Pedro Santander
No es fácil en estos días escribir sobre Chile, y no porque no haya mucho que decir; por el contrario, ha pasado tanto en tan poco, son tantas las sorpresas, las emociones, los interrogantes. Es tanta la sucesión de hechos, uno más sorprendente que el otro, que no se sabe por dónde empezar.
Tal vez empezar por una frase dicha la semana pasada por el presidente Sebastián Piñera ante la prensa nacional: “Chile es un verdadero oasis dentro de una América latina convulsionada”. Lo dijo justo cuando comenzaban las primeras “evasiones masivas”, organizadas por los estudiantes secundarios como una respuesta al alza del pasaje del metro, que cuesta ya un dólar. Durante una semana los jóvenes iban a las estaciones e irrumpían masivamente, saltaban los molinetes e invitaban a las personas a hacer lo mismo, y no pagar pasaje.
La reacción oficial fue la de siempre: “Actos vandálicos, delincuentes, violentos”, hasta que comenzaron a sumarse a las evasiones los oficinistas, los trabajadores, los jubilados, etcétera. Y de las evasiones en el metro se pasó a la superficie, a las calles céntricas, y del centro a los barrios, y de Santiago a Valparaíso, a Concepción, a Iquique… a todo Chile.
Hoy nuestro país está en llamas. Del “oasis” de Piñera pasamos a un terremoto social de magnitudes desconocidas y difíciles de dimensionar ahora. No está claro hacia dónde transita Chile en este momento; todo es muy incierto, sobre todo porque la protesta popular-nacional carece de conducción política. Está claro que fueron los secundarios quienes lograron encender la mecha, pero una vez estalladas las llamaradas, la ausencia de conducción política es evidente.
Es indudable que se trata de jornadas de protesta, de asonadas populares que encarnan el hartazgo con un modelo que ha privatizado y precarizado todo: la salud, la educación, la seguridad social, los servicios básicos, el agua; absolutamente todo esta privatizado en Chile. El nivel de vida es generalizadamente precario, el endeudamiento es altísimo y el 70% de la población gana poco menos del sueldo mínimo, entre otros aspectos. Y todas esas tensiones han estallado con un claro carácter clasista, pues en el centro de todas las demandas está la injusticia social que ya nadie quiere aguantar, y eso es lo que, seguramente, más preocupado y perplejo tiene al gobierno.
No obstante, a los partidos de izquierda –como los que componen el Frente Amplio– esta erupción social no los pilla en buen pie, pero, a su vez, puede ser también su oportunidad de dar un paso cualitativo en su conexión con los sectores populares. Hiperinstitucionalizados desde que se convirtieron en la tercera fuerza política del país, con 20 diputados y un senador, no han logrado generar tejido social con los sectores populares que hoy ni los necesitan ni los echan de menos en las movilizaciones. Este tema se viene discutiendo desde principios de año con fuerza al interior del FA. La semana pasada, cuando se inicia el estallido, la dirección de Convergencia Social (uno de los conglomerados importantes que integra el FA) determinó sumarse con toda energía a la protesta social y sus diputados/as han estado en las calles marchando. A su vez, el domingo en que excepcionalmente sesionó el Congreso, los/las diputados/as del FA y del Partido Comunista se negaron a seguir legislando mientras existiera presencia militar en las calles de Chile.
En cuanto al Partido Comunista, éste se encuentra en mejores condiciones para la inmersión social. Gran parte de este año ha promovido en el Parlamento la reducción de la jornada laboral a 40 horas (actualmente es de 44), a través de un proyecto de ley impulsado por las diputadas comunistas Carol Cariola y Camila Vallejos; se trata de un proyecto con un claro tinte clasista que tiene aterrados a los empresarios y que este miércoles 23 será tratado en la Cámara de Diputados. El PC –que pidió públicamente que se adelanten las elecciones en el país– ha marchado en estos días sin ser expulsado de las marchas, como sí le pasaría a cualquier otro partido. Rostros conocidos, como el alcalde Daniel Jadue, han marchado con el pueblo en Santiago y se ha enfrentado personalmente con la Policía que reprimía brutalmente.
