Carlos Polimeni, para Noticias Argentinas
Un día, cuando pudo sacar la cuenta estando sobria, la intérprete de canciones que generaba ovaciones en los teatros de su crepúsculo cuando se quebraba y lloraba, estimó que había bebido unos 45 mil litros de tequila a lo largo de sus desdichadas décadas de adicción al alcohol.
Nadie osó discutirle la cifra o preguntarle de que contabilidad había salido ese número redondo: lo más probable hubiese sido que si se sentía agredida por un comentario Chavela Vargas recurriera al revólver que siempre llevaba consigo, segura de que a veces el plomo puede más que la palabra.
Su caso es uno de los más raros de la historia del espectáculo, ya que implica la resurrección de una cantante de 72 años que llevaba por entonces mucho tiempo hundida en el fango de la autodestrucción, y su coronación como emperadora de las canciones desesperadas durante dos décadas completas, hasta su muerte a los 93.
No es que Chavela no tuviese una carrera antes de su impresionantes últimas dos décadas de trayectoria, sino que todo lo que había concretado en los años 40, 50, 60 y parte de los 70 del siglo XX había sido olvidado por medio mundo desde que su depresión había podido más que su vocación y era considerada una alcohólica sin perspectivas de curación, una figura olvidada sin más nada que ofrecer.
Concretamente, Vargas había estado 15 años sin concretar actividades artísticas, desde 1976 a 1991, en el momento en que una serie de casualidades y estímulos la llevaron a aceptar entonar algunas pocas canciones en el bar-antro El Hábito, que la pareja de Liliana Felipe-Jesusa Rodríguez regenteaba en la capital mexicana.
“Si cantas, seguro que no bebes”, le recordó en 1991 aquel dúo dinámico de la escena artística y lésbica de la capital de un país del que Chavela se convirtió luego en embajadora, imantando a un público que entonces la descubrió y reverenció, así en Madrid como en París, tanto en Buenos Aires como en Nueva York.
Chavela, que nació en Costa Rica en abril de 1919, llegó a México aún adolescente, dispuesta a hacer cualquier cosa para huir del maltrato de una familia en que los tíos campesinos que la habían criado tras la fuga de sus padres no podían entender que le gustaran las chicas, la bebida, los pantalones, las armas.
En los 40, cuando México exportaba a través de la industria del cine y la televisión una galería de mujeres bonitas, probó con vestirse al modo que imponían las películas estadounidenses, ponerse tacos y maquillarse, pasar por la peluquería, pero se dio cuenta de que lo suyo debía ir por otra parte.
“Vestida de mujer parecía un travesti”, apuntaría sobre ese momento, que le sirvió para convencer a su preocupado entorno sobre lo que sería uno de sus cambios más importantes: no anunciaría a los gritos su identidad, pero para estar cómoda se vestiría a su manera, con ropas de varón, aunque en los espectáculos la disimularía con un poncho rojo.
A mediados de los años 50 conoció en la barra de un bar al gran compositor José Alfredo Jiménez, que apadrinó en 1961 el primero de sus ochenta discos grabados, en una época en que su conducta licenciosa y excesiva estaba rodeada ya de historias legendarias, todas regadas con alcohol en exceso.
La leyenda afirmaba que había secuestrado jovencitas en su caballo blanco y galopado con ellas por las calles para exhibirlas como trofeos, que había matado un hombre en un duelo de pistoleros, que se había tirado por una ventana tras un desengaño y por eso había renqueaba de una pierna, que había destruido un Jaguar flamante al chocarlo contra un árbol. Que había sido amante de Frida Kahlo mientras ella estaba en pareja con Diego Rivera, que se había metido en la cama con la esposa de uno de los líderes de la revolución soviética León Trosky, que estaba exiliado en México, que su belleza juvenil había atraído en los años en que vivía en Acapulco a un staff completo de figuras de Hollywood.
“Frida Kahlo fue un ser extraordinario que llenó parte de mi vida y de mi amor; me enseñó muchas cosas y aprendí mucho, pero no puedo ni debo presumir de nada”, dijo en una entrevista, décadas más tarde sobre su relación con otro ícono de los feminismos universales. “Agarré el cielo con las manos, con cada palabra, con cada mañana”, agregó.
En el esplendor del período Acapulco de su vida, actuó en la celebración del matrimonio de Elizabeth Taylor con Mike Todd, en una época de alocadas aventuras en que alternó relaciones diversas con personalidades importantes de la industria estadounidense del entretenimiento, entre ellas Ava Gardner, Rock Hudson, Grace Kelly y Debbie Reynolds.
“He amado mucho”, aceptaría años después en una entrevista que el año pasado reflotó algunos aspectos de su vida, entre ellos una noche de sexo con Ava Gardner, y la confirmación de que también compartía aventuras “con muchas famosas y esposas de políticos e intelectuales” que asistían a las ceremonias que terminaban siendo sus presentaciones.
