Por Daniel Fernández Lamothe
«Mirá, Gordo, el problema es éste: los obreros son peronistas, pero el peronismo no es obrero», le dijo el gremialista al político. El relator de la escena cuenta que, luego de tomar a grandes tragos un vaso de vino de damajuana, el político pronosticó una fantasía: «Si el peronismo fuera obrero como los obreros son peronistas, la revolución la haríamos mañana mismo». Apoyándose en esto último, el gremialista aventuró un programa que apuntaba a “conducir a la clase obrera al encuentro con su propia ideología. Que no es el peronismo». Le contestó el político: «Estás equivocado, eso es ponerse afuera de los obreros. Eso es hacer vanguardismo ideológico”. La conversación continuó hasta que se terminaron las empanadas y el vino. Como era de esperar, no se pusieron de acuerdo.
Lo anterior es el fragmento de un texto que publicó el filósofo, escritor y docente José Pablo Feinmann, el relator, sobre una conversación sostenida entre el gremialista René Salamanca, secretario general del Sindicato de Mecánicos de Córdoba (el prestigioso Smata), y el dirigente político John William Cooke (al mejor estilo Feinmann, esto es la crónica de una ficción bastante creíble). ¿Quién se acuerda hoy del protagonismo histórico de estos dos tipos y de su influencia en aquellos años?
Unas pocas personas, catalogadas como de alto riesgo frente al covid-19 por ser mayores de 60, podrían decir algo serio sobre estos dos muchachos de los años 60 y 70. Dos destacados referentes de las luchas populares que, entonces, no se pusieron de acuerdo. Cooke se colocaba en el ala izquierda del peronismo apoyado en una formación marxista que intentó conjugar con la extensa y variada composición política del peronismo.
Por su parte, René Salamanca fue un joven peronista que poco a poco fue tomando la lucha de clases como eje de su vida política, para recalar en 1968 en el por entonces flamante Partido Comunista Revolucionario. El 24 de marzo de 1976 fue secuestrado, torturado y finalmente desaparecido por orden del militar genocida Luciano B. Menéndez.
El tema de este texto no es las vidas de estos dirigentes, de inevitable visita para quien intente conocer qué pasa con el pueblo argentino que no para de sufrir una crisis tras otra, repitiendo un ciclo esperanza/frustración durante no diré setenta años, pero sí siete décadas.
Trato de reconocer, de registrar que en esos, más precisamente, 75 años hubo sólo dos momentos en los que se podría afirmar que, a pesar de los males eternos, el pueblo argentino estuvo disfrutando de algunas de las caras de la felicidad. Esto ocurrió de 1945 a 1955 y de 2003 a 2013, durante gobiernos peronistas. Lástima, porque después de esas gestiones todo se puso peor que antes de cada una de ellas.
En 1945 comenzó la hasta ahora última y desgraciada calesita; que da vueltas y vueltas y otra vez a empezar de nuevo a procurar la sortija (palabra derivada del latín: sortícula, echar la suerte, destino). Procurar la suerte, buscar el destino. La historia argentina es esa lucha.
Padecemos una clase dominante que es ambiciosa, corrupta, improductiva, cipaya y cruel hasta el genocidio (varios). Totalmente indiferente hacia el otro, ese otro que apenas sobrevive en la pobreza. Y lo más grave es que tiene la manija. Tiene el poder, maneja la producción, los capitales especulativos y los multimedios más influyentes del mundo, aunque sus títulos contengan altos niveles de mentiras con las que doman ideas y siembran opinión pública.
Así es el adversario (en estos tiempos de “corrección política” no se dice enemigo). Veloz, voraz, violento. Basta recordar la forma en que los militares del 55 y, más aún, los del 76 reprimieron al pueblo cometiendo innumerables delitos de lesa humanidad para poner la economía nacional al servicio del imperialismo (¡setentista!).
La redención democrática y castigadora llegó con Alfonsín. Una firme oleada justiciera recorrió las plazas de Mayo en todo el país y las Juntas cayeron juntas, condenadas por jueces ordinarios (inédito en el mundo). Una firme marea carapintada provocó un “retroceso defensivo” y los principios, la dignidad, la justicia y la verdad debieron esperar. A propósito del retroceso, la ofensiva de los capitales chupópteros concretó una maniobra hiperinflacionaria. Y la Argentina conoció los saqueos en masa.
Acto seguido, tras el Pacto, se creyó que votando a Menem había salvación (¡pero es peronista, che! y en las dos interpretaciones). Se creyó, sí. Otra vez, sí. Y la Argentina nuestra cayó en otro lado oscuro del peronismo.
