Humberto Zambon (*)
La receta ideológica del “milagro chino” se la podría sintetizar, imitando a los numerosos programas de cocina que abundan en nuestra televisión, de la siguiente forma: se toma una porción de Confucio y otra de Marx; se le agrega media porción de taoísmo y se bate bien; se sirve condimentado con abundante paciencia oriental. Hay que aclarar que en esta caricatura hay mucho de verdad.
El “milagro chino” ha sido posible por esta conjunción ideológica que asocia ingredientes occidentales y modernos a una cultura milenaria, que exalta a la sociedad frente al individuo, y donde la obediencia al superior, mientras sea justo, es una virtud, como lo es también la paciencia y el manejo del tiempo: “Lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla”, (según “El arte de la guerra”, de Sun Tzu, siglo V aC) y “Ocultar nuestras capacidades y esperar nuestro tiempo”, fue el consejo de Deng Xiaping en 1991. Eso, sumado a una serie de factores y circunstancias históricas, tales como:
- la previa alfabetización de la población, la reforma agraria y la existencia de un Estado fuerte, planificador y regulador de la economía, con una base industrial pública, que fueron logros del primer período de la República Popular;
- una población con hábitos ancestrales de frugalidad que permitió una elevada tasa de acumulación productiva, lo que explica las tasas de crecimiento económico (en el año 2018 el consumo representó 43,4% del PBI y la inversión el 40%);
- la apertura del mercado norteamericano y del occidental a la producción china (debido al enfrentamiento de la Guerra Fría con la Unión Soviética (URSS);
- un período de exceso de capitales buscando relocalizar sus inversiones en el Tercer Mundo;
- una dirección política capaz y con objetivos claros, que resistió con fuerza y mucha paciencia a las múltiples presiones para devaluar su moneda y para la desregulación de su economía.
La principal crítica que se hace a China es la falta de democracia al estilo occidental. Jorge Molinero (“El sistema político chino”, en Realidad Económica, enero de 2021) estudió su organización política, y aclara que allí no existe tradición democrática alguna, como es el caso de Occidente, que se remonta a la civilización griega; allá existe un sistema que reúne democracia en la base, experimentación en el medio y meritocracia en la cumbre. La Constitución establece el autogobierno en las poblaciones urbanas y rurales, cuyos representantes son elegidos por voto secreto y donde el elector opta por nombres y no por partidos. Fuera de este nivel, de acuerdo a la tradición confuciana, para acceder a puestos públicos (o ingresar a la universidad o al partido) hay que aprobar rigurosos exámenes (ciencias, economía, política, historia y filosofía, además de una evaluación de valores morales), y los funcionarios van tomando experiencia en niveles sucesivos (ciudades, provincias, ministerios nacionales) hasta poder llegar, por un sistema de meritocracia, a la conducción del Estado y del PCCh, que en los hechos se confunden.
Volviendo a la economía, entre 1978 y 2015 el ingreso personal en China creció un 811% (59% en Estados Unidos), beneficiando a todos los sectores de la sociedad. Pero no en forma igual, por lo que la diferencia de ingreso entre los distintos estratos sociales se intensificó (el índice de Gini, que mide la inequidad en la distribución del ingreso, aumentó).
De estas cifras surge la gran duda: el sistema chino, ¿es capitalista o es socialista? No hay acuerdo y el debate sigue abierto.
Por ejemplo, para el destacado intelectual italiano Gianni Arrighi, el sistema instaurado en 1949 es el de un “capitalismo de Estado”, opinión compartida por muchos analistas.
Por su parte, para Maurice Meisner (Le Monde Diplomatique, septiembre de 2007) es capitalismo puro: con el programa de 1978, dice, se produjo “el más masivo proceso de desarrollo capitalista en la historia contemporánea”. Para este autor, el gobierno de Mao logró la eliminación de las formas feudales y, con la unificación territorial, creó las condiciones esenciales para un rápido desarrollo capitalista; el que surge en 1978 es un capitalismo burocrático y nada más.
Para otros autores se trata de un sistema híbrido, en construcción. Por ejemplo, Julio Godio (“El futuro de una ilusión”) cree que se está gestando una sociedad de trabajo donde la planificación no es contraria al mercado, sino que el plan organiza a los mercados, y donde coexisten distintas formas de propiedad: pública, social (cooperativas) y privada. De todas formas, a largo plazo, para ser viable requeriría igualdad de oportunidades y mayor participación ciudadana.
Finalmente, para las autoridades chinas y algunos analistas, se trata de una experiencia socialista, que denominan “socialismo con características chinas”. Así, el actual presidente, Xi Jinping, ha dicho (5 de enero de 2013): “El socialismo con peculiaridades chinas es la unidad dialéctica de la lógica teórica del socialismo científico y la lógica histórica del desarrollo social de China. (…) Es el socialismo mismo y no otras doctrinas; no podemos abandonar principios fundamentales del socialismo científico”.
En defensa de la existencia de formas capitalistas en el desarrollo actual de China podría recurrir al mismo Marx, que escribió que “una formación social no desaparece hasta que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que contiene y nuevas relaciones de producción no sustituyen a las viejas antes que sus condiciones materiales de existencia se hayan desarrollado precisamente en el seno de la antigua sociedad” (prólogo a la “Crítica de la economía política”); conforme a esto, Deng Xioping ha dicho: “El socialismo no significa pobreza sino la eliminación de la pobreza. No se puede decir que responda a los requerimientos del socialismo el abstenerse de desarrollar las fuerzas productivas y mejorar las condiciones de vida del pueblo”.
Quién tiene razón en esta polémica, lo dirá la historia.
Mientras tanto, para América latina la experiencia china deja mucho para aprender, pero no se puede copiar. Es imposible de replicar porque, en primer lugar, se trata de culturas diferentes (la occidental es más individualista y el tiempo tiene un valor distinto, donde la urgencia es permanente); en segundo lugar, porque la conjunción de circunstancias históricas que la hicieron posible son irrepetibles.
América latina debería buscar su propio camino, en base a la unidad, y sin integrarse a ninguno de los bloques de la actual puja hegemónica, manteniendo relaciones normales con ambos según sus necesidades y conveniencias. Como dice Gabriel Merino en el trabajo “La centralidad de lo político en el sistema mundial y la cuestión nacional” (Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, 2021): “Copiar modelos no sirve. Ni los occidentales ni los asiáticos”. Y cita en su apoyo las palabras de Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar y precursor de la Independencia americana: “O inventamos, o erramos”.
(*) Doctor en economía. Ex decano de la Facultad de Economía y Administración de la Universidad Nacional del Comahue y ex vicerrector de la Unco. De vaconfirma.com.ar
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