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Con la exuberancia encarnada

Juan Parodi dirige a la actriz Vanesa Maja en “Rosa brillando”, un montaje surgido de la profundidad y la belleza de los poemas de la uruguaya Marosa di Giorgio que, en ciernes, se revela como un singularísimo viaje al interior de la poesía.

Una invocación, la mágica vuelta al presente continuo que propone siempre el espacio escénico, un experimento con dejos de hechizo y mitología en el que Marosa brilla como una rosa oscura, roja, redonda, oval, aterciopelada; bella, de eternos labios pintados y mirada profunda, presa de un artificio que la acecha entre flores, frutos y tramas que apelan a palabras surgidas de otras tramas con dejos de collage. Ofrendas, la exuberancia que se encarna, el destino en las palabras. Todo lo que brilla es oro en Rosa brillando, espectáculo que reconstruye el universo lírico de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio (Salto, 1932-Montevideo, 2004), que en medio de su regreso a los escenarios porteños y uruguayos ofrecerá mañana una única e imperdible función en el Subsuelo de Plataforma Lavardén, en el marco del ciclo Montajes mínimos.

Aferrado a la palabra como hecho fundante de un magma teatral en el que se mixturan universos poéticos de diversos orígenes, Rosa brillando es el resultado de una unión fructífera: la del director Juan Parodi (Fotos de infancia, Cariño yacaré, Mau Mau o la tercera parte de la noche) y de la actriz Vanesa Maja (Roja, Estado de ira, Rain Man), quienes reconstruyen un entramado poético que no busca la comodidad de la repetición, sino que, por el contario, fragmenta el discurso para poner en primer plano la incandescencia de las palabras dichas como lava que arrasa, aquí desde el teatro, y así reconstruir el ideario de una poeta única e imposible de clasificar, por su infrecuente profusión y profundidad, por su perturbadora, erótica y hasta desmesurada manera de ver y de describir el mundo que la rodeó, la contuvo y la edificó.

De hecho, el devenir poético de Rosa brillando se manifiesta en la utilización de una serie de elementos de la naturaleza que adquieren un rol protagónico y redimensionan la fragmentación de ese mismo fluir de palabras hermosas que se sustenta con la presencia de música en vivo y proyecciones, articuladas a expensas del discurso y de la inquietante presencia de Vanesa Maja, la actriz precisa para contar un personaje de semejante dimensión y exuberancia.

El verdadero hallazgo estético que logra el talentoso Parodi, cuya mayor virtud está en no renegar de los recursos más clásicos del teatro, los que con sabiduría y mucho ingenio sabe siempre aggiornar, está en la construcción de un texto que, lejos de ser fiel al orden de las palabras escritas, prefiere los atajos y una nueva estructura poética que se cimienta en ese enjambre de poemas que la actriz devuelve en escena como cascadas, provocando en el público una verdadera fascinación.

En el medio de esa bella trama, unos pocos datos van aportando la información necesaria acerca de Marosa como para que los espectadores se transformen, literalmente, en cómplices de un recorrido que adquiere el carácter de una ceremonia en la que se ponen en jaque todos los sentidos: una mujer que vuela, una mujer pájaro, una pecadora a la que los santos temen, un relato de frutas y sexo, una descripción de olores que se huelen (se desean), un universo tan bien narrado que se ve y se palpa, que emociona y embruja, que permite, al menos por una hora, detener un poco el mundo y poner atención en la belleza más brutal de la poesía, en la boca y el cuerpo de una mujer que, más allá de su mar de interrogantes, se proyecta en todas las mujeres.

Ella es una “recitatriz”, que en la invocación que la pone en escena presta su cuerpo a esa otra mujer de pluma exagerada que cuenta, con tono de épica algo tan simple y a la vez maravilloso, acerca de, por ejemplo, cómo las margaritas abrazaron todo el jardín.

Para ese punto el público está extasiado, seguramente, ávido de buscar esos otros versos en los que Marosa puso los rojos de su sangre italiana y vasca, los verdes del profuso campo en el que se crió, o los ocres vidriosos de las piedras, en un infrecuente salto al vacío en el que los papeles, más “salvajes” que nunca, dejarán que siempre vuelva, porque ella, como su obra, está naciendo a cada instante.

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