Pero no es suficiente para dar conducción a un estallido popular inédito en Chile; violento, radical y masivo, pero sin objetivos claros, excepto el de expresar la rabia social que habita al pueblo chileno, cansado de un sistema que sólo en la imaginación de la élite es el mejor de América latina.
Por otro lado, la respuesta del gobierno ha sido errática en todo excepto en el empleo de la fuerza y en la opción represiva: en ese terreno la derecha no se equivoca. Las principales regiones del país (Valparaíso, Santiago, La Serena y Concepción) están bajo Estado de Excepción, y las autoridades civiles cedieron sus funciones a las militares. Los jefes de zona son generales del Ejército y de la Armada. Hay 10.500 efectivos militares y policiales desplegados, y se promete aumentar la dotación. Piñera habló el domingo por la noche. Rodeado de militares su primera frase fue de no creer: “Buenas noches chilenos y chilenas. Estamos en guerra…”. Su frase dejó estupefactos a muchos, y dirigentes de todos los partidos de la oposición la han criticado duramente en las redes sociales. El mensaje es claro: se desecha la salida política y se opta por la militar.
Y si del oasis imaginario de Piñera pasamos al terremoto social, a la 0 hora, cuando comenzó el toque de queda, retrocedimos a 1973. Militares patrullando las calles de Chile igual que entonces. Recibidos a escupitajos, gritos y a piedrazos en actitudes de valentía sorprendentes. No sólo eso. La gente se mantiene en las calles a pesar del toque de queda, que ha sido adelantado a las 19 horas en las principales ciudades. Es que la radicalidad del pueblo en la calle es la protagonista de estas jornadas y demuestra la profundidad de la crisis. Cada noche ha sido más violenta que la anterior, y más masivos y ensordecedores los cacerolazos. Sólo el domingo hubo siete muertos, al día lunes, iban 11 fallecidos. En ese contexto, el gobierno no logra articular respuesta política. Convocó ese mismo domingo a los representantes de los principales poderes institucionales –Cámara de Diputados, Senado, Poder Judicial, etcétera– para mostrar cohesión institucional y hacer un llamado a la calma, denunciando los actos de violencia como actos delictivos. No entienden nada y no saben qué hacer ante el caos.
Los movimientos sociales, en tanto –las feministas, el Colegio de Profesores, sector salud, el movimiento No + AFP (Administradoras de Fondos de Pensión), los movimientos socioambientales, los estudiantes, etcétera– están convocando a una huelga general para esta semana. Si este llamado prospera, la asonada popular adquirirá conducción política (y clasista) y, seguramente, se pondrá en el centro de las demandas el fin de la Constitución de Augusto Pinochet, que aún nos rige y protege constitucionalmente todos los abusos neoliberales (como la privatización absoluta del agua). La crisis es mucho más profunda de lo que el establishment siquiera imagina; son días de rebelión, días de insurrección. En el país donde nació el neoliberalismo sus hijos y nietos le están dando una estocada profunda. Tal vez es en el origen donde encuentre su fin el más perverso de los modelos inventados por el capitalismo.
Escribo estas líneas desde Valparaíso, donde ya comenzó el toque de queda; pero en los cerros de mi ciudad suenan cacerolas como no lo hacían hace décadas, y comienzan las barricadas. Todas las formas de lucha están desplegadas. La jornada fue aún más masiva y radical que la anterior. Helicópteros sobrevuelan los cerros porteños, y en la improvisada marcha aparece un cartel que dice “Sólo el Pueblo Salva al Pueblo”. Aparecen las llamas, asoma una épica, acecha un sujeto social.
Doctor en lingüística de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV) y licenciado en comunicación social por la Universidad de Chile. De www.celag.org