Por Alejandro Duchini (@aleduchini)
Este 11 de febrero se cumplieron veinte años de la muerte de Albeiro Usuriaga, tremendo delantero colombiano asesinado por un sicario motorizado: fueron doce balazos a quemarropa mientras jugaba a las cartas con amigos en la vereda, a metros de su casa, en el peligroso barrio 12 de octubre, en Cali, Colombia. Tenía 37 años y planeaba incorporarse al Greentown FC, de China, tal vez su último equipo antes de retirarse como futbolista profesional. Integró esa camada de colombianos como René Higuita, Carlos Valderrama, Freddy Rincón, Faustino Asprilla, Adolfo Valencia y Leonel Álvarez. Pero no pudo brillar en los mundiales. Donde sí brilló y la rompió fue en el Independiente de Miguel Brindisi multicampeón entre 1994 y 1995. Luis Islas, Diego Cagna, Perico Pérez, Gustavo López y Sebastián Rambert eran algunos de sus compañeros. La hinchada lo amaba y lo ama. Incluso una peña lleva su nombre.
El 15 de octubre de 1989 hizo el gol con el que Colombia le ganó a Israel en repechaje y se clasificó a un Mundial después de 28 años de ausencia. Así se metió en la historia del fútbol colombiano. Aquella selección fue el prolegómeno del brillante equipo de Francisco Maturana que brillaría en los 90. Pero Usuriaga no fue convocado al Mundial de Italia. Nunca se supo la razón. El técnico resumió en cuestiones deportivas. Aunque se dice que las razones fueron disciplinarias.
La historia de Usuriaga se ajusta a un país que vivía la violencia como algo habitual. Tan habitual como la resolución de conflictos a los tiros. Aún se versiona que lo mataron por una cuestión de faldas, o porque fue testigo de un crimen, o porque debía dinero. Y hasta se dice que se equivocaron de víctima. Lo cierto es que ese final era opción en el barrio 12 de Octubre, donde nació el 13 de junio de 1966.
En su barrio natal, hay una cancha de fútbol en la que Usuriaga solía jugar con amigos. El domingo anterior a su muerte había jugado con el Tren Valencia. El Palomo era el personaje famoso de esas calles. Tenía dinero y si le pedían, daba. También zapatillas, comida. “Generaba una cercanía que todos valoraban”, me contó hace un tiempo, desde Cali, el periodista César Polanía, uno de los autores del documental La jaula del Palomo. “Dicen que era como un niño y se comportaba como tal. Gastaba lo que tenía y les compraba cosas a los muchachos con que andaba. No conocía el valor del dinero. Lo obligaban a invertir para ahorrar, pero eso poco o nada le importaba”.
Luis Eduardo Suárez Prieto, conocido como El Soltero, fue condenado a 40 años de prisión por varios delitos. Entre ellos, el de haber participado en el asesinato del futbolista. Homicidio agravado, fabricación, tráfico y portación de armas de fuego y municiones, secuestros extorsivos e integrante de bandas sicariales como Los Molina, La Negra o La banda del flaco Jefferson. Se cree que hubo más implicados en el crimen de Usuriaga. Algunos no vivieron para contarlo y otros están presos. Se comenta que el autor de los disparos fue vengado unas horas después, mientras se realizaba el multitudinario velatorio para despedir al jugador.
Algunos de sus familiares le aconsejaban a Usuriaga que se vaya del barrio, que ya estaba en otro nivel, que debía cuidarse más. Pero El Palomo no quería irse. Incluso los hermanos Rodríguez Orejuela, dueños del América de Cali, donde jugó y fue figura en 1986 y entre 1991 y 1993, le dieron una casa en el exclusivo barrio Linqueño que Albeiro abandonó a los tres días de mudarse para volver a su vecindario.
