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Cuando la gente derrumbó el Muro de la vergüenza en Berlín

La noche del jueves 9 al viernes 10 de noviembre de 1989, miles de alemanes, de un lado y del otro de la mole de hormigón, comenzaron a derribar la barrera que dividía Berlín. Era el principio del fin de la “cortina de hierro”

La noche era fría y húmeda, pero estaba llamada a ser histórica y comenzó a calentarse al compás de los golpes de picos y mazas. El almanaque marcaba el paso del jueves 9 al viernes 10 de noviembre de 1989 cuando miles de ciudadanos alemanes, de uno y otro lado de la pared, comenzaron a derribar esa mole de hormigón que había empezado a levantarse 28 años antes: el Muro de Berlín. Era el principio del fin de aquello que Winston Churchill había bautizado como “la cortina de hierro”.

 

 

La pared, levantada por las autoridades de la República Democrática Alemana (RDA) para separar la capital de ese estado comunista, Berlín, de la zona oeste de la ciudad que estaba bajo control de la capitalista República Federal de Alemania (RFA), tenía una extensión de 168 kilómetros, empalizadas de una altura media de entre 3,40 y 4,20 metros, 44,50 kilómetros de valla metálica y medio kilómetro de fachadas de antiguas casas, 300 torres de vigilancia, 31 puestos de operaciones, 259 kilómetros de zona de patrullaje con perros y 20 búnkeres.

Todo había comenzado también una noche, la del sábado 12 al domingo 13 de agosto de 1961. Casi dos meses antes, Walter Ulbricht, el jefe de Estado de la Alemania Oriental, había dicho: “Nadie tiene la intención de construir un muro”. Aunque la génesis del Muro de la vergüenza se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando, sobre los escombros aún humeantes de lo que fue la barbarie nazi, los aliados vencedores se repartieron la capital del Tercer Reich y, en general, el mundo.

Y si bien el de Berlín no fue el primero ni, lamentablemente, el último de los “muros de la vergüenza” que a lo largo y a lo ancho del planeta distintos gobiernos han erigido y erigen como barreras de control o segregación de determinados grupos humanos, se convirtió en un ícono de la Guerra Fría y símbolo de la separación de Alemania tras el colapso del régimen nazi. Un vallado que causó la muerte de muchas personas que intentaron franquearlo en busca de libertad y de una vida mejor del otro lado. Sin embargo, no se conoce la cifra oficial de muertos. Para la Fiscalía de Berlín hubo 270 víctimas fatales, entre ellas 33 que perdieron la vida por la detonación de minas.

 

Alambres y ladrillos

La madrugada del 13 de agosto de 1961 un convoy militar avanzó por Berlín este. Al amanecer, los soldados ya habían colocado alambradas a lo largo de la ciudad, que separaban la zona comunista de la capitalista. Las alambradas pronto fueron reemplazadas por una serie de muros y vallas eléctricas, protegidas por hombres, perros y campos minados. Era una barrera (inicialmente de 48 kilómetros) que separaba los dos sectores en los que había quedado dividida Alemania. La metáfora de Churchill sobre la “cortina de hierro” se había hecho realidad.

El 22 de julio de 1961, tres semanas antes de la construcción del muro, el presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy había señalado: “Actualmente, la frontera de la libertad se encuentra en el Berlín dividido”.

El Muro de Berlín, denominado oficialmente por sus constructores de la socialista RDA como Muro de Protección Antifascista y levantado aparentemente para mantener afuera a “subversivos y saboteadores” que conspiraban para evitar la voluntad popular de construir un Estado socialista en Alemania del Este, en realidad fue diseñado para que los alemanes del este no huyeran. Desde 1949, unas 2.500.000 personas escaparon de las dificultades económicas de la zona comunista de Alemania, provocando falta de mano de obra y de obreros especializados y profesionales. Berlín oeste, una “isla de democracia y capitalismo” en medio de Alemania oriental, era la principal vía de escape.

