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Cuando el Islam fue Revolución

El 1° de febrero de 1979 el ayatolá Jomeini regresó triunfal a Irán y fundó un Estado teocrático.

El jueves 1º de febrero de 1979 una multitud recibió en Teherán a un famoso líder religioso de los musulmanes chiítas que volvía del exilio después de 15 años. En medio del fervor de sus fieles, el anciano ayatolá Ruholla Jomeini regresaba a Irán, un par de semanas después de que el sha Mohammed Reza Pahlevi huyera del país jaqueado por una grave crisis social. En la antigua Persia había triunfado una singular revolución de base religiosa y nacía la República Islámica de Irán.

Reza Pahlevi había sido proclamado sha en 1941, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados forzaron la abdicación de su padre, Reza Kan Pahlevi, y se propuso como meta sacar a Irán de la época feudal. Con ese fin, y en lo que se conoció como la Revolución Blanca, encaró una modernización del país apoyada en las rentas del petróleo y en la ayuda de Estados Unidos. El sha redistribuyó la tierra, redujo el analfabetismo y disminuyó la represión tradicional que sufría la mujer iraní estableciendo, entre otras medidas, el sufragio femenino. Además, empleó los ingresos del petróleo para diversificar la industria y construir viviendas.

Sin embargo, las reformas “progresistas” encaradas por el sha no tuvieron los efectos anunciados y una gran parte de la población se empobreció cada vez más mientras la oligarquía campesina dominante aumentaba sus riquezas. Todo ello unido a un férreo control político y a un aumento de la represión que fue paralelo al aumento del descontento popular. Así, el régimen del sha aterrorizó a los iraníes con una policía secreta (la Savak) entrenada por la CIA, mientras desviaba grandes sumas de dinero para enriquecimiento ilícito.

Pero, por sobre todas las cosas, su campaña de occidentalización cultural ofendió a la poderosa casta religiosa musulmana chiíta –rama mayoritaria en Irán–, que había perdido buena parte de sus propiedades con la reforma agraria. El clero chiíta se convirtió así en el principal adversario de la monarquía y fogoneó el descontento popular fustigando los aspectos occidentalizantes del régimen.

En ese contexto, a partir de 1978 comenzaron a realizarse manifestaciones masivas de musulmanes fundamentalistas, izquierdistas y defensores de los derechos humanos que coincidían en pedir la renuncia del sha. Las protestas estaban organizadas desde la pequeña ciudad francesa de Neauphle le Château, a unos 70 kilómetros de París, por el ayatolá Jomeini, exiliado de Irán desde 1964.

El alzamiento continuó aumentando en número e intensidad hasta el año siguiente, obligando finalmente al sha y a su familia a huir de Irán, el 16 de enero de 1979, en lo que el gobierno de Teherán denominó eufemísticamente como unas “vacaciones”.

Dos semanas después, el 1º de febrero del 79, fecha de la que esta semana se cumplieron 38 años, el octogenario ayatolá –título en la escala jerárquica chiíta que, literalmente, se traduce como “el signo de Dios”– Jomeini regresó a Irán y formó un gobierno provisional. En abril de ese año, se desarrollaron unas elecciones fraudulentas que fueron biocoteadas por los partidos del laicismo. Diez meses después, Jomeini decretó una nueva constitución que creó la República Islámica de Irán y lo nombró a él como gobernante político y religioso de por vida.

El nuevo régimen ejecutó a cientos de funcionarios del sha y combatió a los izquierdistas y a las minorías que se le oponían. Bajo el dominio de Jomeini se prohibió la música laica, se obligó a las mujeres a llevar la cabeza cubierta y la blasfemia se convirtió en un delito capital.

A las ejecuciones en masa, se sumó la fatwa –condena a muerte– contra el escritor británico de origen indio Salman Rushdie por las “herejías” de su novela Versos Satánicos. Y también los atentados políticos, como el asesinato de Shapur Bajtiar, un antiguo opositor del sha y ex primer ministro, al que degollaron y cortaron las manos en su casa de París en 1991.

