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Cuando lo conocido es ley, lo inédito y creativo es libertad o cómo disputarle sentidos a la cárcel

La prisión, la privación de libertad, siempre son una pena. Y la pena pocas veces tiene un efecto positivo o bueno en las personas. Es un trabajo interno y personal muy grande el que hay que encarar para aprender de algo que lastima, que hiere, que produce pena.

Lic en Trabajo Social Paula Arce/ Colegio de Profesionales de Trabajo Social de la 2da circunscripción.

 

Hay una creencia de que la prisión está escindida de la vida social, que en ella se separa y se encierra -se excluye- a quienes deben purgar su culpa por cometer un acto tipificado como delito. Lo cierto es que en las últimas décadas, con la puesta en ejercicio de las políticas neoliberales, la cárcel es una institución asignada mayormente a quienes no tienen espacio en la vida laboral o de otros derechos como la educación, la salud, entre otros. Podemos decir que la cárcel es una de las instituciones que intenta ordenar a las sociedades en estamentos o clases, siendo en su mayoría reservada a los sectores más bajos o menos incluidos en el trabajo formal y a derechos tales como la educación y la atención de la salud, a las infancias y adolescencias cuidadas, etc., operando así como una solución punitiva de los problemas sociales.

En realidad, esa división entre lo que comúnmente se denomina el “adentro” y el “afuera” no es tan clara. Estos territorios que parecieran tan alejados ya no guardan una diferenciación tajante o una “pureza” en cuanto a su contenido cultural o relacional, sino que el barrio se hace presente en la prisión, y la cárcel convive en los barrios. Así, mucho de lo que somos como sociedad se ve reflejado en las cárceles, y a su vez miembros de nuestra sociedad se encuentran en estos lugares, reproduciendo los modos, lógicas, y hasta injusticias que somos como sociedad. Lo que existe en las cárceles también es producto de lo que somos como sociedad, lo que sucede en la cárcel es una producción social. Por lo que es necesario tener una nueva mirada sobre lo que sucede en ellas, y comprender que las intervenciones que se realicen en su interior surten sin dudas efectos en la vida social.

La prisión, la privación de libertad, siempre son una pena. Y la pena pocas veces tiene un efecto positivo o bueno en las personas. Es un trabajo interno y personal muy grande el que hay que encarar para aprender de algo que lastima, que hiere, que produce pena.

Este escrito es la expresión de una simple trabajadora social que lleva 11 (once) años interviniendo en las cárceles del sur de la provincia de Santa Fe, acompañando a personas privadas de su libertad mientras dura su pena de prisión.  Acompañar en la pena supone el reconocimiento de ele otre como persona, intentar conocer y comprender su trayectoria vital, sus condicionamientos, situar sus decisiones en relación a las oportunidades que ha tenido, tratar de entender sus errores y padecimientos; y supone también la posibilidad de promover el ejercicio de derechos más allá de la privación de la libertad, de acercar o facilitar el acceso a esos derechos que muchas veces no han sido realizables.  Acompañar en ese proceso no es nada fácil, sobre todo cuando las condiciones para ello no están dadas: escasez de recursos materiales y humanos, exiguos cupos para educación y trabajo, insuficiencia de espacios culturales o de educación no formal, acceso precario a la atención de la salud, etc. etc.

Además, en relación al trabajo profesional es moneda corriente la fuerte burocratización de la mayoría de las intervenciones, las numerosas demandas institucionales y requerimientos judiciales que no siempre provienen de o tienen en cuenta la voluntad e interés de les sujetes con les que trabajamos, el limitado reconocimiento/apoyo y el poco interés para realizar modificaciones que no son tan complejas, que pueden realizarse sin esfuerzos y que, sobre todo, redundarían en bienestar de todes quienes habitamos las cárceles -trabajadores y personas bajo custodia-.

Frente a esto, un grupo de profesionales que trabajan cotidianamente en la cárcel más populosa de la provincia -Unidad 11 de Piñero- se dio un proceso de trabajo durante los últimos 3 (tres) años, interrogándose por el sentido ético y político de su práctica. Entre algunas de las preguntas que aparecen en el repensar acerca de qué práctica es posible en un contexto así, se presenta el cómo disputarle sentidos a la cárcel, cómo generar condiciones de posibilidad y escenarios distintos para abordar el padecimiento subjetivo; cómo trabajar junto a las personas detenidas en el armado de algún proyecto que permita construir la idea de futuro, cuando las reglas y el contexto se caracterizan por mostrar un determinismo y un presente continuo e inmutable -“las cosas y las personas serán así siempre, no van a cambiar”-.

También fue un motor la necesidad propia del equipo interdisciplinario de encontrar/construir espacios que habiliten otra forma de encuentro de las personas detenidas entre sí, y a la vez imprimir en la agenda organizacional y en la dinámica cotidiana de la institución otro tipo de prácticas interventivas distintas de las que la institución propone/exige. Sobre estas preguntas prevaleció la idea de que es necesario “resistir en movimiento”, rechazando la invitación al inmovilismo y la burocratización propias de una institución como esta.

