Existen palabras con un peso exagerado. Ciencia, en Occidente, es una de ellas. Su “significado”, que habita en el sujeto, hace que se ilusione al creer que ella, la ciencia, por sí, puede explicarlo todo. Y resolverlo todo. Una ilusión. Es la que le permite, al ser humano, nombrar a las cosas, elaborar mapas, trazar fronteras, pesar y medir. Cree que puede percibir “la realidad” tal cual es. Y definirla, y dictar sentencias.
Durante muchos siglos fue ésta una “razonable” manera de pensar “sobre lo que nos rodea”. Alain Touraine sostenía que “…desde sus inicios, la modernidad siempre introdujo la disociación del universo de las leyes naturales y el mundo del sujeto, como enseñaba Descartes”. Frontera tan arbitraria como inútil.
La primacía de la razón en Occidente ha volcado a la humanidad hacia el dualismo maniqueo con el que se ha impregnado su accionar cotidiano. Referencia que parece proporcionar ciertas seguridades al evitar la complejidad que significa descubrirse en un mundo interrelacionado por la doble influencia: del ambiente con el ser humano y de éste con sus congéneres.
Illya Prigogine, para quien “las leyes fundamentales ahora expresan posibilidades, no certidumbres”, a modo de contribución, recurre a la historia. Recuerda que Descartes buscaba la certidumbre en medio de la inestabilidad política, generada por las guerras de las religiones que mandaban a matar en nombre de las rigideces de sus respectivos dogmas. Él buscaba una certidumbre que pudiera ser compartida por todos más allá de sus religiones. Su concepción de las ciencias ocupó el lugar de las religiones y la razón fue su dios. Más tarde esas certidumbres encontraron su legitimación en “las leyes de la naturaleza”. El objeto está allí afuera y es en sí. El sujeto omnipotente podía definir el ser de las cosas.
Descartes inventa el sujeto pero, al sospechar de él, le exigirá recurrir a un mundo “fetichizado” de objetividad.
Con los siglos se sucedieron la aparición de una geometría no euclidiana, la teoría de la relatividad, el principio de incerteza. Aparece el observador afectando lo que observa por ser parte del sistema experimental. El sujeto se introduce en el interior de la ciencia y fisura el edificio clásico con todos sus patrones de medida.
Karl Popper sostenía que no eran más que “conjeturas audaces” las que nos conducían al conocimiento científico, al tiempo que un ecléctico Prigogine nos proponía una vía que, aunque estrecha, nos posibilitara unir las leyes ciegas de un mundo determinista con los acontecimientos arbitrarios de un mundo sometido únicamente al azar: “Las leyes no gobiernan al mundo, pero éste tampoco se rige por el azar. Las leyes físicas corresponden a una nueva inteligibilidad, expresada en las representaciones probabilistas irreductibles”, aseveraba.
Surgen nuevas preguntas, nuevos horizontes y nuevos riesgos. Nuevas oportunidades, también. Sujeto y objeto se co-constituyen en su interacción y “se van conformando en un bucle sin fin”, sostiene Denise Najmanovich.
Las ocupaciones humanas exigen esfuerzo, competencias, algo de talento y mucha pasión. Y maestros, claro.
La ciencia nace con la inquietud de preguntar. “Somos lo que hablamos, nos transformamos y transformamos al mundo desde el lenguaje; cada etapa evolutiva, cada época histórica, inventa nuevas realidades”, sostiene Alejandro Piscitelli.
Para Occidente todo comienza en la Grecia de la democracia al sacudirse el yugo de una autoridad que se legitimaba en la fuerza. La “areté” representaba, para ellos, esa virtud ciudadana que emergía de un ser responsable que aceptaba el reto del “conócete a ti mismo” y asumía sus compromisos. Y tuvieron la valentía de cambiar la fuerza física por la fuerza del pensar. Al caer ese sistema aparecen las ciudades y los ciudadanos pudieron intentar gobernarse entre iguales. Crearon “las leyes del tener razón”, para lo cual debían argumentar, refutar, convencer, dialogar. Con este sistema dieron origen a la democracia, a la filosofía y a la ciencia. En el ágora los iguales discutían, opinaban, preguntaban, escuchaban, disentían, acordaban: dialogaban. “Por eso el nacimiento de la ciencia no se debe tanto a una eclosión del conocimiento, como a una hazaña de la ética”, opina Marcelino Cereijido.