Sin embargo, la ira más encendida del régimen fundamentalista fue reservada para Estados Unidos, bautizado por Jomeini como “el Gran Satán”, la superpotencia que había sido durante décadas el principal aliado y sostenedor del sha. A fines de octubre de 1979, cuando el monarca derrocado se trasladó a Estados Unidos para tratarse de un cáncer, millones de iraníes se manifestaron pidiendo su extradición.

El 4 de noviembre de 1979 un grupo de estudiantes –entre los que se encontraba el que luego sería presidente iraní Mahmud Ahmadinejad– asaltó la embajada estadounidense en Teherán y capturó a sus 66 ocupantes. Aquellos rehenes que no eran estadounidenses, los negros y la mayoría de las mujeres fueron liberados enseguida, pero 52 personas fueron retenidas durante 444 días, a pesar de la muerte del sha, el 27 de julio de 1980 en El Cairo.

La crisis de los rehenes provocó la expulsión de moderados de los altos cargos del gobierno de Jomeini, la derrota electoral del presidente demócrata estadounidense Jimmy Carter –quien intentó en vano ser reelecto– y, con la victoria del republicano Ronald Reagan y su llegada a la Casa Blanca, el inicio de una nueva era en la política norteamericana.

También durante el régimen de Jomeini, Irán se enfrentó en una sangrienta guerra con su vecino Irak, país en el que el ayatolá se había exiliado en 1964 –instalándose en la ciudad santa chiíta de Najaf– pero del que fue expulsado por el gobierno de Saddam Hussein a mediados de 1978, ante el temor de que su doctrina provocara revueltas en Irak, tal y como había ocurrido en Irán.

La guerra Irán-Irak estalló por un doble y shakespeariano equívoco: el régimen del ayatolá Jomeini estaba convencido de que una “prueba de fuerza” con Bagdad provocaría el alzamiento en armas de la población chiíta iraquí –más del 60% de los habitantes– fieles al llamamiento de la revolución integrista islámica piloteada desde Teherán, sepultando al presidente iraquí Saddam Hussein y a su partido Baaz, de orientación laica y nacionalista. El gobernante iraquí, a su vez, respondió con una blitzkrieg tan ambiciosa como contundente, seguro de que el frente interno iraní, debilitado por la resistencia contra Jomeini y por la crisis económica, se desmoronaría como un castillo de naipes.

Pero nada de eso ocurrió: la sangrienta guerra se prolongó durante ocho largos años (1980-1988) y terminó sin que ninguno de los dos países pudiese cantar victoria. La contienda se saldó con un millón de muertos (el 60% de ellos iraníes), aunque hay fuentes que duplican esa cifra, y casi dos millones de heridos, además de incalculables gastos materiales, que dejaron la economía de ambos Estados combatientes en una situación muy precaria. Jomeini afirmó que aceptar la paz había sido para él como tomar un trago de veneno.

Finalmente, el hombre de la barba blanca y el turbante negro –cuyo nombre, Ruhollah, significa “espíritu o soplo de Alá”– murió el 4 de junio de 1989, dejando como legado un proceso que permitió por primera vez en el siglo XX el acceso al poder político y estatal por medio de una revolución a un movimiento político de masas que tuvo al Islam como bandera política.

El Sha cayó sin darse cuenta

“No me daba cuenta de lo que estaba pasando. Cuando me desperté, ya había perdido a mi pueblo”, admitió el sha de Irán Mohammed Reza Pahlevi tras su derrocamiento en febrero de 1979. En septiembre de ese año, desde su exilio en México, el monarca destronado publicó Mi gloria y mi caída, un libro donde repasó los logros, aciertos y errores de su gobierno. En esa obra, que salió de imprenta meses antes de la muerte de Reza Pahlevi, el ex gobernante sostuvo: “Hoy no hay en Irán ni Estado ni gobierno. Mi país está a punto de desintegrarse, pues es la proa de una contrarrevolución cuyo objetivo es aniquilar todo lo que nuestra Revolución Blanca edificó. Es espantoso para mí constatar que la nación marcha hacia el abismo”.

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