Por Mauro Federico
“Miente, miente que algo queda”, es una de las tantas frases atribuidas a personajes que jamás las profirieron públicamente. El mito dice que este refrán de la posverdad le pertenece al tristemente célebre ministro de Propaganda del régimen nazi Joseph Goebbels, quien seguramente fue uno de sus más acérrimos ejecutores, pero no su autor intelectual. El concepto es tan antiguo como la mentira misma y pertenece a Medio de Larisa, un consejero de Alejandro Magno descripto por el célebre filósofo e historiador griego Plutarco como el caudillo del coro de aduladores del rey macedónico. El autor de Vidas paralelas puso en boca del cortesano chupamedias un pensamiento que queda resumido en estas palabras: “Sembrad confiadamente la calumnia, que mordieran con ella, diciéndoles que cuando la gente hubiera curado su llaga, siempre quedaría la cicatriz”. De allí proviene una expresión que el ilustre Voltaire allá por el siglo XVII incluyó en su obra De la dignidad y el desarrollo de la ciencia, donde escribió: “Como suele decirse de la calumnia: calumnien con audacia, siempre algo queda”.
Vivimos en tiempos donde la verdad no abunda y la multiplicación de noticias falsas genera una peligrosa relativización de lo que es cierto y lo que es falso, en medio de un bombardeo de datos incomprobables para el gran universo de consumidores que pululan por las redes sociales –escenario principal de las fakes news– cada día más desinformados, a pesar de la proliferación de mensajes. Una era en la que es más importante lo que cada uno de nosotros cree sobre la realidad, que la realidad misma. Esto ha promovido la proliferación de ghettos donde comparten espacios virtuales comunidades que piensan de un mismo modo y cuyo conjunto de ideas es alimentado por usinas de dudosa veracidad. Así, estos sujetos sociales van por el mundo pensando que están súper informados, cuando en realidad son objeto de una enorme manipulación noticiosa con claros objetivos distorsivos.
Más grave aún es que a este ring donde no se debaten ideas, ni investigaciones basadas en evidencia, sino rumores alimentados por operaciones, se sube la Justicia, que termina siendo funcional a las intenciones de los propaladores de datos.
Por ejemplo, un conjunto importante de la sociedad cree (creemos) que ha habido corrupción en la administración del Estado durante los últimos ¿40? ¿50? años. Y que esa trama presuntamente delictiva es transversal a los sucesivos gobiernos, independientemente de su ideología y también a la condición institucional, porque debería involucrar tanto al funcionario corrupto, como al empresario corruptor. ¿Quién no pensó alguna vez que “se la chorearon toda”? Sin embargo, es difícil hallar un juicio con condena firme que haya mantenido o mantenga aún a los responsables de quedarse con el dinero de todos detrás de las rejas. ¿Por qué? Porque en su gran mayoría esas acusaciones fueron formuladas en base a hipótesis en las que se forzaron pruebas, tanto materiales como testimoniales, con la sola finalidad de obtener el rédito político del procesamiento o la detención de algún “pez gordo”, construir la tapa de los diarios y alimentar la comidilla periodística.
¿Cuál es el efecto más pernicioso de esta práctica? La insostenibilidad de los procesos, que inexorablemente terminan con la falta de mérito o la absolución de los supuestos corruptos, terminan tendiendo un manto de impunidad sobre los presuntos delitos que se les imputan. ¿Y esto hace que desaparezca el delito? En algunos casos sí. Porque la construcción fue tan burda que hasta se inventó la existencia de un hecho delictivo para justificar. Pero en otros, es imposible determinarlo porque lamentablemente se han violentado todas las normas del debido proceso.
*¿Impunidad o justicia?
Los primeros diez días de gestión de Alberto Fernández tuvieron una intensidad acorde a la gravedad de la situación que su gobierno debió enfrentar una vez producida la sucesión presidencial. Claramente la prioridad –tal como se prometió durante la campaña- fue atender la crítica situación social de millones de familias que requieren de una asistencia inmediata, a un costo que el Estado está dispuesto a asumir mediante una reformulación de las normativas que distribuyen el ingreso. De allí devino el debate que finalizó con la aprobación este viernes de un megaproyecto que permitirá al Poder Ejecutivo contar con las herramientas necesarias para enfrentar el desafío de devolverle la dignidad y el trabajo a los argentinos y argentinas.