Un tiempo antes Karl Popper daba su opinión: “El prodigio cultural de la Atenas del siglo V se debió en gran medida, según mi punto de vista, a la invención del mercado de los libros. Y esa invención también explica la democracia ateniense”.
La palabra “biblioclasta” es un neologismo que surge de la palabra iconoclasta, que definía a quienes integraban una secta que destruía las imágenes. La emplea Gerard Haddad para referirse al dominio de quienes, a lo largo de la historia en regímenes dictatoriales y tiranías, adoptaron la quema de libros como política de aniquilamiento cultural de un pueblo. Un modo de eliminar la evidencia de una historia, un pasado, un pensamiento, y esto equivale a la eliminación del ciudadano primero y del hombre, después.
Caminos confluyentes: libro, democracia, libertad, ciencia, hicieron que el autoritarismo comenzara a disolverse en el jugo de su propia omnipotencia. Ya nadie admitiría obediencia a ciega a un poder omnímodo, dueño de imponer su cosmovisión, su filosofía y su modo de acceder al conocimiento.
Pero… siempre un pero. Uno de los problemas de las sociedades de hoy es no poder evidenciar su analfabetismo científico. “No lo pueden ver. Esa ceguera inadvertida”, a la que alude constantemente Cereijido, agrega dramatismo a la falta. “Es como el sida, que ataca justo las células que deberían defendernos –dice el científico argentino–. El analfabetismo científico es invisible y, por lo tanto, letal. A cada aumento del conocimiento, corresponde un aumento de la ignorancia”.
Para Rafael Echeverría (Ontología del lenguaje) ser y verdad son dos pilares de la metafísica. Sin embargo, sostiene el autor chileno, “experimentamos el mundo a través de nuestros sentidos. Nuestras percepciones no son, no pueden llegar a ser, la representación de cómo son las cosas. No podemos conocer cómo son las cosas independientemente de nosotros, los observadores”. Según su criterio, “la discusión de la verdad científica sufre dos desplazamientos; uno, de lo observado al observador; y el otro, el modo de resolver el caso de interpretaciones contrapuestas”. Su respuesta es que se termina imponiendo la de mayor poder.
En todas las épocas ha habido una relación perversa entre ciencia y poder. El interrogante que se nos abre es, si todo es materia de interpretaciones, cuál es el rol de las explicaciones científicas. Aquí Echeverría recurre a Maturana y Varela (El árbol del conocimiento) para quienes “lo que caracteriza a las explicaciones científicas de otro tipo de explicaciones es el que las primeras son explicaciones que permiten regenerar los fenómenos que explican”.
El lenguaje permite formar pensamientos con palabras pero es en relación con los otros que surge. El acto de pensar combina emociones, sentimientos y razonamiento abstracto en una totalidad corpórea; “participo, luego existo” sería el sustituto del “pienso, luego existo” cartesiano.
Las preguntas son llaves poderosas para salir de la ignorancia. Ninguna pregunta es inocente. Rara vez existe, para ella, una sola respuesta. Toda pregunta involucra una petición de respuesta, por eso la respuesta es un derecho que habría que hacer valer. Cada pregunta delimita y condiciona el espacio de la respuesta. Quien responde le da vida a la pregunta recibida, le da entidad a quien la formula, lo autoriza. La pregunta lleva los supuestos, prejuicios, inquietudes, modos e intereses de quien la formula; todo una carga que deberá ser verificada por quien evalúe el beneficio de responder o callar.
“Las auténticas preguntas son aquellas que se desvelan por dar vida a lo que todavía no la tiene”, sostiene Santiago Kovadloff.