Una mañana de abril de 1986, los espantados técnicos de una planta nuclear sueca registraron por primera vez niveles de radiación muy alta en los alrededores de la instalación. Sin embargo, una rápida inspección demostró que allí no existían fugas. Por la tarde, técnicos de Dinamarca, Noruega y Finlandia registraron una situación similar. Como el viento soplaba del este, los científicos, horrorizados, se dieron cuenta de que en algún lugar del mar Báltico se estaba produciendo una catástrofe sin precedentes, una fuga nuclear a gran escala.
La ubicación exacta del incidente no se conoció hasta el final de la tarde, cuando la televisión soviética informó que “había ocurrido un accidente en la planta nuclear de Chernobyl”, en el norte de Ucrania. El desastre nuclear más grande de la historia había ocurrido unos días antes, pero, a pesar de la nueva política de apertura (glasnost) del líder soviético Mijail Gorbachov, la poca disposición del Kremlin para dar noticias desagradables seguía vigente.
Habían pasado exactamente cuatro segundos de la 1.23 de la madrugada del sábado 26 de abril de 1986 cuando una bola de fuego apareció en el cielo nocturno de Chernobyl. Uno de los cuatro reactores nucleares de la que se proyectaba iba a ser la planta nuclear más grande del mundo –cuando se terminara de construir un total de seis reactores– explotó mientras personal técnico estaba experimentando con el reactor número 4 para comprobar si la inercia de las turbinas podía generar suficiente electricidad para las bombas de refrigeración en caso de fallo hasta que arrancaran los generadores diésel.
Una sucesión de errores provocó una enorme subida de potencia y una gran explosión que dejó al descubierto el núcleo del reactor, emitiéndose una gigantesca nube radiactiva hacia toda Europa.
La explosión del reactor número 4 de Chernobyl liberó en la atmósfera cien millones de curíes de radiación, seis millones de veces más que la fuga de Three Mile Island, Estados Unidos, en 1979, el accidente nuclear más grave antes del siniestro de Chernobyl.
La planta nuclear de la pequeña ciudad ucraniana, a 600 kilómetros de Moscú, estuvo en llamas durante dos semanas, lo que frustró los primeros intentos de detener la fuga radiactiva.
“Era como si se pudiera ver la radiación. Había flashes de luz por todas partes, sustancias brillantes y chispas centelleantes”, contó el mayor Leonid Telyatnikov, jefe de la unidad de bomberos de Chernobyl, que gracias a su heroica labor durante más de tres horas y al sacrificio de una decena de sus hombres logró impedir que las llamas se extendieran a los otros tres reactores de la planta e impidió que el desastre fuera muchísimo más grande.
La cantidad de material radiactivo liberado fue cercano a las 200 toneladas –unas 500 veces mayor que la liberada por la bomba atómica arrojada en 1945 por Estados Unidos sobre Hiroshima–, causó la muerte de 31 personas en forma inmediata, forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación de unas 135.000 personas algunas semanas más tarde de un área de 480 kilómetros cuadrados y provocó una alarma internacional al detectarse radiactividad en diversos país de Europa septentrional y central.
Las tierras de labranza y las aguas de 32 kilómetros a la redonda de Chernobyl fueron contaminadas.
Desde entonces, la zona, a sólo 150 kilómetros de Kiev, la capital de Ucrania, y cerca de la frontera con Bielorrusia (Rusia Blanca) quedó convertida en un páramo. Las dos pequeñas ciudades de Chernobyl y Pripyat son hoy, treinta años después, pueblos fantasma y nada queda de las más de cien granjas populosas y aldeas donde vivían y trabajaban hasta 1986 más de 10.000 personas que cultivaban lino, papas, maíz, nabos, soja y remolacha y criaban miles de cabezas de ganado vacuno, cerdos y ovinos.
Pero los efectos devastadores de la tragedia de Chernobyl se notaron mucho más allá: en Escandinavia, la leche presentaba niveles de radiación 15 veces más elevados que los comunes; en otros lugares de Europa, los cultivos contaminados debieron ser destruidos.
