de la libertad de expresión. Dicho lo anterior, no puede menos que señalarse que abundan las confusiones y, en algunos casos, las intencionadas tergiversaciones del derecho a expresar libremente las propias ideas.
Lo primero a destacar es que un principio básico del derecho apunta a que cada derecho individual es susceptible de ser reglamentado. En otras palabras, no existen derechos absolutos e ilimitados. Por tanto, en una democracia, no una dictadura que directamente los desconoce, los derechos humanos no son irrestrictos; tienen límites. Pero, ¿no es acaso la libertad de expresión uno de los derechos “estrella” del liberalismo político y por tanto los límites se ven notoriamente reducidos? Efectivamente. Pero al igual que como con el derecho a la propiedad privada que de ser considerado en el siglo XIX como “inviolable” pasó, con el correr del tiempo, a ser entendido como válido siempre que respete “la función social de la propiedad”, con la libertad de expresión deben compaginarse derechos y obligaciones individuales con el bien común.
Por otra parte, desde el siglo XIX hasta el presente, la invocada “libertad de prensa” termina siendo, muy habitualmente, “libertad de empresa”, cuyos únicos titulares son los dueños de los medios de comunicación. Salvo contadas excepciones de auténtica vocación pluralista en que el espacio se habilita a voces disidentes. A este respecto, el español Manuel Morillo apunta un dato revelador al decir: “El editor de Charlie Hebdo, Philippe Val, echó en 2009 de la publicación al humorista Maurice Sinet, que tenía el alias de Sine, por hacer un chiste sobre Jean Sarkozy, hijo del entonces presidente”.
Algunos han mezclado la libertad de expresión con el principio de laicidad, pero haciendo juicios a todas luces desacertados. Así, Rafael Bielsa y Federico Mirré afirmaron que “el gran debate y el área en el que se tienen que tomar decisiones políticas… tienen que ver con la vigencia del principio de igualdad, que en este caso se materializa con la vigencia de la laicidad, de una laicidad sostenida por una robusta red institucional que garantice a la vez la laicidad pública y un goce del derecho a la práctica privada de todo culto religioso” (Diario Perfil, 18/01/2015). Los citados autores confunden laicidad como separación de los ámbitos religiosos de los temporales, con laicismo, que es una especie de fundamentalismo que pretende privar a los ciudadanos de la manifestación pública de sus convicciones religiosas. Darían por sentado, por lo demás, que en el espacio público sería admisible cualquier expresión incluso burlesca u ofensiva contra la fe de determinado grupo de sujetos. Ello no es así, como lo demuestra la decisión del Ayuntamiento de Madrid, España, ratificada judicialmente, de prohibir una “procesión atea” programada para el Jueves Santo de 2011, siendo notorio que ello no es parte de una “libertad de expresión” genuina, sino que estaba enderezada a mofarse de los católicos en coincidencia con una de sus fechas litúrgicas más preciadas.
En similar andarivel del análisis parece haber incurrido el filósofo italiano Gianni Vattimo, quien a propósito de las declaraciones del papa Francisco en el sentido de que la libertad de expresión no puede suponer la burla a las convicciones religiosas de las personas, incurrió en los siguientes equívocos. Dijo Vattimo: “En un Estado laico que no se propone elaborar sus leyes sobre la base de un principio natural, el insulto que aquí se trata podría ser castigado penalmente sólo si el parlamento lo decidiera en interés de la comunidad” (Perfil, 18/01/2015). ¿Desconoce Vattimo que es precisamente en base a una idea de derecho natural que fue posible juzgar en 1946 por crímenes de guerra y lesa humanidad a los jerarcas nazis por lo sucedido años antes? ¿Desconoce acaso que la mayoría de los parlamentos europeos han sancionado leyes que penalizan la blasfemia (entendida como insulto a Dios) o, si se quiere más en clave “laica”, las injurias proferidas contra una persona que incluye sus convicciones religiosas? Compara el filósofo el rechazo de los primeros cristianos a rendir tributo al emperador considerándolo un dios, lo que podría asimilarse según él a un “insulto” a semejanza de los chistes del semanario francés. Pero la comparación no se sostiene, puesto que una cosa es ofender y burlarse de una religión y otra muy distinta es ser obligado a aceptar forzadamente (y negarse a ello, como los mártires de entonces) un culto oficial.
También confunde la nota firmada por Martín Hevia bajo el título “Sin libertad de expresión no hay democracia”, en la que afirma que dicha libertad no tiene límites. Insisto, un Estado de derecho supone que no existen derechos ilimitados, ni siquiera los más preciados para la persona.
Lo sucedido invita al filósofo Silvio Maresca a reflexionar, en opinión que no puede sino compartirse, que “los atentados fundamentalistas no se neutralizarán con circunstanciales concentraciones masivas y la presencia y declaraciones de figuras políticas descoloridas, sino sólo con una gran transformación espiritual, capaz de refundar una civilización que marcha hacia su ocaso”.
Un humor adolescente que prescinde de argumentación y racionalidad y que opta por la mofa burlesca incluso respecto de las más caras convicciones y sentir religioso (pero que curiosamente se pone serio frente al ídolo del dinero y las prebendas políticas) es producto de un relativismo moral que ha calado muy hondo en nuestras sociedades.
Como bien afirma el director de arte del diario Perfil, Pablo Temes: “Desde ya que urge decir que en ningún caso acepto la descalificación y el maltrato por los caricaturizados; dibujo satírico sí, pero con respeto. Sin discriminar ni herir”.