Por Ornella Rapallini – Agencia Télam
El reconocimiento del expapa Juan Pablo II a la injusta condena al filósofo y matemático Galileo Galilei, realizado 359
años después del hecho ante la Academia Pontificia de la Ciencia, cumplirá este lunes 30 años convertido en un caso emblemático en los vínculos entre la Iglesia católica y la ciencia.
Galileo fue condenado por la Inquisición en 1633 por reafirmar, a partir de sus observaciones, como una teoría realista, los planteos heliocéntricos copernicanos que postulaban al Sol -y no a la Tierra- como centro del universo. «El error de los teólogos de la época, al sostener la centralidad de la tierra, -reconoció Juan Pablo II al dar el discurso papal de reconocimiento a Galileo el 31 de octubre de 1992- fue pensar que nuestro conocimiento de la estructura del mundo físico estaba, en cierto modo, impuesto por el sentido literal de la Sagrada Escritura».
¿Por qué la Iglesia católica reconoció tanto tiempo después el error en la condena? ¿Cómo se interrelacionan el conocimiento científico y las creencias religiosas desde los tiempos de Galileo?, son algunas de las preguntas que las investigadoras del Conicet, Silvia Manzo y Gabriela Irrazabal, respondieron desde una mirada filosófica y sociológica
respectivamente, en diálogo con Télam.
«Siempre se menciona a las religiones por el rechazo a algunas innovaciones científicas, pero lo que hallamos es que no solo hay conflicto, sino también distintas formas de vinculación entre la ciencia y las religiones, y hay complejidad en la interacción», inició Irrazabal, quien además es doctora en Ciencias Sociales especializada en bioética católica.
«Los procesos de secularización no significaron una separación tajante en la realidad entre la ciencia y la religión, y hay secularizaciones múltiples», agregó la especialista que también integra la red internacional para el estudio de la ciencia, las creencias y la sociedad.
En el ámbito académico hallaron que para el análisis de los vínculos entre ciencia y religión se pasó de una «tesis de conflicto», concepto heredero del programa político de la Modernidad, que separa el conocimiento científico, concebido como racional, sistemático, verificable a través de un método y de presentación de evidencias, del conocimiento mítico religioso, a pensar en «la complejidad de la interacción».
En tanto, la filósofa especializada en el período siglo XVI – siglo XVIII, que estudió el surgimiento de la ciencia moderna, Silvia Manzo, agregó que las teorías de conflicto se sostuvieron durante la época del positivismo (fines del siglo XIX principios del XX, post darwiniano) cuando hubo «un avance muy fuerte de la ciencia como autoridad y portadora de la verdad y el progreso», una perspectiva que calificó como «muy ingenua» y «poco fértil» hacia la ciencia misma, porque manifiesta que «los valores que vienen de la ciencia, por ser científicos, son ‘siempre positivos y desinteresados’, mientras que la ciencia es una institución en la que también hay muchas desigualdades e injusticias», remarcó.
Con la Modernidad, el conocimiento científico dejó de estar bajo la tutela de las religiones en general y este proceso se vinculó a una idea que circula hasta la actualidad de que «lo religioso no tiene nada que ver con lo científico», pero, recordó Irrazabal, existen personalidades del mundo religioso que a su vez integraron el mundo científico como Gregor Mendel (siglo XIX), un monje católico e investigador que hizo descubrimientos de genética importantes para terminar de desarrollar aspectos de la teoría de la evolución de las especies.
En este punto, Manzo añadió que en la época de Nicolás Copérnico, Isaac Newton y Charles Dawin, entre otros, «no había una mirada de absoluta separación entre la actividad científica y la religión» y para ellos, «ser religioso» no era visto como un obstáculo para ser científicos, ya que la ciencia era un campo que se estaba gestando.
«Nosotros estudiamos estos límites de un campo y el otro: a veces hay mayor conflicto, a veces mayor articulación, dependiendo del contexto histórico y la geografía», subrayó Irrazabal.
Existieron dos grandes núcleos de conflicto entre ciencia y religión que fueron casos emblemáticos: el de Galileo y, el de Darwin, con la Teoría de la Evolución.
Galileo llegó a ser condenado en 1633 luego de que durante el siglo XVI hubo dos cambios culturales, religiosos, políticos muy fuertes. Por un lado, la crisis generada en Europa occidental la reforma religiosa que surge en 1517 por Lutero, que rompe la hegemonía católica unificada y empiezan a multiplicarse los credos. Por otro, la invención de la imprenta de tipos móviles, que habilitó una mayor circulación de saberes y libros, y más acceso a lectura con cierta
independencia, explicó Manzo. Ante estos dos sucesos, la Iglesia católica en 1564 tomó la decisión de promulgar el Índice de los libros prohibidos, un instrumento que tuvo para controlar la heterodoxia que había explotado gracias a la Reforma Protestante, y controlar la circulación de saberes. En esa lista incluyeron, entre otros, libros científicos.
Unos 150 años después de la condena de 1633, cuando se descubrieron otras observaciones ópticas, la propia Iglesia admitió que la teoría copernicana estaba probada y los libros favorables al copernicanismo dejaron de estar en la lista de libros prohibidos, fue en 1822 cuando la religión católica permitió oficialmente que se publiquen libros de astronomía copernicana.
«Los procesos de la Iglesia son muy lentos», agregó Manzo. «El reconocimiento de la Iglesia 359 años después tiene que ver con ciertos intentos de la Iglesia de mejorar su imagen y sus relaciones con el mundo científico, y con hacer una autocrítica, que solo fue parcial», consideró la filósofa.
La Iglesia reconoció que Galileo «tenía derecho a reclamar que ‘para tomar decisiones o posiciones sobre temas científicos lo que dice la Biblia no debe ser tomado en cuenta'», explicó Manzo que dirige el Doctorado en Filosofía en la Universidad de La Plata. Galileo sostenía-ya en esa época que «si se trata de los cielos, tenemos que investigar la naturaleza, y no la Biblia, porque ésta está escrita con una finalidad espiritual y llena de metáforas para la gente común».
En general, los Papas «suelen tomar las recomendaciones de las academias» del Vaticano sobre bioética y ciencias, recordó Irrazabal y «deben escuchar lo que les dice estos expertos».
Aunque, aclaró, en la historia no siempre sucedió esto, como es el caso del expapa Pablo VI que no aprobó el desarrollo de la píldora anticonceptiva (1968), a pesar de que fue una recomendación de expertos y de que, dentro de la misma Iglesia católica, hubo distintas posturas y debates sobre el tema.
En el caso de la teoría de la evolución que aparece en el siglo XIX, el libro «El origen de las especies» de Charles Darwin (publicado en 1859) nunca se agregó a la lista de libros prohibidos.
Para ese momento, ya había una mirada «mucho más prudente» de parte de la Iglesia, debido a que «ya se habían equivocado una vez con la teoría copernicana y Galileo», resaltó Manzo.
Para el momento en que Darwin escribió, la ciencia ya tenía una vida, fuerza y autoridad propias que no tenía cuando Galileo manifestó su defensa del copernicanismo.