Los comentarios tras el fatídico 11-S estaban inevitablemente llenos de frases grandilocuentes. El mundo se asomaba al abismo de una “nueva era”. El terrorismo se hacía global, masivo e imprevisible. La tendencia, combinada con el avance de las nuevas tecnologías, presagiaba el fin del derecho individual a la intimidad. Todo eso se verificó ampliamente en la práctica.
Los atentados de este martes en Bruselas no pueden provocar sorpresa. Pero lo que no se sabía en 2001, aunque se lo podía intuir, era que las grandes potencias de Occidente no harían más que empeorar un panorama de por sí deprimente, rompiendo por doquier equilibrios precarios y abriéndoles las puertas de sus propias casas a los peores demonios.
Si el apoyo a los islamistas afganos que combatían a los ocupantes soviéticos en los 80 dio lugar al nacimiento de Al Qaeda, la invasión de Irak en 2003 no sólo les abrió a los fanáticos de Osama bin Laden el camino en ese país, sino que propició que un sector se independizara de aquella y fundara lo que hoy conocemos como Estado Islámico (EI).
Al colapso del Estado iraquí y el estallido del precario equilibrio confesional del país le siguió un pésimo manejo de las “primaveras árabes” y el fogoneo de la guerra civil en Siria. Por deshacerse de Bashar al Asad, sin dudas un dictador aborrecible, Occidente propició también allí la ruptura de los vínculos interreligiosos y la disolución del Estado, lo que le regaló al EI la posibilidad de construir un poder territorial, de saquear bancos y propiedades y de explotar yacimientos de petróleo. El “califato” se probó como una enorme caja, algo con lo que Bin Laden ni siquiera había soñado.
Además, se sabe, el Estado Islámico ha hecho de la propaganda audiovisual un arte tan macabro como refinado, con el que logró captar a miles de jóvenes de todo el mundo –sobre todo de Europa– que, tras radicalizarse, volvieron sin trabas migratorias a sus países para desatar allí el infierno.
¿Qué se puede hacer? Primero, y como se sabía ya en 2001, asumir que, lamentablemente, el terrorismo, por demencial e incomprensible que nos resulte, llegó para quedarse. Que golpeará aquí o allí, en cualquier país que para los yihadistas sea sospechoso de connivencia con las potencias que combate. Una llamada de atención para una América latina que parece volver a orbitar más cerca de los Estados Unidos.
Ese terror sólo tendrá respuestas de largo plazo. Por las buenas a través de la integración laboral y cultural de los jóvenes de las barriadas musulmanas marginales de Europa; por la fuerza, sobre la base de acciones de inteligencia y policiales que muchas veces llegarán a tiempo y otras, trágicamente, tarde.
El otro problema es cómo lidiar con el Estado Islámico en tanto poder territorial. Éste plantea en el norte de Irak y de Siria una guerra en todos los términos. Si la opción es aceptar el combate, probablemente no alcanzará con los bombardeos aéreos, mientras, para colmo, se reiteran los viejos errores.
Por combatir a Al Asad y por no reconocerles un rol regional importante a sus aliados Irán y Rusia, Estados Unidos y su coalición maniatan a las fuerzas del régimen, arman a otras facciones que lo combaten y se niegan a coordinar formalmente el fuego en el terreno. Gobierno y rebeldes, así, se debilitan mutuamente, mientras el EI evita que todas las fuerzas se concentren en su destrucción.
El hombre no se cansa de tropezar, una y mil veces, con la misma piedra.