Nicolás Nieto
En los últimos días, las calles de Chile han sido escenario de múltiples protestas. Convocadas en un principio por agrupaciones estudiantiles tras el alza en el precio del boleto del metro de Santiago, con el correr de los días fueron tomando mayor vigor. Ante la masividad de las mismas y los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas de seguridad, el gobierno de Sebastián Piñera decretó el estado de emergencia en un intento por aplacar la violencia y restablecer el orden público. Con un saldo de una decena de muertos y más de 2000 detenidos, la situación dista mucho de haber sido contenida.
¿Cómo una protesta contra el alza de precios en un medio de transporte público puede desencadenar un estallido social de tamañas proporciones? La respuesta posiblemente pueda dilucidarse si se observa determinados aspectos tanto del modelo económico del país como así también de la clase política que detenta el poder. Al fin y al cabo, las movilizaciones contra la suba del boleto son solamente un síntoma de una enfermedad que hace décadas se viene gestando en la sociedad chilena.
La economía de Chile arroja índices económicos que son envidiables en muchos aspectos, sobretodo en un contexto regional signado por el ajuste. En el presente año, el ministerio de Hacienda chileno prevé un aumento del 2,6% del PBI. Con una inflación de 2,5% en 2018, el alza de precios se ha mantenido en un dígito en las últimas décadas y la pobreza ha descendido del 40% en 1990, a menos del 10% en la actualidad. El índice per cápita ha crecido continuamente, ubicando al país trasandino en el primer puesto dentro del ámbito latinoamericano, el salario mínimo es uno de los más altos de Sudamérica y el salario real ha crecido a paso lento pero sostenido.
Detrás del milagro económico
Chile ha sido elogiado en numerosas ocasiones por su solidez macro económica y su estabilidad institucional. Muchos lo han visto como un modelo a imitar. Sin ir más lejos, Bolsonaro ha afirmado la necesidad de seguir su ejemplo durante su campaña para llegar a la presidencia. La clase política del vecino país ha diferenciado hasta el hartazgo el contexto chileno del resto de América Latina, con aires incluso de superioridad. El propio Sebastián Piñera se jactaba hasta hace unos días de gobernar un país que calificaba como “una isla de estabilidad en una región convulsionada”. Entonces, ¿cómo se explican estas manifestaciones con el buen desempeño económico que los índices?
Detrás del “milagro económico”, como muchos analistas lo han calificado, se oculta un problema que aqueja a la sociedad y que la frialdad de los números no logra reflejar. La desigualdad en Chile es la más alta de América Latina. Ha persistido pese al crecimiento económico y el descenso de la pobreza. Según datos aportados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), mientras que en el país trasandino el 50% de la población más pobre reunía un escueto 2,1% de la riqueza en 2017, el 10% más pudiente concentraba el 66,5% de la misma y el 1% más rico el 26,5%. El modelo económico chileno fue gestado durante el gobierno de Augusto Pinochet. Sus cimientos se erigieron en un contexto donde la disidencia era acallada con terror y violencia institucional. De esta manera, la joven democracia trasandina heredaba a principios de la década de 1990 una economía en gran parte liberalizada y un Estado circunscripto a cumplir funciones básicas. En un principio, las tensiones de dicho modelo se ocultaron bajo un buen desempeño económico y una constante reducción de la pobreza. Dentro de esta dinámica, la administración pública se encargaba de invertir en infraestructura para así facilitar un crecimiento basado en el libre mercado y el aumento de las exportaciones.
Es innegable el mejoramiento que ha sufrido la citada infraestructura. Testigo de ello es el subterráneo de la capital, considerado uno de los mejores a nivel regional por su modernidad, rapidez y eficiencia. Pero dicha mejora es a costa de pagar uno de los boletos más caros a nivel global, con ingresos que distan mucho de ser los más altos del mundo. El sueldo mínimo se ubica en 300 mil pesos chilenos, siendo que la mitad de la clase trabajadora percibe un salario igual o inferior a 400 mil, por lo que cualquier suba en los servicios públicos tiene un efecto directo en el bolsillo de gran parte de la población.
