Baltasar Garzón*
Nada une más que tener un enemigo común. Este clásico de la psicología social proviene de un experimento de 1954 denominado The Robbers Crave Experiment en el que 22 chicos de 11 años, que no habían tenido contacto entre sí, fueron divididos en dos grupos —sin conocerse— en un parque natural de Oklahoma (USA) para realizar una serie de actividades, primero enfrentadas y comunes después.
En un principio existió hostilidad entre ellos, pero según fueron imponiéndoles pruebas en las que se necesitaba el acuerdo de todos y se implantó un objetivo único, los chavales acabaron trabajando codo a codo y convirtiéndose en los mejores amigos. De ahí se estableció que, si una meta se plantea en el entorno de un ataque inminente, se produce el “efecto del enemigo común”, que hace que el colectivo olvide los enfrentamientos existentes y se una para resolver el problema mayor que atañe a todos.
En política esta técnica es muy utilizada. Busca que los ciudadanos se movilicen alrededor de un objetivo, lo que produce que se amplíe la popularidad del líder político que lo promueve y se olviden sus fallos, mientras la sociedad se encamina a conseguir el fin estratégico marcado.
Los conflictos bélicos no son casuales ni inocentes. Siempre han sido un compendio de intereses económicos y políticos, donde alguien busca obtener un beneficio, ya sea antes, durante o después del conflicto. E invariablemente sufre la población de los países involucrados, auténticas víctimas de una serie de decisiones que nadie acaba de entender.
No pretendo romper una lanza por Vladimir Putin, aunque entiendo su malestar porque, desde su punto de vista, la OTAN se le quiere meter hasta en la despensa, rodeado por el norte y por el oeste y aprisionado por Turquía y China. Pero todo ello no es excusa para una nueva intrusión. Veo en un artículo de la cadena de televisión CNN que los expertos indican que el Kremlin necesita un puente terrestre hacia Crimea y un estatus más seguro para la región de Donbás, cuya ocupación terminó en 2015.
Allí se sigue apuntalando a un movimiento separatista. Tales explicaciones suelen ser centrales para entender por qué Rusia puede querer invadir Ucrania por tercera vez en ocho años. Pero los expertos dicen también que la mayoría de las opciones militares tendrían un coste extraordinario, agravado por la crisis económica que golpea a Rusia como al que más, por el covid-19 y por otros factores. Y entonces ¿por qué sigue escalando el conflicto?
Presidentes en horas bajas
No sabremos hasta mucho tiempo después a quién o a quiénes benefician los prolegómenos de este problema específico, pero sí sabemos que los anuncios de acciones de Estados Unidos contra otros países suelen coincidir curiosamente con momentos en que el presidente de turno está en horas bajas. A tal punto, que se diría que todo presidente norteamericano –ya sea republicano o demócrata– necesita tener su conflicto armado o una amenaza del mismo.
Así ocurrió con George W. Bush, que tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 respondió con la invasión de Afganistán (que acabó veinte años después con las orejas gachas y los talibanes en el poder) y después con la invasión de Irak (a cargo de una coalición para impedir el uso de armas de destrucción masiva que nunca llegaron a encontrarse y cuya existencia no quedó jamás demostrada).
Su antecesor, Bill Clinton, enfrentó una bajísima popularidad a cuenta de sus devaneos con una becaria en el despacho oval (que de principio negó, por lo que acabó acusado de perjurio). El momento álgido fue cuando admitió ante el Gran Jurado, el 17 de agosto de 1998, haber tenido una relación física inapropiada con la joven. Tres días después se desplegó la operación Alcance Infinito lanzando misiles contra las bases de Al Qaeda en Afganistán y en Jartum, Sudán.
Tampoco se libra de esta práctica Barack Obama, cuyas fluctuaciones de imagen debido a la situación económica poco afortunada coincidió con la denominada “guerra secreta” contra el terrorismo. Obama autorizó ataques con drones contra supuestos dirigentes y militantes de Al Qaeda y grupos yihadistas asociados en Yemen, Somalia y Pakistán. Provocó además la caída de Muhamar el Gadafi, con consecuencias negativas que perduran hasta hoy y con una Corte Penal Internacional que, finalmente, no consiguió juzgar a nadie.