Después del desastre, los pinos de un área de 4 kilómetros cuadrados en las cercanías del reactor adquirieron un color marrón dorado y murieron, en lo que pasó a llamarse el Bosque Rojo.
Algunos animales en las zonas más afectadas también murieron o dejaron de reproducirse. Embriones de ratones simplemente se disolvieron, mientras que una tropilla de caballos abandonada en una isla a 6 kilómetros de la central nuclear se extinguió al desintegrarse sus glándulas tiroides.
Las consecuencias totales de la fuga tóxica no se conocieron hasta una generación después. Los expertos estimaron un balance de más de 40.000 casos de cáncer y quizás unos 6.500 muertos.
En septiembre de 2005 la ONU emitió un informe que verificaba la muerte de 4.000 personas entre Ucrania, Bielorrusia y Rusia provocadas por el desastre. Otros informes sitúan entre 30.000 y 70.000 personas fallecidas.
Pero la organización ambientalista Greenpeace afirma que el número real de víctimas en toda Europa asciende a más de 200.000.
La radiación alcanzó a países tan lejanos del núcleo de la explosión, como Austria, Suiza y Francia, y se afirma que aún hoy en día, los médicos siguen diagnosticando un número, muy superior a lo habitual, de personas con enfermedades oncológicas y, sobre todo, cáncer de tiroides.
Se calcula que los efectos de la radiación liberada en Chernobyl seguirán matando gente al menos hasta 2026.
Por otra parte, con el paso del tiempo, el sarcófago construido en torno del reactor número 4 justo después del accidente se ha ido degradando por el efecto de la radiación, el calor y la corrosión generada por los materiales contenidos, hasta el punto de existir un grave riesgo de colapso de la estructura, lo que podría tener consecuencias dramáticas para la población y el medio ambiente.
Además, solamente el 3 por ciento del material radioactivo fue expulsado durante el incidente de 1986 y por eso, más tarde que temprano, se está construyendo un nuevo sarcófago que se prevé estará terminado el año próximo para evitar más filtraciones durante el próximo siglo.
“Chernobyl es la peor de todas las guerras. El hombre no tiene salvación en parte alguna. Ni en la tierra, ni en el agua, ni en el cielo”. Esas palabras de un sobreviviente del desastre nuclear, recopiladas en el libro Voces de Chernobyl de la premio Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich, resumen en forma clara y precisa la magnitud del drama: la contaminación radioactiva comenzó el 26 de abril de 1986 y 30 años después sigue afectando a unas cinco millones de personas que viven en la zona.
Un ambientalista explicó que hoy en día “cada vegetal que se cosecha, vaso de agua que se toma, pescado que se come” son un peligro para la población, al igual que “el humo radioactivo de la gran cantidad de incendios forestales que hay alrededor de Chernobyl”, especialmente en el Bosque Rojo.
En tanto, una fauna salvaje en la que predominan el lobo, el jabalí salvaje, el zorro rojo y el perro mapache ha comenzado a repoblar lentamente la zona abandonada tras el desastre nuclear.
A 30 años de la tragedia se sabe que la explosión se debió a errores humanos y al mal diseño de la planta. Los técnicos cometieron una serie de equivocaciones y la planta nuclear carecía de controles apropiados para contrarrestar los errores. El desastre provocó una polémica en Europa occidental, que dependía de la energía nuclear para el 30 por ciento de la electricidad, pero pocos cambios.
Aunque cueste creerlo, 30 años después de la tragedia de Chernobyl –a la que un diplomático soviético calificó como “el peor accidente en el mundo”– muchos siguen considerando la energía nuclear como más segura y más limpia que la que se obtiene de los combustibles fósiles.
Quizás sea por aquella frase que inmortalizó Albert Einstein: “La liberación de la energía atómica ha cambiado todo, excepto nuestra forma de pensar”.