La serie What we do in the Shadows (Lo que hacemos en las sombras), estrenada en el mes de abril, es una versión televisiva de la película homónima de 2015. En cierto modo, ya en aquella sátira, se perfilaba con solvencia un regreso a temas y formas bastante transitadas, difíciles incluso en apariencia de ser revitalizados desde nuevas perspectivas. Demasiados intentos infructuosos, tanto serios como satíricos, de repensar y de proponer otras aproximaciones sobre ciertos ejes desgastados en la repetición y el vaciamiento. Pero la película, a pesar de ese escollo, lo lograba con humor filoso y efectivo. Abordaba esos ejes con una mirada que, sino nueva, al menos estaba atravesada por una inventiva certera y delicadamente incorrecta que le daba nuevos aires. La serie, extendiendo la idea y trabajando sobre nuevos personajes, logra lo mismo, perdiendo tal vez cierta frescura pero manteniendo la mira bien alta. Lo que aborda, sobre lo que vuelve a riesgo de perderse en la repetición, es el tema de los vampiros y la forma siempre dudosa del falso documental. Básicamente, tanto la película como la serie se presentan como un falso documental sobre la vida de unos vampiros en el mundo moderno. Una suerte de reality que se acerca a las extrañas costumbres y a los pormenores de la vida diaria de unos monstruos ancestrales.
Frescura festiva
Sobre la temática de los vampiros, muchos son los intentos, cinematográficos y televisivos, de volver a ella desde perspectivas pretendidamente novedosas. Atrás queda, en el tiempo y en la calidad de la propuesta, el fenómeno adolescente de la pueril saga Crepúsculo. Un poco más destacable fueron, hace ya unos años, las tres primeras temporadas de la serie True Blood, que lograba insuflar nueva vida al universo vampírico poniendo en escena un mundo que se iba poblando de monstruos y criaturas fantásticas de todo tipo: vampiros, cambiaformas, hombres lobo, ménades, hadas, brujas; capítulo a capítulo la supuesta normalidad de la vida cotidiana se iba resquebrajando hasta iluminar la monstruosidad soterrada como regla. Allí, desde la curiosa premisa de la serie (los vampiros insertados en la sociedad contemporánea mediante la posibilidad de alimentarse de sangre sintética), se deplegaba una rabiosa y también humorística mirada sobre los secretos de un pueblo americano que salían a la luz tras elegir al chivo expiatorio (el vampiro recién llegado) para expiar todos sus males. Con el tiempo y las temporadas, la serie perdió el rumbo y se enroscó en una idea que ya no crecía hacia ningún lado. Queda también el siniestro romanticismo de Déjame entrar (la versión original, claro, sueca, y no su pobre remake norteamericana), tan tierna como perversa, tan emotiva como perturbadora, que ponía en jaque la noción de monstruosidad y que estallaba en mil aristas con un historia de amor desestabilizadora entre un niño y una niña que, en realidad, era no sólo varón, sino un varón anciano, un antiguo vampiro capaz de poner en tela de juicio las nociones de lo humano. En fin, no es mucho lo que se ha aportado al género en los últimos años. Mas atrás (mucho más atrás) quedaron versiones más sofisticadas y pretendidamente alegóricas como The adiction, de Abel Ferrara; Trouble every day, de Claire Denis, y la más cercana y fallida por pretenciosa Only lovers left alive, de Jim Jarmusch. Pero eso ya es otra historia. What we do in the Shadows vuelve al tema con una rabia satírica de vieja escuela, y allí encuentra una suerte de frescura festiva que no es un hecho menor entre tanto anquilosamiento.
Vidas rutinarias
La serie retoma la idea de la película con nuevos personajes. Se trata, básicamente, de unos documentalistas (nunca vistos ni oídos) que registran la vida cotidiana de una pequeña comunidad de vampiros que viven en los Estados Unidos contemporáneos. Es como un reality en el que nos acercamos a las minucias del cotidiano de estos personajes, observados por una cámara omnipresente y en algunos momentos entrevistados para ofrecer sus propias versiones de los hechos. El fundamento de toda la broma es ése, y, como en la película, funciona. Es decir, la base de todo el planteo es la presentación “documental” de estos vampiros, despojados brutalmente del aura mítica de los grandes relatos. Como en todo reality, la mirada se posa sobre las banalidades, sobre los hechos pequeños, sobre la intrascendencia de una vida sometida a la ritualización del fracaso rutinario. Es ahí donde se expone a estos vampiros, en los problemas que atraviesan y que deben sortear haciendo gala de una estupidez mundana y demasiado humana. Pero como en todo reality, el juego pasa por la propia puesta en escena que estos personajes tratan de hacer de sí mismos. Allí se ilumina el conflicto evidente entre el aura mítica, el carácter legendario que estas criaturas tratan de sostener frente a cámara y aquella mundanidad llana que constituye sus vidas. El aura y el mito que construyen o que tratan de sostener, parece sólo existir en los grandes relatos que sobre ellos se han narrado, porque nada de eso hay en sus vidas. Nada más alejado de sus realidades, nada hay en ellos de aura, nada de aquellos fascinantes vampiros aristocráticos ni de la envergadura sobrehumana de una raza oscura. Lo que logran exhibir en la espectacularzación de su intimidad es apenas la flaqueza de una vida rutinaria, tan al ras del suelo y tan próxima al fracaso de cualquier ser viviente que se vuelven un tanto queribles.
Miserable criatura
No es menor que la mirada sobre el vampirismo logre adquirir un tinte algo novedoso. Tampoco lo es que la ya agotadora forma del falso documental sea acorde a la propuesta y funcione con solvencia. Y menos la inusual inventiva del humor que se despliega a cada momento. Las constantes bromas son ácidas y efectivas. Sobran, de seguro, las alusiones burlonas a otras películas de vampiros, pero eso no hace mella a su vocación de sátira desbocada. Destacan, sin embargo, situaciones y personajes entre tanto humor cáustico. Guillermo, el sirviente humano del vampiro Nandor, un latino que sueña con ser convertido en vampiro por su amo y cuyo horizonte es Antonio Banderas en Entrevista con el vampiro. Collin Robinson, el gran hallazgo de la serie, un vampiro diurno, diferente a las otras criaturas de su comunidad. Robinson, oficinista gris, es un “vampiro emocional”, no se alimenta de sangre sino de la energía que extrae aburriendo hasta la extenuación a sus interlocutores. Y es de remarcar que este oficinista chato, monstruo más que habitual y reconocible, es el único monstruo autóctono. Los vampiros vienen de linajes aristocráticos de Europa del Este. Los hombres lobo (perros sucios a diferencia de los elegantes vampiros), que los hay, son afroamericanos o latinos. Gran broma sobre la monstruosidad representada históricamente por Hollywood. Los monstruos, históricamente, son criaturas exóticas (la momia, King Kong, Drácula, y un largo etc.), vienen desde afuera, siempre son “el otro” de la gran Norteamérica, la amenaza al orden de la sacrosanta democracia imperialista. Pero aquí está el gran Collin Robinson, miserable criatura, más monstruosa que todo monstruo, temida incluso por los estrambóticos y torpes vampiros que conviven con él: nada puede el gran mito romántico de la raza oscura contra el poder destructor de las miserias y los fracasos cotidianos del mundo contemporáneo.