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Crimen y traición, motores del imperio norteamericano

Martin Scorsese vuelve con una saga mafiosa a su medida donde cuenta 40 años de historia política y social de su país y señala el rol que tuvo cierto sindicalismo en la acumulación de capital en la figura del líder camionero Jimmy Hoffa, cuyo crimen fue un secreto bien guardado durante mucho tiempo

Érase otra vez en América

Apenas poco después de la maravillosa Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story (documental sobre una de las giras más brillantes de Bob Dylan), uno de los pocos directores que han podido mantenerse a flote eludiendo el vampírico sistema de producción de la industria norteamericana que, con toda coherencia, sólo encumbra el cine que responde a sus intenciones, Martin Scorsese,  vuelve por sus fueros con un obra muy cara a cómo este realizador entiende su lugar en el cine.

Es decir, su rol de singular historiador de ciertas particularidades que cimentaron buena parte de la “grandeza” estadounidense, sobre todo en lo que atañe a los clanes mafiosos y su vinculación con las clases políticas dirigentes y sus matufias para cimentar sus fortunas para que la (re) presión ejercida sobre los oponentes se vuelva más sutil e incuestionable.

Sutil en cuanto al rebote en términos de aplicación de la ley porque en realidad se tornaban cada vez más brutales y sangrientas. La mafia, las administraciones demócratas o republicanas, el poder sindical, la traición, la deslealtad, la psicopatía familiar, los códigos y su ruptura, todo eso pone a funcionar Scorsese en El irlandés, que, fiel dictado de estos tiempos, puede verse por Nétflix además de haber tenido un tibio estreno en algunas salas del país.

Los rumores, algunos con importante ascendencia, dicen que Marty –como lo conocen en Hollywood– tenía atravesada la historia de Jimmy Hoffa: la construcción de su imperio, sus relaciones con los clanes mafiosos y políticos y su posterior e inescrutable homicidio desde hace por lo menos 20 años; incluso que resignó incluir algunos fragmentos del poderío del secretario general del gremio Camioneros en Buenos muchachos y Casino, que aluden a situaciones donde Hoffa podría haber aparecido.

Y que en más de una oportunidad, Scorsese ofreció un posible guion a ciertos estudios que no derivaron en nada. Finalmente, el director de Taxi driver se recostó en la siempre ávida plataforma de contenidos y dio lugar a su acariciado proyecto.

Un relato clásico

El irlandés es un dechado de las herramientas de Scorsese más recurrentes y clásicas –al menos en las ficciones–, y en la que la vertiginosidad con la que a veces coquetea para dar cuenta de cinco años, en apenas cinco minutos, está algo más sofrenada.

Scorsese vuelve entonces a contar otra historia de mafiosos sin redención –¿será a esta altura la de su propio país?– en épocas que él conoce bien, los últimos cuarenta años, apoyándose en un libro escrito por el ex fiscal Charles Brandt sobre el “caso Hoffa” que fue best-seller en 2004, y se llamó I Heard You Paint Houses (Escuché que pintas casas, en castellano) y que Steven Zaillian, con quien ya había trabajado en Pandillas de New York, transformó en guion.

El irlandés tiene mucho anclaje con situaciones y hechos concretos, sobre todo en los años 60 y 70 –administraciones de Kennedy y Nixon incluidas–, indagados en sus pormenores porque en su mayoría, ligado de una u otra manera, surgía la figura de Hoffa. Para toda la primera parte de sus 210 minutos de duración, Scorsese se vale de sus brillantes coreografías fílmicas en donde sus personajes conspiran, comen y mueren, con el acento puesto justamente en aquellos componentes que dan su precisa catadura a cada uno.

El cotizado Rodrigo Prieto en la fotografía –trabajó con él en El lobo de Walt Street y fue fotógrafo de Alejandro González Iñarritu en varios de sus títulos, pero también de Almodóvar y Oliver Stone– logró una encendida performance visual y la legendaria Thelma Schoonmaker –editora de casi toda su obra– le otorgó el vuelo acostumbrado a la concatenación de secuencias para que todo esté tan claro en ese andamiaje que no haga falta volver atrás.

Usó también música también maravillosa donde se escucha blues de Muddy Waters, rock de Van Morrison con Robbie Robertson –líder de The Band admirado por Scorsese desde siempre y su amigo desde que filmó el concierto de despedida de la banda en 1978, que tituló El último vals–, mambos de Pérez Prado, y R&B de Fats Domino, protagonistas de cada pasaje donde suenan y rasgo complementario para un relato pensado en su forma más clásica.

Porque El irlandés recluta desde actores hasta recursos que son marca identitaria del cine de Scorsese, a la que fue dando forma cuando eligió contar las sagas mafiosas a partir de su inicial Calles peligrosas en 1973.