Luego volvieron los radicales. Como en una revancha, esta ya desunida Unión Cívica Radical ganó las elecciones poniendo de presidente a un señor al que le gustaba dar buenas noticias. En el 2001 obedeció la sugerencia popular que pedía por favor que se vayan todos y se tomó un helicóptero. Linda forma de empezar el siglo nuevo para el país. Después hubo cinco presidentes peronistas en una semana, con default, súper ajuste y otras medidas impopulares. El pueblo seguía en las calles del país a pesar de las víctimas de la represión: 27 fatales y más de 100 con heridas diversas. La falta de conducción de esta histórica y multitudinaria participación de los argentinos facilitó su dilución. Un control firme aplicó Duhalde (peronista también) desde la presidencia, a la que fue ungido por aclamación legislativa y con el objetivo de parar el tembladeral y ordenar la economía. Ninguno de estos objetivos podían cumplirse sin represión. Consciente de su misión, el gobierno de Duhalde reprimió y puso estos dos nombres, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en las banderas de los luchadores.
Así fue como de pronto, de la misma nada surgió la Fuerza para iluminar el lado oscuro. Un pobre caudal de votos puso al frente del país a un flaco y desgarbado, abogado muy formado para defender principios y derechos. Y también a una mujer. Dupla de fuerte convicción peronista alcanzó una rápida adhesión del pueblo. Terminó el hombre su eficiente mandato y le dejó el puesto a la mujer, quien lo ganó gracias a una altísima cantidad de votos. Ella tuvo su aclamación, pero fue multitudinaria y en la Plaza de Mayo. Ésta era otra mujer. Como aquélla, fue el blanco del odio de clase que han sentido y sienten quienes sólo viven para su ombligo. Él y ella consiguieron recomponer algunas de las áreas económicas, políticas y sociales; reiniciaron los juicios por delitos de lesa humanidad. Aportes para la felicidad del pueblo, nada menos.
Habiendo señalado que la gestión kirchnerista fue el segundo contacto con la felicidad, o con algo parecido, que se vivió en el país, es necesario reconocer que no les alcanzaron 12 años para resolver todos los problemas. Quedaron situaciones que no pudieron abordar. Algunas medidas económicas terminaron como siempre, a cargo de casi todos los argentinos, para disfrute de unos pocos que las aprovecharon. Además, sería bueno conocer qué los convenció de que Scioli era un buen candidato y por qué Cristina se alejó de la campaña presidencial de 2015. No he logrado dilucidar estas dos situaciones que sellaron una misión de derrota.
Con el triunfo electoral en 2015, el “adversario” se dispuso a suspender todo lo que no derivara en su enriquecimiento personal, sea individual, empresarial o familiar. Llevaron a su máxima expresión el ajuste en el Estado dejando prácticamente vacías áreas vitales como Salud, por ejemplo; la deuda nacional fue aumentada sin justificar la inversión y no hay rastros del dinero. Para comparar situaciones algunos especialistas afirman que los cuatro años de macrismo fueron, en lo económico, peor que la dictadura del 76 y que el menemato.
Y ahora está Alberto para sacarnos de la grave crisis económico-social. O no puede o no se anima o piensa que no debe, la cuestión es que no está respondiendo en los términos que su electorado esperaba.
Ahora, en medio de una de las ofensivas políticas derechistas más intensas de la historia cabe preguntarse si el peronismo y los partidos de izquierda van a seguir hostilizándose mutuamente planteando cada uno que su principal objetivo es la igualdad entre los seres humanos. Es cierto que los obreros son peronistas, pero el peronismo no es obrero. Y ese es el intríngulis del que no puede salir la izquierda. El peronismo se plantea la unidad de todos los argentinos. Todos. Y supone que, junto a los empresarios, los banqueros y terratenientes, se logran la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. Por su parte, el latiguillo de la izquierda acusando al peronismo de capitalistas es por lo menos demodé. Lejos de negar eso, el peronismo lo ha reconocido mediante varios de sus dirigentes y con sus actos.
Acá, hoy, lo que importa es que estamos insertos en este retroceso mundial de los movimientos progresistas frente a un fuerte, decidido y violento avance de la derecha neoliberal y del fascismo que se cuela con sus temibles amenazas. Ante esta situación no hay que desperdiciar las oportunidades. Sería bueno que los sectores populares terminen con acusaciones y críticas de ida y vuelta, que ya llevan más de setenta años sin lograr ningún resultado. Ni la izquierda quiere ser funcional a la derecha ni la militancia peronista quiere hacerle el juego a los capitales financieros, pero sucede. Los trabajadores son peronistas, pero el peronismo es polivalente y generalmente juega más la cara fea que la linda y el pueblo se queda sin entender por qué se perdió otra vez.
Si en la Argentina se equivocaran todos (¿más?) y se produjera una revolución, esta se haría con las ideas de izquierda y con el pueblo peronista, de lo contrario no será nada. Así que ya va siendo hora de que depongan hostilidades y trabajen juntos por la consagración de ese esperado y feliz frente político de nosotros. Y mirá si no podemos empezar la revolución mañana mismo.