A lo largo de los años, los soviéticos habían pedido periódicamente que todo Berlín fuera una “ciudad libre”, con la retirada de las tropas occidentales y soviéticas, pero las potencias occidentales se negaban por miedo a una ocupación comunista total. En junio de 1961, el líder soviético Nikita Kruschev amenazó con utilizar armamento nuclear si no se resolvía rápidamente la “cuestión de Berlín”.

Cuando la creciente tensión aceleró la salida de emigrantes ilegales –en julio desertaron 30.000 alemanes–, las autoridades comunistas decidieron detener el flujo por la fuerza. El muro fue la solución. A partir de entonces la entrada en el este estuvo sujeta a restricciones severas y fue prohibida la salida hacia el oeste.

A pesar de que muchos berlineses occidentales enfrentaron a los constructores del muro, fueron dispersados con gas lacrimógeno y chorros de agua. Estados Unidos envió soldados en un gesto simbólico y el temor a las represalias excluyó medidas más severas.

Se consideró un embargo contra Berlín este, pero los comunistas declararon que bloquearían Berlín oeste. Finalmente, los alemanes orientales rodearon todo Berlín oeste con una valla y torres de vigilancia. Las restricciones de entrada y salida para los occidentales se suavizaron en los años 80, pero el muro continuó intacto durante casi tres décadas.

 

Efecto dominó

Durante 1989 y alentados por las reformas de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética y por su renuncia a la competencia por el poder con Estados Unidos, los movimientos que apoyaban una economía basada en el mercado y una democracia pluralista derrocaron los regímenes comunistas de Europa central y oriental. Excepto en Rumania, donde la feroz Securitate –policía secreta de régimen– mató a más de siete mil personas antes de que los insurgentes lincharan al dictador Nicolae Ceausescu y a su mujer, los cambios no fueron cruentos.

La transformación empezó en Hungría, donde el Partido Comunista expulsó, en 1988, al que había sido su presidente durante tres décadas, János Kádár en medio de una grave crisis económica y un creciente descontento general. El gobierno del nuevo primer ministro, Miklós Németh, aprobó medidas cada vez más liberales y, en octubre de 1989, el partido se disolvió. Las elecciones de 1990 convirtieron en primer ministro al líder del Forum Democrático, de centroderecha, József Antall.

En Alemania oriental, en octubre de 1989, proliferaron las manifestaciones antigubernamentales. Mientras tanto, miles de ciudadanos se dirigían a la recién abierta frontera entre Hungría y Austria de camino a Alemania occidental, en busca de asilo en las embajadas de Alemania Federal en Praga y Varsovia. El Politburó sustituyó al presidente del partido, Erich Honecker, por otro miembro de línea dura, pero la modesta relajación de las restricciones sobre viajes que había concedido el régimen provocó su caída.

En noviembre de 1989, dos millones de alemanes orientales entraron en Berlín oeste y los guardias del muro no se movieron o se unieron a ellos cuando comenzaron a derribarlo. El comunista reformista Hans Modrow se convirtió en primer ministro y, en 1990, su partido perdió las primeras elecciones libres del país ante los cristiano-demócratas, cuyo líder, Lothar de Maizière, sustituyó a Modrow.

En abril de 1989, tras meses de intranquilidad y negociaciones, el gobierno de Polonia legalizó al sindicato Solidaridad. En junio se realizaron elecciones en las que Solidaridad obtuvo casi todos los escaños no reservados para los comunistas y sus aliados.

El secretario general del Partido Comunista, Wojciech Jaruzelski, nombró primer ministro al miembro de Solidaridad Tadeusz Mazowiecki. En diciembre de 1990, Lech Walesa, un obrero electricista en los astilleros de Gdansk y líder del sindicato Solidaridad, fue elegido presidente.

La Revolución de terciopelo de Checoslovaquia culminó con la elección del político, escritor y dramaturgo Václav Havel como presidente.

En Bulgaria, el presidente del Partido Comunista, Todor Zhivkov cayó en noviembre, lo que favoreció la realización de elecciones libres.

Ya era indiscutible: había nacido una nueva Europa. Sin embargo, lejos estuvo de decretarse “el fin de la historia”, como postuló el politólogo Francis Fukuyama. Las luchas contra las inequidades del sistema capitalista, las ideologías y las utopías aún gozan de buena salud.

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