Allí están el dúo dinámico de Robert De Niro y Joe Pesci, también Harvey Keitel –en un papel menor– y otros conocidos “italianos o irlandeses” con menos relieve, a los que suma a Al Pacino como el inefable Hoffa.

Perfecta máquina de ejecutar

Frank Sheeran es en El irlandés un veterano de infantería que participó en la Segunda Guerra y en la invasión a Sicilia y en la famosa batalla de Anzio. Trabaja de camionero y en ese ínterin, el mafioso Russell Buffalino lo tienta con algunas propuestas que harán que los bolsillos de Sheeran contengan más billetes que los habituales.

Se trata de robos de la misma mercadería que transporta, carne, y como el irlandés demuestra eficacia y mudez a modos iguales para cada tarea, poco a poco Buffalino y su socio Bruno entienden que puede encargarse de otros asuntos que a veces se interponen en los negocios. Sheeran es el tipo ideal para cumplir mandatos: pocas palabras, gesto adusto, oído atento.

Todo eso lo aprendió durante la guerra, es decir, se convirtió en un perfecta máquina de ejecutar las órdenes que, por lo que muestra Scorsese en oportuno flashback, no se trataba de otra cosa que liquidar nazis desarmados antes de hacerles cavar su propia fosa, o sea, nada menos, que un breve vistazo a cómo preparaba la institución ejército a sus hombres.

Como no podía ser de otra manera, El irlandés está narrado en primera persona y Scorsese vuelve a solazarse con una memoria inquieta que surte de momentos, recuerdos, nostalgias, situaciones límites, todo aquello que da sustancia a la historia y que fluye como un dinámico puzzle donde esos acontecimientos se acomodan  gracias a la mencionada montajista Schoonmaker, que otorga un ritmo que nada tiene que envidiar a la banda incidental del film.

Mientras, Sheeran es un ejecutor frío y despiadado que arroja al río las armas de sus matanzas como un ejercicio lúdico y los asuntos de Estado, en sus relieves más trascendentes, se suceden sin prisa y sin pausa.

Allí están John F. Kennedy en su asunción y el affaire de la crisis de los misiles en Bahía Cochinos; su hermano, el fiscal Bobby Kennedy intentando encarcelar Hoffa y a otros de su calaña, los transeros republicanos a los que nada les cuesta agarrar dinero sucio para sus campañas, para dar el contexto político de los tiempos que se cuentan.

Ficción política

Es todo este magma lo que enriquece a El irlandés, la agudización de las instancias con que Scorsese sustenta esta historia, y aunque ya lo hizo en Buenos muchachos y Casino, sobre todo, con las relaciones entre las bandas mafiosas y los políticos, ahora abunda en los detalles que integran otros jugadores, como cierto tipo de sindicalistas convertidos en actores decisivos para la construcción de un poder de varias cabezas y un solo objetivo: dominar el país y el mundo.

Relaciones ideológicas basadas puramente en un empirismo sin límites, con ambición y soberbia como sus ingredientes exclusivos. Muchas escenas donde parece hablarse de banalidades dan cuenta de estos lados oscuros de la rueda de poder norteamericana, como cuando el apoyo de la mafia al gobierno de John Kennedy tenía como misión primordial voltear a Fidel Castro para que sus integrantes vuelvan a recuperar sus casinos que tan bien Batista albergaba en la isla.

Es dado entonces señalar de que en El irlandés se ejerce notablemente la ficción política –con muchos nombres propios incluso– donde el acento se pone –una vez más en la obra scorsesiana si se piensa tan solo en Buenos muchachosLos infiltrados  en la traición, motor de las grandes tragedias y posiblemente del devenir de este mundo –en ocasiones hasta por los votos, al elegir un gobierno que entregará la soberanía a un poder extranjero– y que aquí toma ribetes casi hamletianos cuando Frank Sheeran, después de compartir secretos varios y hasta habitación con el que parece haberse convertido en su confidente y amigo, olvida esos aspectos y cumple la orden del que eligió como su jefe, como el buen soldado que ha sido siempre.

Memoria de asesino

Pese a que el uso de la técnica “de-aging” –que comanda un argentino llamado Pablo Helman– para rejuvenecer los rostros de los actores –los principales son casi todos septuagenarios– hace un poco de ruido por lo hieráticos que vuelve a ciertos gestos faciales, y las primeras dos horas el film no ofrecen novedades de estilo, es en la última parte de El irlandés donde está lo más interesante del relato.

El ritmo es más sosegado –aunque siga salpicando sangre– y Scorsese se detiene en las tribulaciones de Sheeran para cometer “ese” hecho y en la relación con sus hijas tiempo después, que no soportarán el horror de haber tenido un padre que eligió el crimen como modo de vida e intente el perdón con absurdas justificaciones.

Y, claro, en la decadencia física del otrora camionero, con todos los recuerdos batiendo parches en su memoria de asesino.

 

 

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