La salud de los suelos es la del planeta: por sustentar las plantas y con ello el alimento de animales, por los nutrientes que permiten los cultivos y, con todo lo anterior, hacer posible la existencia de la especie humana. Pero miles de años de agricultura, entre otras causas, están degradándolos. Sobre esa base, un equipo de científicos argentinos estudia desde hace 15 años la geografía argentina y al cabo consiguió armar un indicador biológico de la calidad de ese sustrato que, junto con el Sol, sostiene la vida en el planeta. Ese índice, único en su tipo, ya despertó el interés de la FAO, el organismo para la alimentación de Naciones Unidas, que el año próximo comenzará a testearlo globalmente.
Luis Wall, director del Laboratorio de Bioquímica, Microbiología e Interacciones Biológicas en el suelo de la Universidad Nacional de Quilmes, repasó en Radio Universidad de Rosario el largo camino al cabo del cual consiguieron construir un indicador integral de salud del suelo.
“En estos últimos años, comenzó a entenderse que el suelo es un sistema vivo. Un sistema biológico muy complejo que hace funcionar el planeta y controla los procesos relacionados con lo que hoy se denomina calentamiento global o cambio climático. Eso está regulado, en definitiva, por microorganismos asociados con las plantas, que están en las plantas mismas o en el suelo”, pone en contexto el investigador. Y con guiño cinematográfico y literario bautiza ese entramado de relaciones como un “inframundo biológico”.
La comprensión de los complejos procesos por los cuales la tierra gana o pierde fertilidad impone, anticipa Wall, un dilema ético: “Qué hace el hombre con el suelo”. Porque, sigue, “a lo largo de los siglos, modificó con el uso su salud y con ello la propia y la del planeta. Ahora que hay este conocimiento, la humanidad no puede mirar para el costado. Hay que cambiar la manera de manejar la agricultura”.
Wall resume por dónde hay que ir: “Dejar de manejarla químicamente y empezar a hacerlo biológicamente”.
Un entramado que hasta redistribuye la riqueza
El inframundo que estudia junto a su equipo está densamente habitado y es en extremo colaborativo. En un gramo de suelo –una cucharita de té–, viven diez mil millones de bacterias, por ejemplo. Y eso pasa en cualquier geografía, desde las salinas a los hielos antárticos pasando por las zonas consideradas “núcleo” para la agricultura. No es una población banal: se comunican e interaccionan con organismos superiores, como las plantas, los hongos y los humanos. Son, y crean, comunidades que procesan transformaciones químicas e intercambios de energía. La vida misma, en definitiva.
Pone un ejemplo de esa red colaborativa: las micorrizas. Son hongos que se asocian íntimamente con las raíces de las plantas generando una red de filamentos diminutos que extienden la capacidad de exploración de las raíces. Y eso les permite manejar mejor el recurso agua. “Las plantas que tienen micorrizas atraviesan mejor las sequías porque logran absorber agua y administrarla de manera más eficiente”, explica. Y hay una suerte de justicia en la asignación de la riqueza, para más: “En estado natural, las plantas toman los nutrientes mayormente a través de las micorrizas y las micorrizas conectan una planta con otra en estos sistemas naturales, lo que permite redistribuir los nutrientes, el que tiene mucho le pasa al que tiene menos, eso está probado”.
Un número simple para la complejidad
Wall y sus colaboradores recorrieron las provincias de Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos. Extrajeron muestras, midieron y analizaron, intercambiaron conocimientos con productores y habitantes locales. “Lo que hicimos es estudiar los lípidos del suelo. En chiste, encontrarle el colesterol. El desafío fue definir un número que permita saber si el suelo está bien o mal”, explica el objetivo.
Lo que hicieron los investigadores de la UNQ es un «análisis de los ácidos grasos del suelo para transformar ese perfil lipídico en un valor numérico«. Un índice que demostró estar en el buen camino, explica Wall: «Lo que encontramos es que es valor correlaciona con el buen manejo del suelo, con la captura de carbono, con la densidad de lombrices, con la estructura microbiana del suelo. Los integra«. O sea: da cuenta de todos los factores que apuntalan un buen suelo, aunque las razones todavía están por descifrarse. «Parece lógico, pero aún no está la explicación científica, y así y todo luce como una herramienta que parece funcionar».
