Los clásicos con su inmanencia regresan una y otra vez para demostrar que el mundo no ha cambiado tanto y que el presente vuelve a ser una caja de resonancia más allá del tiempo y la distancia. En ese camino de revisar los clásicos, algunos espectáculos de la presente edición del Festival de Teatro de Rafaela (FTR19) dejaron al descubierto una saludable cuota de tradición pero sin renegar de la experimentación, sobre todo a la hora de profundizar en términos dramatúrgicos, una variable que se repite en gran parte de la producción teatral argentina del presente.
Particularmente, esa variable atraviesa dos obras de producción porteña que marcaron algunos de los puntos más altos del encuentro que finaliza este domingo después de seis jornadas, con 24 espectáculos y más de 60 funciones.
Por un lado aparece El río en mí, con dramaturgia y dirección de Francisco Lumerman, y por otro Blanca, de Natalia Villamil, con dirección de Cintia Miraglia. Ambos materiales comparten un especial interés por poner una mirada de género en tiempos donde la temática atraviesa todas las agendas, pero además comparten otras resonancias clásicas.
En el El río en mí aparecen como destellos ideas, personajes y hasta situaciones de El Malentendido de Albert Camus, y en Blanca el disparador es Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams, ambas estrenadas originalmente a mediados de la década del 40, cuando el teatro comenzaba a debatirse entre la representación y la vanguardia, y cuando la Segunda Guerra Mundial cambiaba el mundo para siempre.
El miedo afuera
En El río en mí, el talentoso Francisco Lumerman utiliza un procedimiento similar al de El amor es un bien, su trabajo anterior también presentado en Rafaela hace unos años, una bella, poética y política versión de Tío Vania, de Chejov.
Ahora, una madre y una hija como perdidas en un viejo hotel en el medio de la selva ven como una planta industrial que se instala cerca de la ciudad a orillas del río contamina todo, alterando la naturaleza y haciendo crecer a la Katupirí al punto de arrasar con lo que queda de ellos y del entorno.
Con memorables actuaciones de Claudio Da Passano, Mercedes Docampo, y en particular Malena Figó y Elena Petraglia, madre e hija en la ficción y en la realidad, el material, surgido de un largo proceso de reescritura y ensayos y estrenado en el porteño y recoleto Moscú Teatro en marzo de este año, aquí ingeniosamente adaptado para una sala a la italiana con 400 espectadores, estalla el texto y las ideas de Camus originales y toma otros rumbos para hablar del poder de las mujeres solas, de la locura, del mal que está afuera pero que no tendrá piedad con destruirlo todo como potente metáfora del neoliberalismo imperante. Y al mismo tiempo de que eso acontece, los procedimientos dramatúrgicos van poniendo distancia de cualquier posibilidad de panfleto, tomando como camino una serie de decisiones donde lo poético se vuelve político sin esfuerzo y donde, también, resuenan algunos otros clásicos ligados al realismo mágico latinoamericano.
Como pasaba con Chejov y El amor es un bien, la fábula aquí sigue flotando en la trama de palabras y acciones que plantea Lumerman, quien claramente inaugura una nueva forma de naturalismo poético a partir de sus obras, pero lo que produce es otra cosa, más ligada al presente, donde vuelve a hablar del dolor, la muerte y de lo inasible, también con un humor que camina cerca de la nostalgia, con personajes que, más allá de sus contradicciones y claroscuros, encuentran de inmediato un eco en el público.
El miedo adentro
Natalia Villamil es la autora de Blanca, un potente drama dirigido por Cintia Miraglia estrenado en el Complejo Teatral San Martín de Buenos Aires, que toma como disparador las complejidades de Blanche DuBois, el personaje con delirios de grandeza que llega a la casa de su hermana y rompe con la supuesta armonía imperante en Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams, pero la acción transcurre en la actualidad en una casilla del Conurbano Bonaerense.
El procedimiento dramatúrgico también parte de la idea de una especie de nuevo realismo, en este caso un poco más duro y cutre, para dar vida a ese mundo inventado de Blanca que trae de otro lugar pero confrontado como las asperezas de la pobreza del presente, y al mismo tiempo puesto en tensión con otras cuestiones como la identidad de género en La Negra, una travesti dueña de la casilla en la que viven, y donde Enzo, un Stanley Kowalski versión criolla, Elena (Stella), la hermana de Blanca y Jony, un amigo de Enzo, cruzan sus tragedias cotidianas en un micromundo donde el miedo se instala adentro y donde las mujeres intentan romper con una serie de sometimientos y opresiones de larga data.
Con la actuación de Monina Bonelli como Blanca, quien aborda sin lugar a dudas uno de los trabajos más notables del teatro argentino de los últimos tiempos, también integran el elenco Héctor Bordoni, Marcelo Pozzi, Mariano Sayavedra, Leticia Torres, quienes además son, por momentos, los músicos de una banda que acompaña las acciones en vivo tocando heavy metal.
A la problemática de la violencia machista y ciertas cuestiones de clase que son inherentes al material original aunque aquí mostradas de una manera más descarnada, se suman otra serie de aciertos que van desde guiños en los diálogos, con referencias a la pulsión sexual, la soledad o el poder de la mentira, y la contundente instalación escénica que contiene las acciones. Se trata de una especie de casilla-piletón creada por el talentoso Gonzalo Córdova quien además hizo las luces, y que los muestra en plano americano, sumergidos, por la mitad, quebrados, partidos cerca de un abismo al que están por caer pero, al mismo tiempo, con ese puñado de mujeres que, independientemente de sus diferencias, logran romper con algunas barreras y estigmas y empiezan a encontrar el sentido del empoderamiento como una vía de escape a un entorno, historia y realidad que parece no tenerlo.