En un modelo económico donde la salud, la educación e incluso las pensiones sociales se ordenan a partir de la lógica de la oferta y la demanda, el ingreso de las personas determina la calidad de servicios a la cual pueden acceder, acentuando las desigualdades.
Estado encorsetado
La suba del boleto fue sólo la punta de un iceberg que destapó una serie de demandas sociales de una sociedad exhausta de tener que apelar al endeudamiento para acceder a servicios básicos. A los chilenos ya no les basta con salir de la pobreza, exigen un mejoramiento de su nivel de vida, mejores salarios, servicios públicos a precios acorde a sus ingresos. En la misma línea, cuando se llevó a cabo la transición democrática chilena, el régimen saliente preveía una sociedad mansa gobernada con una dirigencia que se ocupe solamente de apuntalar el proceso económico iniciado años antes. Una consecuencia de ello fue concebir un Estado chileno “encorsetado”, que dé lugar a las dinámicas propias del libre mercado. Esta situación impidió dar una respuesta directa a los efectos negativos de dicho modelo de desarrollo y fomentó una sociedad apática y desentendida de lo que acontecía en la esfera política.
En las últimas elecciones, las candidaturas de Beatriz Sánchez, por el Frente Amplio, y el pinochetista José Antonio Kast dieron cuenta de una evidente radicalización de posiciones y un creciente descontento con la clase política del país. Los escándalos de corrupción desacreditaron a las instituciones y la evasión cuasi crónica del pago de impuestos por parte de los sectores más pudientes debilitó la confianza en torno a la igualdad ante la ley. En un primer momento varios miembros del gobierno trasandino reaccionaron frente a las movilizaciones con indiferencia y desprecio. Piñera calificaba a los manifestantes como un grupo de delincuentes, por lo que la respuesta obvia fue policial. La necedad de una clase política indiferente radicalizó los ánimos en las calles de la capital. El pésimo manejo de la crisis fue escalando y el paso de tanquetas del ejército en zonas aledañas al Palacio de la Moneda, fue una postal que trajo consigo reminiscencias de los tiempos más oscuros. Los episodios de protestas civiles contaron con la masiva participación de jóvenes que ocuparon un lugar protagonista en este escenario. Hijos e hijas de la “nueva clase media emergente”, sienten que la fragilidad de la seguridad social de sus familias se desvanece debido al elevado costo de vida que los afecta y los obliga a endeudarse para poder vivir. La despolitización propia del modelo económico que produjo el desarme del tejido social chileno, urgió a estas nuevas generaciones a organizarse por fuera de los medios tradicionales. Por esta razón, las movilizaciones han carecido de liderazgo y no han sido encausadas por ningún partido político gobernante. Ni siquiera los representantes del Frente Amplio, fuertemente críticos al establishment político, pudieron escapar del hastío que sentían los sectores movilizados. La sensación de una injusticia crónica y de abuso por parte de “los de arriba”, posiblemente se ubique en el origen de acciones irracionales como romper estaciones de metro o enfrentar a la fuerza pública.
Salida política
Esta crisis trastocó los pilares de la representación política. Apelar a un “enemigo interno” como hizo Piñera es peligroso. Es hora de que la dirigencia política se abra al dialogo, escuche las demandas sociales y encauce el malestar social a través de modos que no atenten contra la institucionalidad del país. Posiblemente las movilizaciones se extingan del mismo modo como se han iniciado, pero la sensación de fatiga ha calado hondo en la sociedad. Es evidente el desajuste que existe entre las demandas sociales y la clase política del país, que deberá reconstruir los lazos de representación con la ciudadanía y que si no se lleva cabo, podría dar origen a episodios de violencia que afecten los cimientos de la democracia chilena. La salida debe ser política, siempre.
Estudiante avanzado en la carrera de Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencia Política y RRII de la UNR