Por Elisa Bearzotti / Especial para El Ciudadano
Es cierto, la cuarentena nos cambió la vida. La rutina está alterada, los días se volvieron demasiado largos, el retiro se hizo obligado y debimos habituarnos a las pausas y la ausencia de presiones. Durante estos tiempos de “aislamiento social obligatorio” es necesario inventar horarios sin premura y recuperar el permiso de aburrirnos, de crear, de ser otros.
Muchos fuimos a la búsqueda de viejos ritos, desempolvamos cajones y recuperamos colores que creíamos perdidos. Otros van comprendiendo que desarrollar las tareas laborales desde la casa es tan eficiente y mucho más placentero que ir a la oficina (y personalmente creo que esta experiencia provocará un impulso definitivo a las formas de teletrabajo); otros reavivan el amor por la cocina gracias a la cantidad de videos que circulan proponiendo comidas sencillas con ingredientes “que siempre hay en la alacena” y, para disminuir la sensación de culpa al mismo tiempo deciden que es momento de ponerse en forma haciendo ejercicios a través de la web.
Sí, el tiempo es otro en el encierro obligado: incentiva acuerdos o define interrupciones, cultiva dosis de paciencia para estar con los niños o sepulta definitivamente el deseo de seguir procreando, renueva contratos o los cancela para siempre, potencia iniciativas dormidas, apura decisiones “para cuando termine la cuarentena” y, por sobre todas las cosas, obliga a llevarse bien con uno mismo, a repensarnos y aceptarnos en el ejercicio misericordioso de nuestra propia peculiaridad.
Claro que todo esto es posible siempre y cuando se cuente con un espacio propio, pequeño o grande pero propio, que no requiera ser compartido con demasiadas personas, o al menos que tenga algún cuarto, rincón o balcón que sirva para el necesario momento introspectivo o simplemente descansar de la constante presencia del prójimo.
¿Pero qué pasa cuando el hacinamiento es el estilo habitual, y la vida en compañía es una necesidad más que una elección? ¿Qué pasa cuándo se comparte entre varios una vivienda precaria de un solo cuarto, o cuando el departamento es demasiado pequeño para una familia numerosa? ¿Qué pasa si la cuarentena se impuso justo cuando ya la convivencia se había transformado en tortura y finalmente se había decidido dar vuelta la página? ¿Qué pasa en los casos en que la vivienda es poco más que un espacio para pernoctar, como la habitación de un hotel o el cuarto prestado “temporariamente” en la casa de un amigo, el cuñado, el hermano o los padres? ¿Qué pasa cuando el encierro es sólo un nuevo paso en la deriva psicológica que lleva al desarme continuado, un “cuesta abajo” que parece nunca detenerse?
Para sostener algunas de estas situaciones, en estos días se han multiplicado las iniciativas. Un ejemplo es la Red de Empatía Global que, a través del lema “no estás sol@ en este mundo” recluta a voluntarios para ponerse al servicio de personas solitarias o que necesiten acompañamiento psicológico. A través del link http://Voluntarios.aquiestoy.live es posible inscribirse como “voluntari@ de la empatía” y acompañar aquellos casos que requieren de una escucha efectiva. La web de la organización informa que ya hay más de 4000 inscriptos y que no se precisa ninguna plataforma especial, simplemente se realiza el contacto a través del sitio que es 100% gratuito.
Pero volviendo al aspecto habitacional, se hace forzoso reconocer que en América latina existen problemas coyunturales de difícil solución. En la Argentina, según datos actualizados del Indec, hay 2.000.000 de personas que viven en “hogares con hacinamiento crítico, dónde comparten el cuarto 3 o más”. Por otra parte, hay 1.800.000 hogares (6.000.000 de personas) que no cuentan con saneamiento adecuado, es decir que no poseen baño, o lo tienen fuera del terreno, o lo comparten con otros hogares, o bien el desagüe no está conectado a la red pública (cloaca) ni tampoco a cámara séptica. Por último, casi 3.000.000 de personas habita una vivienda que se encuentra cerca de basurales.
En las “villas” argentinas, las “favelas” brasileñas, los “barrios de chabola” peruanos, las “ranchadas”, “callampadas”, “barracones”, “pueblos jóvenes”, “cantegriles” y un largo etcétera que hace referencia a las versiones nacionales de los barrios marginales en América latina, el distanciamiento social es una utopía. Apretados, desprovistos de elementos para realizar una higiene adecuada (el agua allí es un bien escaso), y sin los medios de subsistencia que les permiten diariamente proveerse de lo básico, la vida de los más desposeídos está más difícil que nunca.
Es cierto, el tiempo es otro durante la cuarentena, aunque para algunos siempre es de noche.