Nombre: Heriberto Vega. Edad: 58 años. Profesión: Ladrón. Lugar: Unidad Penitenciaria Nº 3. Los datos salen de la boca de un hombre que pasó la mitad de su vida preso con la añoranza de dar un gran golpe “para vivir como un bacán”. Su abultado prontuario acusa a un pesado del hampa local; sus zapatos lustrados a un señorito que supo sobreponerse con refinado lunfardo al dialecto tumbero o carcelario. Una sonrisa se posa en sus labios cuando dice que debería haber sido cantor de tangos, un sueño que acunó de pibe mientras pateaba las calles de Tablada y que acarició más tarde cuando fue la voz del estadio Central Córdoba o aquella noche que tarareó unos versos en el Viejo Almacén, el mítico bodegón porteño.
“Siempre traté de robarle al sistema. Nunca le robé a un laburante”, aclara Vega mientras enumera unos 20 atracos a bancos con palabras más cargadas de romanticismo que confesión. Es que las entradas y salidas a penales a lo largo de su vida lo convirtieron en testigo del detrimento de una “profesión” que supo ser de guapos y se diluyó con el flagelo de la droga.
“La droga es lo peor que hay. Porque ahora cualquier pibe es ladrón para drogarse. Se dan un sartenazo (cocaína), quieren otro y se la dan al primer laburante que pasa con el bolsito. Hay madres que están contentas de tener a sus hijos acá (presos) porque no tienen más problemas con los vecinos por el robo de una garrafa o un televisor. Antes era ladrón el que le gustaba la plata y la gente lo quería porque al barrio no lo tocaba, lo hacía respetar”, dice con nostalgia tras recordar: “Me acuerdo una situación que viví a los 12 años cuando entré a la panadería y me encontré con un barco de madera muy bonito, dije que me gustaba y me ofrecieron comprar una rifa porque estaban juntando plata para pagar la fianza de Juan. Fijate cómo cambió todo”.
Para Heriberto los presos de ahora “no se la aguantan y por eso toman psicofármacos, para no ver la realidad”. Por eso hay orgullo en sus palabras al afirmar que nunca se drogó; una de las recetas para “que no te coman el coco las rejas”.
Lo explica al repasar sus charlas con pibes más jóvenes del penal: “Le pregunto a los chicos para qué se tatúan. Yo no tengo una tinta, una marquita, no tengo nada. Porque si ganás una buena plata, pegás un buen golpe, vas a querer ir a los mejores lugares, no vas a querer estar en Ibiza (España) lleno de tinta, de cortes. Yo quiero ser un bacán. Yo robo para ser un bacán”. El solo pasar de un empleado penitenciario irrumpe la charla y transforma las soleadas playas de las islas baleares en una oscura postal cargada de humedad.
“La vida me ha tratado mal, con pérdidas de seres queridos. Mis padres fallecieron jóvenes y me mataron a dos hermanos. Uno era militante del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), tenía 22 años mi hermanito. Esa fue una historia muy triste, porque lo fusilaron en marzo del 79. Y eso no lo superé nunca. Al otro me lo matala Policíaen el 86 porque hacía lo mismo que yo. Y aunque no quieras creer todo eso hizo una revolución en mí. Pero la vida me compensó por otro lado con dos hijos hermosos. Uno me hizo abuelo este año y está por recibirse de arquitecto. El otro estudia derecho. Son dos personas maravillosas”, asegura.
“A veces le pregunto a mis hermanos, porque uno siempre busca testigos de su vida, quién era el que estaba llamado a triunfar en la familia, y me dicen que era yo. Y es verdad. Podría haber llegado a ser lo que se me antojara. Y no fui nada. A veces digo qué manera de dilapidar mi vida. Y aunque mi profesión me dio momentos buenos y viajé mucho, si volviera a nacer cambiaría totalmente mi vida”, confesó Heriberto.
La campana de la libertad
La primera vez que Heriberto Vega cayó preso fue hace casi 40 años, días después de un robo del cual se hizo cargo ante el juez, quien le preguntó qué había hecho con el dinero del botín. Vega, entonces apenas un muchacho, enumeró los regalos que había comprado a sus hermanos y la donación de una campana “toda de bronce, de maravilla” a su escuela de la infancia (Juan José Paso Nº 81 de Gaboto al 22 bis) porque se la habían robado. El juez, quien no le creyó, dijo que iría a preguntar si era verdad y que en tal caso lo dejaría libre. Pero Vega recuerda que “sintió más vergüenza que alegría” y que prefería “comerme una condena” a que un juez indague sobre el ex alumno que había donado una campana con dinero robado. Al final acordaron que averiguarían “con campana”: “A los diez días me dieron la libertad”.