El motel del voyeur es uno de esos libros que si se cuenta con el tiempo suficiente se lee de una sentada. A medida que se avanza en su lectura, la curiosidad por saber cuánto develará su autor sobre una historia “picante” y verdadera, y al mismo tiempo cierta aprehensión por el tipo de intromisión en la intimidad de las personas causan una rara mezcla, sensación que suelen despertar algunos relatos de no-ficción, la práctica con que se traza el fresco de una situación particular basada en hechos reales, o construida con hechos reales en una funcional estructura de ficción, para medir la temperatura en relación a un país, una época, una situación política o social. A vuelo de pájaro puede mencionarse a Truman Capote, Tom Wolfe y Norman Mailer en Estados Unidos; Elena Poniatowska en Méjico; Javier Cercas en España; Rodolfo Walsh en Argentina que consiguieron notables obras con su elaborado e imaginativo acercamiento a la realidad, algunas de consecuencias impensables como Operación masacre, otras de cuño más íntimo ligada a la condición humana como A sangre fría. El norteamericano Guy Talese pertenece a esta clase de escritores y a diferencia de Capote, que también escribió ficciones maravillosas, aquel se dedicó en exclusiva a las crónicas e informes de corte periodístico logrando que no pocas veces se lo mentara al lado de Tom Wolfe como padres del nuevo periodismo norteamericano.
Espiar, espiar
La historia que Talese cuenta en El motel del voyeur está afincada también en esa línea que por sí sola dispara apuntes sobre el comportamiento de vastos sectores sociales norteamericanos, los más afines a lo considerado como clase media. El asunto comienza –Talese lo presenta de esta forma– con una carta recibida a principios de los 80, de alguien que quiere contarle su experiencia desde que adquirió un motel en una ciudad del medio oeste norteamericano, Aurora, en el estado de Colorado, con la finalidad de dar rienda suelta a su voyeurismo, adquirido, según contará luego, en la niñez y que pasó a formar parte de su constitución como persona, es decir, lo que lo define en su relación con el mundo. Hace veinte años que espía desde el techo de las habitaciones de su motel todo lo que sus huéspedes hacen allí dentro. El hombre, llamado Gerald Foos y que confía en que Talese podrá escribir su historia, ya que admite no tener talento para ello, tomará todos los recaudos posibles antes de dar su verdadera filiación. Y Talese, claro, picará rápidamente ante semejante historia, al principio algo incrédulo y acicateado por la duda de si las prácticas del hombre no constituyen alguna forma de delito y de qué forma podría él verse involucrado, pero luego cediendo ante la suerte de “oro en polvo” que representan los diarios que vino llevando Foos desde que comenzó con esas actividades y que el hombre manifiesta verlos “más importantes” que los estudios hechos por Kinsey y Masters y Johnson, los investigadores pioneros del comportamiento sexual humano. Las reservas de Talese desaparecen luego de la primera cita con Foos y de acompañarlo a la “plataforma de observación” desde donde este último espía a sus clientes. Y también luego de que comienza a leer los registros que el motelero llevaba, una suerte de catálogo de costumbres sociales y sexuales muy ceñidas al tiempo que corría, es decir, a los años en que se anotaban y que contextualizaban, sobre todo en las décadas del 60 y 70, los movimientos que permeaban su país, incluidos los Derechos Civiles y la Guerra de Vietnam, la pornografía y la homosexualidad y las relaciones interraciales. El periodista haría una especie de pacto con Foos para no publicar nada hasta que no recibiese su consentimiento expreso, y así la historia guardó un sueño provisorio hasta abril de 2016, donde Talese publica un reportaje al motelero en el New Yorker, adelantando lo que sería el libro que acaba de publicarse.
Motivación y procedimiento
Casado y con dos hijos, Foos contó con la inmejorable ayuda de su mujer para sus fines, no sólo en cuanto a compartir su secreto, sino aprovechando la excitación provocada por esas imágenes en vivo y en directo para tener sexo desenfrenado con ella en el “escondite”. Además de tomarse “en serio” su tarea de fisgón, aduciendo su “irresistible interés por todas las fases de la vida de la gente, tanto social como sexualmente, y para responder a la pregunta de cómo la gente se comporta sexualmente en la intimidad de su dormitorio”, Foos defiende sus actos refiriendo que jamás ninguno de sus huéspedes se enteró de ellos –y que además nunca los filmó– y por lo tanto no hirió o invadió la privacidad ya que ello “sólo ocurre” cuando cualquiera de esas situaciones toman estado público. En sus cuadernos de apuntes, Foos describía la edad, desde dónde venían y, fundamentalmente, el comportamiento sexual de sus clientes. Observaba tanto a un empresario que alquilaba una habitación con su secretaria como el sexo grupal que fue frecuente durante los últimos 60 y principios de los 70. En sus notas destacaba las particularidades entre las relaciones heterosexuales, las homosexuales y lésbicas, las más escasas de travestismo y fetichismo, para “determinar la motivación y el procedimiento”, lo que daba por resultado un detallado mapa de hábitos y prácticas censuradas socialmente.