El estudio es integral. «Analizamos desde el ADN del suelo para determinar su microbiología, hasta las lombrices«, resalta sobre lo abarcativo de la investigación.
Wall insiste sobre una mirada integradora que permite comprender mejor para hacer distinto. «Es el concepto de única salud: la salud del suelo determina la salud de las plantas, ésta determina la de los alimentos, con ello la de los animales y finalmente la del hombre. Todo ello mediado por la microbiología que asocia a todos los sistemas». Y lo que casi no se ve es lo que conecta todo, lo hace funcionar: «Parece extraño, pero las personas tienen más células de bacterias que de la especie humana, y lo mismo pasa con las plantas. Es un concepto nuevo de la biología, no demasiado difundido. Los organismos vivos son ecosistemas. La salud se transfiere por esa carga microbiana que pasa de un sistema a otro».
No menos, sino más agricultura, pero distinta
«Una de las nociones actuales apunta a que una manera de reponer la salud de los suelos es intensificando la agricultura, pero no de cualquier modo, sino de uno que diversificque la biología de los suelos y permita regenerarlos», señala el investigador de la UNQ. Y afirma que no es cuento: «Eso es posible. Lo medimos en Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos».
Para Wall, ni siquiera es necesario modificar radicalmente los sistemas productivos: «Que se haga rotación de cultivos, aunque ni siquiera se migre a una agricultura ecológica, porque lo que importa es hacer un buen uso de la biología del suelo, eso mantiene la fertilidad y reduce el estrés del sistema, con lo que se reduce la posibilidad de generación de enfermedades y de acciones –con químicos– para atacar los patógenos. Porque el agregado de químicos soluciona un problema, pero crea otro en el sistema».
La diversidad es salud, acá también
«Comprobamos que cuanto mayor diversidad biológica hay, es mejor la estructura física del suelo, mejor aptitud para el crecimiento de las plantas. Y eso se construye», refiere Wall sobre lo que determinaron y el objetivo perseguido, incluso por demanda de varios productores: mejorar las prácticas agrícolas en base a un indicador que ofrece un «diagnóstico de la calidad del suelo desde un punto de vista biológico».
Aclara que aún hay largo trecho por recorrer. Un paso central será encontrar los indicadores de referencia: para que en cada suelo se pueda conocer su estado si el indicador da por encima o debajo de un valor determinado, que falta definir. Wall señala que es un trabajo arduo, pero posible. Así, la compleja trama de interacciones de ese inframundo microscópico quedaría traducida en una simple cifra que avise si hay problemas o las cosas se están haciendo bien. Pero más: servirá como insumo para diseñar políticas públicas de manejo agrícola con base científica, para preservar los recursos y seguir produciendo sin degradar los ecosistemas.
Por ejemplo, propone el científico, estableciendo un sistema de castigos y recompensas. En particular con un modo de producción local en el que ya no es mayoritariamente el propietario de la tierra el que la cultiva, sino que la alquila al productor. “Cuando uno alquila un departamento, lo tiene que devolver igual que como lo recibió. Cuando la tierra se alquila, los suelos se degradan y nadie cobra por esa degradación. Con este índice, quizá se podría premiar al que hace las cosas bien y que pague el costo ambiental quien no lo hace. Mejorar la salud de los suelos tiene como beneficio la mitigación del cambio climático”, esgrime Wall.
A Naciones Unidas
La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) creó hace una década una división para el estudio de los suelos, la “Global Soil Partnership”, con el propósito de generar programas que cuiden la biodiversidad en base a estudios biológicos de los suelos de todo el planeta. El estudio de Wall llegó hasta allí por medio de la Secretaría de Transferencia de la UNQ, y el investigador mantuvo una entrevista tras la cual la FAO incluirá el estudio argentino entre cuatro indicadores clave para los objetivos perseguidos. Queda de ahora en más, un proceso de «prueba» en diferentes regiones del planeta para comprobar si es eficiente para lo que aspira. Sin embargo, el desarrollo argentino es único: directo, a diferencia de los demás, que son aproximaciones.