Desde comienzos del siglo, América Latina es el escenario en el que se crea, expande y transforma una nutrida diversidad de intervenciones públicas y de organizaciones sociales que promueven el trabajo asociativo autogestionado como una estrategia socio-económica para resolver los problemas laborales de la población. A estas intervenciones estatales, así como a las iniciativas laborales, se las identifica como de economía solidaria, economía social, economía popular, economía comunal, y otras varias formas de denominación que dan cuenta de la heterogeneidad de este campo habitado por una multiplicidad de experiencias, instituciones y debates.
En particular, en Argentina se identifica como “economía social tradicional” a las cooperativas y mutuales surgidas a finales del siglo XIX, acompañadas por una fuerte impronta de organizaciones sindicales y sociales que buscaban defenderse o autonomizarse de la inseguridad de las condiciones de trabajo generadas por el capitalismo. En la década de 1970 se institucionalizaron y regularon ambas formas organizativas, y se crearon dos organismos nacionales encargados de su promoción, fiscalización y control; unificados en el año 2000 en el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (Inaes).
En la primera década del siglo XXI el ritmo de creación de las cooperativas, y específicamente las de trabajo, aumentó notablemente. Ya no se trató de iniciativas creadas para “complementar” las prestaciones y protecciones salariales a partir de los servicios de cooperativas de ahorro y crédito, de vivienda, de mutuales dedicadas a la cobertura de servicios de salud, asociaciones de fomento para el esparcimiento y la difusión de la cultura, etc., sino que fueron el resultado de la masiva expulsión del mercado de trabajo producida por las políticas implementadas en la década de los años noventa. Así, tanto las organizaciones territoriales y de desocupados como algunos incipientes programas sociales promovieron la conformación de cooperativas como un instrumento eficaz para la creación de empleo y el estímulo a la participación colectiva.
A ellas se sumaron nuevas formas de trabajo autogestionado que proliferaron luego de la crisis de 2001 y 2002 a partir de la conformación de emprendimientos individuales, familiares o asociativos, de redes de trueque, ferias y mercados; de la recuperación de empresas en quiebra por parte de sus trabajadores, entre otras iniciativas. En respuesta a estas estrategias de los trabajadores “sin salario” se implementaron diversos programas sociales que abordarían en el corto plazo las situaciones de las personas en condición de pobreza y falta de empleo que aparentaban ser transitorias.
Los ciclos de la Economía social
En una comparación histórica, se destaca que en el período comprendido entre 2003 y 2010, fueron creados en el país tantos organismos destinados a la promoción de estas nuevas expresiones de economía social y solidaria, como los que se fueron generando a lo largo de más de treinta años en el caso de la economía social tradicional. La explosión de la respuesta estatal, en un caso, y la gradualidad de las intervenciones en el otro, habla de diferentes problemas de época y también de diferentes intervenciones y estrategias desde el Estado y desde las organizaciones de la sociedad civil.
En los últimos treinta años del siglo XX, si bien el sistema capitalista ya mostraba sus grandes fisuras en la construcción de equidad e inclusión social a partir del trabajo, la condición salarial aún era predominante como estrategia de vida de los sectores populares, situación que se combinaba con el creciente reconocimiento y valoración política del cooperativismo y el mutualismo como organizaciones de la sociedad civil con capacidad para captar y auto-organizar ciertas demandas y necesidades no cubiertas por el salario (esparcimiento y cultura, ahorro y crédito, consumo colectivo, entre otros fines que motivaron la constitución de cooperativa y mutuales en nuestro país). El segundo período al que nos referimos, iniciado a partir de la crisis de 2001 y 2002 evoca, por el contrario, a otra situación signada por la incapacidad del mercado para incluir al conjunto de la fuerza de trabajo en las condiciones laborales y de ingreso anteriores al periodo de ajuste neoliberal de la década del noventa. Estas condiciones son las que se acentuaron en los últimos años, construyendo ya no estrategias de trabajo “transitorias” sino condiciones estructurales de vida para gran parte de la población.
Ahora, la Economía popular
En los últimos años la denominación economía popular ha adquirido fuerte presencia en el ámbito público, especialmente a partir de la conformación de la Confederación de los Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y de la aprobación de la Ley de “Emergencia social, alimentaria y de las organizaciones de la Economía Popular” en 2016, impulsada por ésta y otras organizaciones de trabajadores desocupados, informales o por cuenta propia. Esta norma inició una progresiva transformación de algunos programas nacionales en un Salario Social Complementario, programa de transferencia directa de recursos destinado a trabajadores desocupados, informales o por cuenta propia, a través de las organizaciones que impulsaron la norma.
Así, el programa Proyectos Productivos comunitarios, conocido como Salario Social Complementario, es uno de los 23 programas implementados por el gobierno nacional actual para promover y acompañar la economía social, solidaria, y específicamente la economía popular. Si bien se trata de intervenciones muy variadas, destinadas tanto a organizaciones asociativas como a las cooperativas, como a sujetos en condiciones de vulnerabilidad social, en líneas generales, en esta nueva “ola” de políticas e intervenciones del estado el emprendedurismo es presentado como “la” estrategia para resolver los problemas de ingresos de quienes quedaron excluidos del mercado de trabajo. Pero ya no se trata de emprendedores asociados u organizados colectivamente como lo proponían –y lo implementaban no sin conflictos y dificultades– los programas del ciclo anterior, sino de sujetos individuales que se espera logren ser éxitosos en los mercados prescindiendo de todo ámbito de organización colectiva y cooperación con otros. Esta trasmutación del sentido de la economía social, solidaria, popular, puede verse en la letra de programas como “Hacemos Futuro” del Ministerio de Salud y Desarrollo Social, o “Fondo Semilla”, del Ministerio de Producción y Trabajo.
Al mismo tiempo, la implementación de estos programas refleja muy bajos resultados en términos de proyectos productivos o sujetos alcanzados. Ello se debería, según el personal de planta consultado, a las permanentes interrupciones y cambios en los correspondientes circuitos administrativos. Así, la creación y modificación de áreas y reparticiones, y las numerosas renuncias y designaciones de funcionarios van coagulando un modelo de gestión altamente cambiante, y con menor presencia territorial del Estado nacional –especialmente en lo referido a las intervenciones para la agricultura familiar y las que dependían de las Gerencias de Empleo Local del anterior Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social–. En conjunto, la estructura del Estado nacional dedicada a este sector, creció de una manera diferente a la que habíamos conocido en los dos ciclos anteriores. Ya no se trata de un proceso de institucionalización gradual, ni de la explosión de organismos y programas en respuesta a las críticas condiciones de trabajo y de vida, sino de un crecimiento atrofiado de una parte de la Administración Pública Nacional y sus intervenciones, que crea nuevas unidades organizativas y programas aun obstruyendo o interrumpiendo procesos organizativos y estrategias de financiamiento de la población a la que se destina.
En relación a este punto, no podemos dejar de señalar la opacidad de la información brindada por los sitios webs de los organismos, que agrava una situación preexistente en Argentina, referida al deficiente acceso a información actualizada y, al mismo tiempo, a la publicación de datos confusos y a veces contradictorios. Estos hechos, lejos de incentivar la participación de los actores sociales involucrados, impulsan un manejo discrecional de las políticas y programas, que los reubican como receptores sin acceso real a la información pública, y mucho menos a los ámbitos de decisión y gestión.