Gozosos inconvenientes
Foos llevó a cabo su “espionaje” hasta 1995, cuando tapó los agujeros de ventilación por donde observaba y vendió su motel. El edificio acabaría siendo demolido en 1995 y hubo una última visita de Foos, su nueva mujer y el propio Talese, previo a que el motelero le entregase el resto de sus cuadernos. El registro de cada capítulo de El motel del voyeur es el de una introducción o comentario en los que Talese se permite hacer foco acerca del carácter del textual extraído de los cuadernos de Foos que retratan con precisión envidiable –el ojo del voyeur se va adiestrando a través del tiempo– cada detalle de lo que ocurre en los cuartos del motel. Si bien según el relato de Foos no hubo contacto directo con sus huéspedes, en algunas oportunidades la proximidad de su puesto lo puso en riesgo directo porque, como se dijo más arriba, el fisgón se excitaba a la par de las escenas que contemplaba y esto tenía algunos “gozosos inconvenientes”. Foos anota haciendo uso de una singular tercera persona para referirse a él mismo: “…ella continúa practicándole una felación a su pareja, lamiéndole el pene por un lado y luego por otro, y de repente, cuando él empieza a correrse, se lo saca de la boca y entonces observa cómo el esperma del negro sale disparado hacia arriba, alcanzando una distancia de tres o cuatro palmos hacia la rejilla de observación. Al mismo tiempo, en el desván, el Voyeur también está teniendo un orgasmo, a una con el negro. El Voyeur expele un primer y fuerte espasmo de esperma justo hacia el conducto, que empieza a gotear hacia abajo, en dirección al pie de la cama. La mujer, todavía agarrada al borde la cama, ve rastros de esperma sobre la colcha. Entonces levanta la mirada y ve más esperma goteando de la rejilla, y le dice a su pareja: «…¡Tu corrida ha cruzado toda la cama y ha llegado al conducto de la calefacción!». La mujer se puso en pie sobre la cama y pasó un dedo por la rejilla, antes de llevárselo a la boca”, explica en una locuaz evidencia de “su participación”.
Información sensible
Aun así y más allá de lo que podría objetarse y cuestionar sobre los actos de Foos en El motel del voyeur, hubo uno de ellos que supera ampliamente las espiadas sexuales; en una de sus incursiones, el motelero fue testigo de un asesinato que nunca denunció, por temor a tener que delatar su lugar en los hechos y por un descuido impulsado por lo oculto de su práctica, lo que se transformó en una carga durante el resto de su vida, según deja entrever Foos cuando le responde a Talese por qué no había delatado el crimen. Desde ya, tal cuestión tiene un componente ético muy difícil de ubicar y pone a Foos en un lugar incómodo para el lector, minimizando cualquier otra de sus incursiones libidinosas, y por extensión también a Talese, quien jamás denunciará tal situación ya que tener esa información tan sensible y el afán por conservarla, seguramente fueron justificativo suficiente para el periodista. El motel del voyeur será publicado 36 años después de ese hecho, por lo que cualquier delito relacionado estaría prescripto.
El periodista y sus libros
Gay Talese viene de una familia con raíces italianas. Fue periodista en The New York Times hasta 1965 y escribió en The New Yorker, Time, Harper’s Magazine y en Esquire, que señaló un artículo suyo “Frank Sinatra está resfriado” como el mejor que había publicado. Algunos de sus libros hasta la fecha son: una recopilación de sus crónicas deportivas llamada El silencio del héroe; Honrarás a tu padre, un informe sobre la mafia que inspiró la serie Los Soprano; Los hijos, donde narra su historia familiar, y su autobiografía denominada Vida de escritor. El motel del voyeur es su último libro, y recibió comentarios como los siguientes: “Un magnífico reportaje de suspenso donde ambos, el voyeur y el periodista, parecen rondar el delito”, y “Un relato espeluznante y perturbador pero también una sórdida y absorbente muestra de la vida estadounidense”.