Trump y Biden
En cuanto a Donald Trump, me limito a un incidente –y muy grave– de los múltiples de su gobierno, como son los sucesos de Charlottesville, Virginia. En el contexto de unos mítines de extrema derecha celebrados entre los días 11 y 12 de agosto de 2017, un simpatizante nazi estrelló su automóvil contra una multitud de manifestantes, provocando un muerto y 19 heridos. Trump, en vez de denunciar a los supremacistas blancos y condenar el hecho, se limitó a rechazar “el odio, el fanatismo y la violencia en muchos lados”.
Su deliberada falta de claridad fue un aliciente para los supremacistas. Una semana después, ante la Asamblea General de la ONU, abogó por una coalición de naciones para actuar contra las grandes amenazas globales, metiendo en un mismo saco a Corea del Norte, Irán y el terrorismo yihadista. Trump reclamó la “destrucción total” para Pyongyang y el posible fin del acuerdo nuclear para Irán. Añadiré que, a los cien días de su toma de posesión, el 24 de abril de ese mismo año, sus índices de popularidad eran muy bajos, los más bajos de los últimos seis presidentes en el mismo periodo de tiempo.
Pero también hay que decir que, con esos trucos de conveniencia a que nos acostumbró, Trump se acabó reuniendo con el presidente de Corea del Norte, Kim Jong Un, en suelo norcoreano, en busca de un futuro apacible o más bien de una impactante propaganda mediática. Su gobierno terminó con el asalto al Congreso y la negación del resultado electoral hasta hoy día, para que le sirva de puente sobre Biden.
En cuanto al presidente Biden, los últimos meses no le han sido favorables. En noviembre, se constataba su caída de popularidad con un 51% de desaprobación, mientras los republicanos mostraban signos de recuperación.
Casualmente en esas circunstancias, al inicio del nuevo año comenzaron los problemas y los anuncios. El 19 de enero de 2022, el presidente de Estados Unidos sobrecogió a Europa afirmando que creía que Rusia invadiría Ucrania, añadiendo que pagaría por ello. Fue pocas horas después de que su secretario de Estado, Antony Blinken, alertara de que “Rusia tiene planes” en el sentido de incrementar la presencia de sus tropas junto a las fronteras ucranianas y que podría iniciar en poco tiempo una nueva agresión militar.
Llamada a la calma
Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, llamó a “identificar formas de resolver el conflicto a través del compromiso diplomático bilateral y multilateral, y presentando un frente transatlántico fuerte, claro y unido”. Por su parte, el presidente francés, Emmanuel Macron, pedía desde el Parlamento Europeo a los miembros de la UE un plan de seguridad y estabilidad para aliviar las tensiones con Rusia.
Sin embargo, en España, la ministra de Defensa se ha apresurado a anunciar desde el primer momento el envío de material y hombres, con el aplauso de la derecha que sin duda desearía protagonizar algún papel en los acontecimientos. No me siento cómodo en ese entusiasmo bélico que ha marcado la titular de Defensa que viene a ofrecernos como voluntarios para lo que haga falta.
España y la UE deben apostar firmemente por el diálogo y la negociación, en los que debe estar presente Ucrania, como reclamaba Josep Borrell. Los ciudadanos en Ucrania, en Rusia, en Europa, estamos demudados ante la posibilidad de un conflicto que solo traería dolor y muerte.
Quizás sea el tiempo de abandonar la política de bloques. El enemigo de mi amigo no tiene por qué ser un enemigo común. Más aún, mi amigo tendría que explicar con pelos y señales por qué él tiene ahora un enemigo y por qué ese tiene que ser también mi enemigo.
Los seres humanos debemos aprender de una vez por todas a gestionar nuestros intereses y resolver nuestros conflictos sin acudir a la violencia. Debemos buscar la armonía, entre nosotros y con la madre tierra, que bastantes problemas tenemos en este planeta tan maltratado como para añadir uno más. La violencia, y solo la violencia, debiera ser nuestro único y verdadero enemigo común.
*Ex juez español y presidente de FIBGAR