En la misma semana, el Presidente definió varios nombres que restaban de su staff gubernamental, entre ellos el de quien será la cabeza de la intervención a la siempre conflictiva Agencia Federal de Inteligencia (AFI). Afortunadamente Fernández disipó los rumores que vaticinaban la designación de dirigentes con poco expertise en la materia y mucha rosca política, inclinándose por una fiscal con buenos antecedentes y conocimiento de esta complejísima área: la doctora Cristina Caamaño.
Simultáneamente a estos debates y designaciones, distintos juzgados dispusieron la liberación o la morigeración de las condiciones de detención a varios exfuncionarios, dirigentes y empresarios que se encontraban privados de su libertad preventivamente por disposición de los jueces que llevaban adelante los respectivos procesos. Esto provocó efectos contrapuestos en la sociedad. Hubo quienes lo celebraron y otros que lo lamentaron. Lo ocurrido en la causa de Oil Combustibles, que derivó en la detención de los dos responsables del Grupo Indalo (Cristóbal López y Fabián De Sousa), es el botón de muestra más claro de lo que representa la manipulación judicial a partir de la difusión periodística de datos infundados, suministrados por operadores de un poder político que sólo aspiraba a quedarse con los bienes de los acusados de un delito que jamás cometieron.
Todo se inició con un artículo del periodista Hugo Alconada Mon publicado por La Nación en marzo de 2016, a partir del cual se desató una secuencia judicial que derivó en la acusación del fiscal Germán Pollicita y el posterior procesamiento del juez federal Julián Ercolini a ambos empresarios, a los que el sistema ya había estigmatizado tildándolos de “K”. A fines de diciembre de 2017, Ercolini procesó a López y De Sousa por defraudación al Estado y dispuso su detención, que duró hasta marzo de 2018 cuando los ex jueces de la Cámara Federal Jorge Ballestero y Eduardo Farah recaratularon la causa por evasión y ordenaron la excarcelación. Aquel fallo indignó al Gobierno y hasta el propio Mauricio Macri lo cuestionó públicamente.
El 27 de abril de 2018, en una decisión dividida, Casación dejó en pie el criterio de Ercolini y volvió a detenerlos. Los empresarios estuvieron presos hasta septiembre de este año, cuando otro juzgado determinó que las presuntas maniobras para vender la empresa nunca existieron y se dispuso la liberación de ambos. Entonces De Sousa denunció a Macri por asociación ilícita, al asegurar que buscaron meterlos presos y armarles causas judiciales para desapoderarlos de la empresa y callar la voz de sus medios. Sobre este derrotero lamentable sobrevuela el fantasma de operadores judiciales y mediáticos que –alimentados por usinas de los servicios de inteligencia- jalonaron el camino de elementos verosímiles para que la opinión pública manipulada creyera en la gravedad de las acusaciones y entendiera que el único destino que merecían estos “delincuentes” era la cárcel.
Los procesos judiciales tienen principios reguladores que limitan la discrecionalidad de los jueces. Esto debe traducirse en garantías que tienen las partes en el normal desenvolvimiento de un proceso. La norma procesal es una regla impuesta por el Poder Legislativo que debe ser cumplida a rajatabla. Y los jueces deben garantizar que esto ocurra. Parece de Perogrullo, pero un magistrado debe buscar la verdad y en pos de ello, debe hacer todo lo que esté a su alcance. Sin embargo, la suerte de cualquier causa está supeditada a los hechos, a la prueba ofrecida para dar cuenta del relato, y a la diligencia de las partes en la producción de la prueba ofrecida y ordenada.
Un jurista de porte que llegó a ocupar la presidencia de la Corte Suprema a comienzos de la recuperación democrática –Genaro Carrió- asegura en uno de sus escritos que “las sentencias judiciales deben ser consecuencia razonada y legítima de los hechos probados en el proceso a la luz de las normas jurídicas aplicables y vigentes”. Y esto nunca ocurrió, ni en esta causa, ni en tantas otras que muchos medios de comunicación se cansaron de presentar como escandalosas.
Fuente: puenteaereodigital.com