Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Hace algunos años el cura de mi pueblo aprovechaba todas las ocasiones posibles para introducir en el sermón dominical alguna referencia sobre el Apocalipsis. Y en una elipsis incomprobable pero justificada por su autorizada voz, desde el púlpito enumeraba ciertos datos que, según él, avalaban la teoría de que “los últimos tiempos” ya estaban entre nosotros. Una de las cosas que más lo sacaban de quicio eran los códigos de barras. El párroco aseguraba que, en poco tiempo más servirían también para “domesticar” humanos, y que serían insertados debajo de la piel para que no haya forma de escapar al control de una especie de “Gran Hermano” inmanente que se ocuparía de dictar los pensamientos y gestionar los actos. “El Anticristo ha llegado, ya está entre nosotros”, aseveraba cada vez con mayor énfasis, generando terror y desasosiego entre las pocas parroquianas que, como mi madre, asistían a la misa dominical. El cura de mi pueblo ejercía su poder a través de un relato con trazas de verosimilitud, pero de difícil confirmación… Es decir, había logrado descifrar el ADN de una “fake new”.
Tan escasas de argumentos racionales pero igual de convincentes y destructivas, las teorías conspirativas de hoy vienen a cubrir el ansia de seguridad que hasta hace poco brindaban las religiones, y a proveer de certezas a este fortuito deambular llamado vida.
El virus que imprevistamente llegó para cambiar nuestra existencia, tan dañino e invisible, posee todas las características para abonar una o varias teorías conspirativas… y ellas no se hicieron esperar.
La más difundida es la que asegura que se trata de un arma biológica creada en un laboratorio chino. Quienes aseveran esto siguen la línea de Francis Boyle, un especialista en leyes internacionales de la Universidad de Illinois, quien asegura que “el coronavirus es un arma ofensiva de guerra biológica” y que “la Organización Mundial de Salud sabe perfectamente qué es lo que está pasando en Wuhan”. Otra versión del mismo tipo pero llevada a un nivel más popular indicaría que todo surgió debido a la desagradable (para los occidentales) costumbre asiática de comer sopa de murciélagos.
Del otro lado del ring, China, a través de un vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores llamado Zhao Lijian, afirmó en Twitter que “es posible que haya sido el Ejército estadounidense el que trajo la epidemia a Wuhan».
Luego de esto, la OMS salió a aclarar su postura y mediante su portavoz Fadela Chaib dijo que “el virus tuvo un origen animal sin sufrir manipulaciones genéticas”, y advirtió: “No sólo luchamos cada día contra la pandemia, sino también contra la infodemia”. Una vez más, la OMS debió precisar que el reservorio natural del virus SARS-CoV-2 eran los murciélagos y que de allí llegó a una especie “intermediaria” desde la que saltó al hombre.
Otra teoría ampliamente difundida indica que la aparición del coronavirus es un plan para reducir la población mundial, o que fue creado por Bill Gates. Esta última afirmación se basa en el video de una charla TED ofrecida en Vancouver, Canadá, donde el dueño de Microsoft vaticina que el próximo gran riesgo global sería una pandemia causada por un virus que se propagaría por todo el mundo, y contra el cual no estaríamos listos para luchar.
Mientras, en Gran Bretaña se difundió la insólita versión de que el Covid-19 fue creado para probar la tecnología 5G en celulares, lo que motivó reacciones en cadena como quema de antenas y destrucción de aparatos telefónicos. En el Reino Unido, los videos y fotos en los que los vecinos de las ciudades de Liverpool, Melling y Birmingham queman torres de 5G para frenar la propagación del coronavirus se hicieron (valga la expresión) virales.
Tan faltas de sustento como las causas aparecieron después las curas milagrosas. No usar dispositivos celulares, comer bananas, ajo, consumir aceite de orégano y bebidas calientes fueron algunos de los consejos que comenzaron a circular por las redes, muchos de ellos avalados por personajes más o menos conocidos. Y, como si todo esto fuera poco, hizo su aparición el inefable presidente estadounidense Donald Trump publicando en Twitter que una inyección de desinfectantes como el cloro, y la luz ultravioleta irradiada dentro del cuerpo podrían funcionar como tratamientos contra el Covid-19.
A partir de ésta y otras afirmaciones del mismo tenor, fue la propia red social quien salió a anunciar su compromiso para eliminar todos los tuits que contengan información vinculada al origen del coronavirus y las redes 5G, principalmente para evitar situaciones como las ocurridas en Reino Unido. “Hemos ampliado nuestra mirada sobre reclamos no verificados que inciten a las personas a participar en actividades dañinas, o podrían conducir a la destrucción y daño de la infraestructura crítica de 5G, o provocar pánico generalizado, disturbios sociales o desorden a gran escala”, comunicaron los responsables de la plataforma. Es decir, Twitter, al igual que otras redes sociales, decidió utilizar la censura como método disciplinario.
Mientras tanto, Byung Chun-Han, un filósofo contemporáneo radicado en Alemania, viene anunciando desde los inicios de la pandemia que esta situación mundial abre la puerta a la normalización de los mecanismos de control sobre los individuos. “En China, en la lucha contra el virus, las personas son vigiladas individualmente. Una aplicación le asigna a cada una un código QR que marca con colores su estado de salud. El color rojo indica una cuarentena de dos semanas. Solo pueden moverse libremente quienes puedan mostrar un código verde”, afirma el conocido ensayista surcoreano. Y Yuval Noah Harari, un famoso filósofo israelí, advierte que los sistemas de control implementados durante la pandemia representan una dramática transición de vigilancia “sobre la piel” a vigilancia “bajo la piel”.
Todos sabemos que el código QR vino a reemplazar al código de barras… ¿Será que de verdad veía el futuro el cura de mi pueblo?