Otra hermana suya, Carmen, que desde su casa escuchó los disparos, se quedó con la camisa (y los agujeros) que tenía al momento del ataque. En una entrevista que puede verse en la web, Miguel Brindisi, su DT en Independiente, se ríe al recordar que cuando llegó a Avellaneda, en el 94, Usuriaga pidió que le dieran un automóvil. El problema no fue que se lo dieran sino que no sabía manejar. A las dos cuadras lo chocó. Llevaba cadenas de oro y se lo solía ver por los locales de videojuegos de la Avenida Mitre, en Avellaneda, subido especialmente a uno que simulaba ser una moto. Álvaro Guerrero, ex gerente del América, cuenta que “andaba mucho con niños y se pensaba mal de él. Lo mandamos a un psicólogo y se detectó que clínicamente tenía una mentalidad de un adolescente de 15”.
Dicen que consumía drogas. De hecho, un doping le dio positivo durante su segunda etapa en Independiente. “Se demostró que Albeiro no era adicto sino consumidor social”, justificó Juan Carlos Vásquez, su manager y amigo.
Le correspondía una suspensión de dos años (hasta el 13 de agosto de 1999) por un positivo que, justifican, se originó en una fiesta antes de un partido contra San Lorenzo que se jugó el 6 agosto de 1997. Sus abogados Fernando Burlando y Pablo Malacalza lograron que se levante la sanción y volvió a Independiente ya con Ricardo Gareca como técnico.
No le faltaron fiestas ni mujeres ni coches. Una noche fue a comer con amigos al legendario Clo Clo, en Buenos Aires, y se encontró con el entonces presidente Carlos Menem, que invitó los gastos y se sacó la foto con Usuriaga.
Había debutado en el América de Cali en 1986 y desde entonces jugó en Deportes Tolima, Deportivo Cúcuta, Atlético Nacional, Málaga (España), volvió al América, luego Independiente, Necaxa (México), Barcelona (Ecuador), Santos (Brasil), otra vez al Rojo, después a los colombianos Millonarios y Atlético Bucaramanga, regresó a la Argentina para jugar en General Paz Juniors y All Boys, en el 2002 se incorporó al Sportivo Luqueño (Paraguay) y después al Carabobo (Venezuela). En ningún lado se lo idolatra como en Avellaneda. Fue el último gran ídolo del club, tal vez a la par de Gabriel Milito; o incluso más.
Usuriaga soñaba con ser tapa de El Gráfico y lo logró. También quería ser jugador de básquet, pero sus condiciones en el fútbol lo llevaron para ese lado.
Eliana Fernanda García, su primera mujer, fue asesinada en los 90. Con su segunda esposa, Yeimi Patricia Ocampo, fue padre de Leidy Dayana Usuriaga, quien tenía 7 años al momento del crimen. Tienen un buen pasar económico, heredado de El Palomo: propiedades, autos, motos y una colección de camisetas de los clubes en que jugó. Su hija estudió para auxiliar de vuelo. Las hermanas de Albeiro viven al día en el mismo barrio en el que lo asesinaron y a metros del mural en que lo dibujaron, de blanco y corriendo con la pelota. Sobreviven con pensiones estatales, alquilan una habitación de su casa a eventuales huéspedes y venden gaseosas y comidas.
Albeiro no era un tipo fácil para los periodistas. En una entrevista que le hice a su hermana Yolanda para escribir sobre un perfil de Usuriaga, me recordó que no sabían cómo encararlo: “No le gustaba que lo asediaran: ‘Palomo, ¿qué te pareció el partido? Palomo, ¿cómo fue tu gol?’. Había que entrarle por el lado de la música, del básquet, así después hablaba del fútbol. ‘Salgo de jugar y me preguntan siempre lo mismo: ¿Qué te pareció el gol?’, me decía. ¡Y qué le iba a parecer el gol!”. Entonces me acordé de que, hace muchos años, tras una práctica de Independiente en Avellaneda, varios periodistas de diarios y radios nos acercamos hacia esa torre que era El Palomo. “No voy a hablar”, nos soltó antes de que le preguntemos algo y mientras firmaba autógrafos. Insistimos pero no dijo nada. Alcanzó con su mirada. Una mirada que metía miedo. Nos dimos cuenta de que un intento más podía quebrar la tensa paz. A veces me pregunto cuál habrá sido la última mirada de El Palomo ante su asesino, que le disparaba desde la misma distancia con la que le quisimos disparar las preguntas de siempre.