“Hasta que venga un criollo, en esta tierra a mandar”. La frase, que en boca del Martín Fierro trasuntaría nostalgia, es plenamente aplicable a lo acontecido el 24 de noviembre de 1849 cuando, con toda solemnidad, se firmó en Buenos Aires el tratado de paz entre la joven Confederación Argentina, representada por el ministro de Relaciones Exteriores Felipe Arana, e Inglaterra, que envió para la ocasión a sir Henry Southern. Se ponía fin a una guerra de cuatro años que incluyó ataques a ciudades de la Confederación Argentina, muertos de ambos lados y un bloqueo naval sobre nuestros puertos efectivizado por medio de los buques ingleses y franceses.
El conflicto entre la Argentina y Francia e Inglaterra aliadas, vale decir: entre nuestras fuerzas y las dos principales potencias militares y económicas del momento, había comenzado en 1845 con el famoso combate de la Vuelta de Obligado, pero su finalización habrá de encontrar a las potencias agresoras divididas en cuanto a qué hacer ante el denominado “problema del Río de la Plata”.
En efecto, la prolongación del conflicto, cosa que no estaba en los planes de las potencias interventoras, sumado a las convulsiones sociales en sus propios países, especialmente durante 1848, habían modificado los planes que para el continente en general, y para el Río de la Plata en particular, se tejían en las cancillerías de ambos imperios coloniales.
Inglaterra optó por retirarse primero del conflicto, dejando a Francia en soledad. Envió para ello a varios diplomáticos que no lograron quitarle a Juan Manuel de Rosas, que tenía el manejo de las relaciones exteriores de todas las provincias, una sola concesión que menoscabara la soberanía nacional. El Restaurador, que demostró ser sumamente hábil a la hora de tratar con los negociadores de la principal potencia planetaria del momento, provocó incluso en más de una ocasión la exasperación de más de un flemático británico, poco acostumbrados a encontrar sudamericanos que con altivez defendieran sus propios intereses.
Soberanía real y efectiva
Finalmente, el costo económico que la presencia de su flota suponía al erario de Su Majestad británica desembocó en la firma del histórico acuerdo entre Arana y Southern. El júbilo en Buenos Aires, la Confederación, e incluso América, no podía ser mayor.
Por el artículo 1º Gran Bretaña se obligaba a evacuar la isla de Martín García, que ocupaba por la fuerza desde el inicio de la contienda, devolviendo los buques que se hallaran en su posesión, y previo saludo con 21 cañonazos en desagravio a la bandera argentina. Por otra parte, en la que acaso sea la cláusula más importante, el artículo 4º establecía que Inglaterra reconocía que la navegación por el río Paraná era una navegación interior de la Confederación Argentina, sujeta por lo tanto a sus leyes, lo mismo que la navegación por el río Uruguay, de reglamentación común entre argentinos y uruguayos. Era la aceptación de lo que la Argentina argumentaba desde años atrás. Que un río que fluye dentro del territorio de un país está necesariamente sometido a sus leyes soberanas, no pudiendo naves de otra banderas navegar libremente, sino sólo cumpliendo las leyes del país local. La posición argentina siempre fue clara: no nos opondríamos caprichosamente a que naves de otros países navegaran nuestros ríos; simplemente nos reservábamos el mismo derecho que esos países se reservaban para sí en cuanto a reglamentar la navegación.
Otro punto de conflicto que había llevado a la guerra era la cuestión de la Banda Oriental, que separada artificialmente de la Confederación constituía un país independiente desde 1830, aunque inmerso en una guerra civil. Los federales jamás se resignaron a la pérdida de esa provincia y, aliados con los federales orientales, que formaban el Partido Nacional o Blanco, apoyaban al presidente constitucional oriental Manuel Oribe. Las potencias invasoras, en cambio, sostenían militar y económicamente un fantasmagórico gobierno con jurisdicción sólo en la ciudad de Montevideo, dirigido por representantes de lo que sería luego el Partido Colorado. El tratado reconocía el derecho de la Argentina de solucionar sus diferendos con el gobierno uruguayo por vías pacíficas o bélicas, pero sin intervención de potencias extranjeras.
Sobre las bases de este acuerdo se firmaría pocos meses después, también en Buenos Aires, el tratado Arana-Lepredour, que pondría fin a la guerra contra Francia.
Ambas victorias diplomáticas no pueden permanecer en el olvido colectivo, tanto de nuestro pueblo como de nuestra dirigencia, ya que demuestran que cuando se trata de la defensa de los intereses nacionales y se conjuga decisión, coraje y astucia, pueblo y gobierno pueden incluso contra los más poderosos del planeta. Derrocado Rosas en 1852, desaparecerán del léxico de nuestros diplomáticos, con honrosas excepciones, palabras como soberanía y dignidad nacional. Sentimientos profundos que reverdecerían décadas más tarde, aunque de forma clandestina, en las estrofas del Martín Fierro.