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Crimen, codicia y venganza en la New York de fines del siglo XIX

Novela perturbadora e intensa, “Agujas doradas”, de Michael McDowell, narra la guerra sin cuartel entre dos clanes familiares liderados por un juez impiadoso y una matriarca despiadada en un escenario donde impera la serpiente del delito a la que el poder establecido quiere aplastarle la cabeza

Cuando se alcanzan las primeras 50 páginas de Agujas doradas, la novela de Michael McDowell que publicó La Bestia Equilátera con una precisa traducción de Teresa Arijón, se hace difícil no pensar en Pandillas de New York, el film de Martin Scorsese de 2002, sobre todo en la descripción de esos barrios bajos atiborrados de miseria, crimen y variopinta delincuencia de esa ciudad en los albores de la anteúltima década del siglo XIX. Algo de la sordidez de los tugurios donde puede apostarse, tener sexo con una prostituta o fumar una cargada onza de opio mientras algunos tílburis pasan raudos por las calles embarradas llevando representantes de las clases pudientes, remite al relato de enfrentamiento de pandilleros que pretendían organizar justamente el crimen un par de décadas antes, en 1860, donde el director italo-norteamericano sitúa su historia.

Hasta ahí la referencia porque en esta novela de McDowell, la confrontación, que la hay y encarnizada, será entre dos bandos pertenecientes a esferas sociales opuestas que han jurado destruirse y que, aunque cada una ostente distintos motivos, en el fondo no se trata de otra cosa que del mismo odio de clase que despliega la burguesía acomodada de un país en expansión hacia todo aquello que impida el asentamiento de su poder, y la consiguiente reacción de los sectores atacados, justamente aquellos que no tienen nada que perder.

Una oposición conflictiva que en la escritura de McDowell se pergeña como el nacimiento de una nación, ateniéndose al paisaje violento de aquellos tiempos con agudas observaciones desde donde el autor considera esas escenas tenebrosas y vitales, que aggiornadas se continúan hasta hoy. La “justicia” de los poderosos, su argucia para implementarla y su eficacia para el castigo son las bases del reino del juez Stallworth y su familia, que de a poco demuestran toda su disfuncionalidad institucionalizada, incluso más que la otra con la que habrán de enfrentarse, la de las mujeres Shanks, comandada por la suficiente Black Lena, diestra para sortear las adversidades con las que lidia en un ámbito donde el negocio espurio es el único modo de sobrevivir.

En pestilentes calles marginales y en vastísimas mansiones

También editada por La Bestia Equilátera, antes de Agujas doradas, los lectores argentinos conocieron Los elementales, otra fecunda novela de McDowell –quien fuera también guionista de las películas de Tim Burton Bettlejuice y El extraño mundo de Jack– publicada originalmente un año después. Allí el autor se desplazaba con imaginación por un relato de terror, con sabiduría y un manejo eficaz del género, colocándola entre las mejores de su especie –el mismo Stephen King la saludó con entusiasmo–, oscura y encantada por donde se la mire.

Pero en Agujas doradas la oscuridad es de otro orden. El elenco de personajes que puebla esta novela es notable. Perfectamente consumados en sus perfiles, por ellos pasan el poder despiadado y la muerte violenta. McDowell los hace jugar en ese cuadrilátero que es New York, los sitúa en las pestilentes calles marginales o en las vastísimas mansiones y les hace vender caro su desafío, tensionando el descalabro de sus tácticas hasta límites insospechables.

Preciosamente detallista, describe texturas, olores, psiquis, motivos y obsesiones –hasta con cierto aliento gótico, como diría María Negroni– para intensificar la intriga que envuelve a la ralea en su duelo permanente. Una arrebatada luchadora enamorada de otra mujer, dos niños hábiles en trasladar cadáveres, una experta en abortos, una seductora y adicta mestiza que vive de sus ricos amantes y la sagaz Lena conforman el bando al que los republicanos que lidera el juez Stallworth quieren borrar de la faz de New York y de paso poner en evidencia la inutilidad de los demócratas que la gobiernan. Del lado del juez, un nieto descarriado y su hermana parecen ser las voces atonales de un grupo que pugna por salvaguardar las encumbradas apariencias y obra con sentido de clase.

La venganza: un ímpetu para los métodos más crueles

La miseria y degradación del Triángulo Negro del crimen, como se conoce a la zona donde florecen atrocidades inconcebibles como asesinatos sorpresa a la vuelta de la esquina para robar hasta la ropa de la víctima, es el escenario donde la guerra moralista cobra su mayor iniquidad.

En el relato de McDowell la criminalidad no es la antítesis de la cruzada sanadora del clan Stallworth, sino la consecuencia de un sistema donde esos delitos son necesarios para abastecer los bolsillos de los “guardianes del orden democrático”, toda vez que las corruptas estructuras policíacas y políticas tienen la excusa perfecta para su existencia.

En Agujas doradas la venganza, preanunciada en el epígrafe de la novela, motiva el ímpetu que dispone no solo los crueles métodos empleados para la guerra sin cuartel sino las intenciones, como cuando los cruzados de la moral protestante enuncian livianamente que para acabar con el vicio de los barrios pervertidos hay que quemar las casas con la gente adentro, al igual que habría que hacer con los internos de la cárcel de Blackwell, donde Black Lena pasó una temporada.

La provocación y el crimen, cuestiones demasiado humanas

Así las cosas, la novela tiene un ritmo vertiginoso incluso cuando en un capítulo el autor guía al lector por entre las sombras de los cubículos de un fumadero de opio y se detiene en la preparación de la sustancia y en advertir que allí rige un estricto código de honor donde no se le quitan ni las medias a quienes vuelan en plácidos sueños. La atractiva mestiza Maggie busca allí otra “aguja dorada” (denominada yen hock), la filosa lámina de acero donde preparaba su dosis para llenar la pipa, pues la suya quedó enterrada entre las costillas de uno de sus amantes cuando su marido escapó de la cárcel y llegó sin avisar.

También novela algo salvaje –ya desde el perfil de ambos jefes de los clanes familiares: el juez y la implacable Black Lena– y, a su modo, voluptuosa, Agujas doradas cifra la fatalidad en lo profundamente humano con sus escanciadas dosis de opresión y odio.

Aquí hay una parte elemental de la constitución de hombres y mujeres, parece decir McDowell: el desafío y la provocación, la fraternidad y el crimen, cuestiones que en Agujas doradas tienen un aceitado desarrollo dramático y son señaladas como las aristas de ese perturbador mundo neoyorkino, o, si se parafrasea, de todo el mundo.

Perturbadora y espléndida en su diseño, Agujas doradas sujeta al lector hasta la última página y sitúa a Michael McDowell como un experimentado narrador que posa el ojo desnudo sobre lo destructivo de la codicia, una pasión tremendamente humana.

La data

Michael McDowell nació en Alabama en 1950. Estudió literatura inglesa y norteamericana en Harvard y en la Universidad Brandeis. Se afanó en ser un escritor popular y de alguna manera sus libros llegaron a buena cantidad de lectores pero luego fueron los más especializados y atentos quienes lo siguieron. Fiel a la escritura con estructuras definidas fue el autor de varios guiones como los de la serie Cuentos de la cripta, que tuvo 7 temporadas y 93 episodios. Escribió también los guiones para un par de películas de Tim Burton y adaptó un cuento de Ray Bradbury para el mismo director. Su narrativa suele estar asociada al terror gótico pero sus novelas reflejan los descalabros a los que conducen las pasiones humanas con un estilo único y sobrecogedor. Murió en 1999 de una enfermedad asociada al HIV.

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