Entre el 26 de octubre del año pasado, cuando retuvo con susto y por tres escasos puntos porcentuales el gobierno, y el 1º de enero último, cuando asumió su segundo mandato, la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, tomó una decisión que está signando su suerte: compensar aquella pérdida de poder relativa con una arriesgada decisión de pactar con los factores que marcan el paso de la política y la economía de Brasil.
Su promesa de campaña de un cambio dentro de la continuidad se ha concretado desde entonces más en lo primero que en lo segundo. Para empezar, con la convocatoria del ex banquero Joaquim Levy para el Ministerio de Hacienda, quien llegó con un plan de ajuste bajo el brazo que hace blanco, entre otras cosas, en las prestaciones por desempleo.
Pero ese intento de complacer a los mercados financieros, hijo del fracaso de una forma de heterodoxia que no impidió ni el despunte de la inflación ni la prolongación del estancamiento económico, tropezó pronto con resistencias en el Congreso. Resistencias oportunistas, que tienen como trasfondo el escándalo de Petrobras, cuyo dinero fluyó, con connivencias en el Ejecutivo, hacia las cuentas de decenas de legisladores. La resistencia, en algunos casos notable, asumió la forma nítida de la extorsión en busca de impunidad.
Los del Partido de los Trabajadores han sido, desde Lula da Silva hasta el presente, gobiernos con una cierta debilidad. Los votos les han dado mayoría para gobernar, pero nunca los dejaron ni siquiera cerca del control del Congreso. Esas mayorías necesarias se lograron siempre ex post, con el recurso al “presidencialismo de coalición”, que en el “Mensalão” de Lula y en el “Petrolão” de Dilma supusieron la compra impúdica de bancadas.
Sin embargo, la suma de una economía estancada, una devaluación brusca, políticas de ajuste y un escándalo de corrupción sin precedentes tienden más a alejar que a unir. Es la lógica de la mancha venenosa.
La rebelión del Congreso tiene como eje al más poderoso de los aliados del PT, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una confederación de cacicazgos regionales de talante conservador que mantiene, pese a su tendencia a los escándalos de todo tipo, un envidiable despliegue territorial.
Al PMDB pertenecen el vicepresidente, Michel Temer; el jefe del Senado, Renan Calheiros, y el titular de Diputados, Eduardo Cunha. Si los dos primeros son las cabezas visibles del ala partidaria favorable a la alianza con el PT (o bien, oficialistas eternos, con quien sea que ocupe el gobierno), el tercero es el referente de la opositora.
El resultado es que unos y otros operan sobre Dilma como el policía malo y el policía bueno. Cunha opera con eficiencia causándole al Planalto sonoras derrotas legislativas y los otros dos salen a zurcir lo roto… siempre con ganancias de poder para el PMDB.
Un ejemplo de esto fue la votación de la generalización de la tercerización laboral el miércoles pasado a la noche en la Cámara baja. Su artífice fue Cunha, pero el mismo día Temer debutaba como coordinador de la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, asegurándole a Dilma que el ajuste, finalmente, verá la luz.
La presidenta se opone a un proyecto que supone la pérdida de derechos de la base trabajadora del PT pero, rendida ante su debilidad, apuesta más a suavizar el texto para que el Estado no pierda recaudación impositiva que a dar una verdadera batalla esgrimiendo su derecho institucional de veto.
El PMDB podría enojarse.
Cunha explicó el jueves pasado, no sin cinismo, que el Planalto no tiene por qué considerar ese proyecto un avance de la oposición, ya que, salvo el PT, el resto de la “base aliada” lo respaldó en el recinto.
Mientras, Dilma deja caer la aspiración del ala izquierda de su partido de imponer una ley de medios e intentó dejar atrás la crisis por el espionaje de la NSA y reconciliarse con Barack Obama en la Cumbre de las Américas de Panamá.
Es inevitable en este contexto que muchos de quienes votaron a Rousseff en octubre, aun siendo conscientes de lo mucho y pésimo que había ocurrido en Petrobras, se sientan ajenos a un gobierno que ya no sienten como propio. Así lo testimonia el escuálido 12 por ciento de apoyo que las encuestas dan hoy a la mandataria.
En sólo cien días de su segundo mandato, Dilma aparece desgarrada por la torsión conjunta de los mayores factores de poder. Mientras, la oposición y la prensa la martirizan diciendo que presentó una “renuncia blanca” y que dejó el poder en manos del PMDB.
La decepción suele cobrarse un precio demasiado alto.