Su lista de amigos y/o conocidos de los años de bohemia, fiestas paganas y parrandas de todo tipo incluyó, además de las ya mencionadas, a figuras de peso artístico e intelectual en América Latina, tan notables y tan disímiles entre sí, como Agustín Lara, Carlos Gardel, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez.
“Chavela vivió como se le daba la gana en una época en que eso no era nada frecuente”, sintetizó el escritor mexicano Carlos Monsiváis a la hora de definir aquella era en que después del final de una relación de pareja con una mujer joven se hundió en su larga depresión, caracterizada también por episodios de violencia.
En 1973, cuando tenía ya 54 años, se desmayó al lado del cajón en que era velado su amigo José Alfredo Jiménez, al que se aferraba mientras, borracha, intentaba despedirlo cantando algunas de sus famosas rancheras, en una escena que no hizo más que confirmar que carecía de vergüenza cuando se trataba de temas pasionales.
“Déjenla, que está sufriendo tanto como yo”, atinó a decir a los presentes que intentaban llevársela por la fuerza del velatorio la desde entonces muy joven viuda del autor de “En el último trago”, “Un mundo raro”, “Que te vaya bonito”, “Amanecí en tus brazos”, “Si nos dejan” y “La media vuelta”, entre otros clásicos.
La adicción, en un país lleno de problemas al respecto, comenzó con una copa antes de cada concierto, para vencer el pánico escénico, y se convirtió en un régimen de una, dos y hasta tres botellas diarias de tequila, en una rutina que terminó precipitando el fin de su carrera, ya que sus escándalos, por reiterados, habían dejado de ser simpáticos.
Pero ocurrió el milagro de 1991, la invitación a cantar deparó en una puerta hacia una segunda vida más saludable, y llegaron los años de gloria: un periodista español la vio en el bar de Coyoacán, Pedro Almodóvar se ofreció a apadrinarla y aquella señora huesuda y con la voz raspada terminó llenando el Carnegie Hall de Nueva York, el Olympia de Paris y el Luna Park de Buenos Aires.
El mundo parecía amarla, los viejos enemigos la perdonaban o estaban muertos y el cine, antes esquivo, ahora la reclamaba: actuó en Grito de piedra, del alemán Werner Herzog, filmada en la Argentina; Almodóvar la invitó a participar en la banda sonora de Tacones lejanos; apareció en Babel de Alejandro González Iñarritu; y en Frida de la estadounidense Julie Taymor.
“Se escapó de una cárcel de amor/de un delirio de alcohol/ de mil noches en vela. /Se dejó el corazón en Madrid/ ¡quién supiera reír/ cómo llora Chavela! / Las amarguras no son amargas/ cuando las canta Chavela Vargas/ y las escribe un tal José Alfredo”, describió en esos cambiantes años 90 Joaquín Sabina en “Por el boulevard de los sueños rotos”.
Era una situación en un punto asombrosa: la musa de los borrachos que había pasado gran parte de su vida cantando en tugurios y salas de fama dudosa podía elegir ahora, rumbo a los ochenta abriles, cuando hacer temporadas en la Sala Caracol de Madrid, mientras la intelectualidad española parecía a los pies de esta mujer con modales bruscos y borrascosos, pero mucha ternura escondida.
“Me tomé 45 mil litros de tequila y aún puedo donar mi hígado”, se reía Chavela en las entrevistas, que llovían, y le posibilitaban decir con gran repercusión lo que había callado hasta entonces: una parte de su psiquis había pasado por la tortura permanente de vivir con la sensación de que su sexualidad era una desviación, como le machacaban sus familiares en la extraviada adolescencia.
“Lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fuera una peste”, describió en una entrevista para la televisión colombiana la misma mujer que en 2007, cinco años antes de morir, terminaría rechazando un Grammy honorario bajo la certeza de que lo había merecido antes, pero había sido discriminada.
Lo único “anormal” en Chavela resultaba ahora que, en un largo proceso de depuración y con una limitada cantidad de recursos, había logrado convertir sus penas en un tapiz sobre el que extendía un puñado de canciones, que presentaba al público invitando a la catarsis, en una demostración de que algunos grandes artistas pueden iluminar aspectos recónditos de la condición humana, aliviando con ello la carga de sus pesares.
Las cineastas Catherine Gund y Daresha Kyi, interesadas sobre todo en el tema de la sexualidad de Chavela, generaron o encontraron notables testimonios en torno a su figura como inspiradora de muchas otras mujeres lesbianas, en un documental que desde hace unos meses está disponible en Nextflix y que incluso la muestra hacia el final-final, desplazándose en silla de ruedas.
Chavela puede verse, también, como un homenaje a los misterios de una personalidad turbulenta y conflictuada, que marcó a fuego un repertorio: escuchar sus versiones de “Nosotros”, “Macorina”, “Volver, volver”, “Piensa en mí”, “Canción de las simples cosas” o “Adoro” resulta, sin dudas, un viaje guiado, e intenso, rumbo a los jardines de la desolación.
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