En esta búsqueda surgieron los talleres coordinados por profesionales del EARS (Equipo de Acompañamiento para la Reintegración Social); espacios donde hay movimiento, donde circulan desde objetos hasta palabras y sentires. Cabe aclarar que si bien existen otros espacios de taller coordinados por actores externos como varias organizaciones sociales y por la Universidad Nacional de Rosario, estos espacios llevados adelante por los equipos penitenciarios dan la posibilidad de moldear una nueva relación entre las profesionales y la población carcelaria; de allí la importancia de mostrar qué es lo que en ellos sucede, dando visilibilidad a lo intangible del Trabajo Social.

Éstos son considerados espacios que abonan a la creación de un momento dentro del tiempo de detención que se diferencia por una manera peculiar de estar en el mundo: no es sólo lo que se hace manualmente sino que, es lo que sucede en la interacción mientras “se hace”, lo que modificará la realidad aunque sea por un momento. Así, lo que sucede en el taller, los temas de los que se conversa, las formas de sociabilidad distintas de las vividas al interior de los pabellones, configuran otros sentidos distintos de los instituidos en el cotidiano carcelario.  Otra sociabilidad es posible de ser vivida entre quienes habitan la cárcel. Sociabilidad que tiene que ver con posibilidad de otras prácticas, otras formas de relacionarse, otra forma de “estar”. Incluso el aprendizaje de otros modos de solucionar e integrar las diferencias, tensiones y conflictos que se presenten como parte de esas vivencias, que no sea a través de la violencia o que no generen resentimientos, sino que den la posibilidad de poner en palabras, de abrir a la escucha, a la afectividad y al entendimiento de lo que otres sienten, para ejercitar la empatía y poder ponerse en la piel del otre. La presencia marca un “estar en el mundo”, con todas las características que se llevan en el cuerpo: las pertenencias a una familia, un barrio, y un pabellón; la trayectoria vital atravesada por decisiones personales y por determinaciones estructurales, las idiosincrasias que se traen de la cuna y también las que se adquieren culturalmente, las influencias de la religión, etc., etc.  Todo eso dialoga y debate en los momentos de encuentro, junto con la tarea de alfabetizar o de crear objetos, según sea la “excusa” que se presente para dar lugar al espacio.

 

Una de las preguntas que más resonaron en el equipo fue ¿cómo hacer para, en un lugar que empuja tanto al individualismo como una cárcel, pensar y hacer pensar en proyectos colectivos? Es sabido que en un espacio tan coercitivo y degradante, lo que primará será la posibilidad de sobrevivir y de adaptarse, por lo que la idea de comunidad o de intereses colectivos será de poca atracción y relevancia, casi una utopía.  Lo que ha servido en estos espacios es poder hablar: hablar de uno/a, hablar de lo que pasó, hablar de lo que se desea, de lo que no pudo ser, de lo que podría ser.  Es en cierto sentido, devolverle a la persona, que es objeto de la sanción penal, su calidad de sujeto político.

Y sobre todo, hacer la pregunta. Entendemos a la pregunta como eso que viene a romper lo dado, quebrar lo estático y permanente, sacarnos del letargo para crear nuevos escenarios y nuevas posibilidades. La pregunta corre el velo de lo que parece natural e inmutable, de lo que aparece merecido por orden “divino”, que no es otra cosa que una forma de dominación. Estos procesos de preguntar/se y poder decir/se no pretenden ser acabados en estos espacios de taller, sino que buscan por lo menos “mover” algo de lo que se piensa y acepta como dado e inalterable, y que pueda seguir resonando en otros espacios y con otres con los que se comparte la existencia (familia, hijes, compañeres de pabellón, celadores, etc.).

En este aspecto, podemos atrevernos a señalar que los talleres realizan una  contribución a la “descarcelarización” de la cultura, aportan una especie de “desprisionización” en relación a que abren espacios donde es posible que se produzcan otros sentidos distintos de los que circulan en los pabellones, distintos de las lógicas de la institución que atraviesa todas las relaciones sociales en ella (preso-preso, preso-agente penitenciario, preso-profesional). Estos nuevos sentidos imprimirán consecuencias y resonancias, intentarán colarse en el “afuera”, en las formas de vivir las relaciones  también con las familias y en los territorios.

No son pocos los momentos en los que durante las actividades, alguna situación o algún objeto o alguna palabra trae al recuerdo de anécdotas vividas en otros escenarios distintos de la cárcel, en otro tiempo y con otras personas. Se dan allí espacios para relatos de lo que cada uno quiera traer y compartir. Muchas veces las historias y las dinámicas familiares son narradas entre los participantes, como parte de los rituales de conocimiento mutuo y encontrándose con otros que en muchas ocasiones hacen, sino de espejos, de cobijos para las tristezas. En estas entregas de lo más profundo, de los secretos o tesoros que se guardan celosamente, el espacio del taller es vivido como un espacio de libertad.

Y este proceso se retroalimentaba semana a semana, después de volver a compartir con la familia en las visitas lo experienciado en los talleres: un objeto construido en el taller era llevado como regalo a une hije; una receta compartida en el taller era cocinada el fin de semana para esperar a la pareja;  un recuerdo transformado por medio de una reflexión en el taller era compartido en una charla entre mates con una madre; etc.

La producción de algo propio (de objetos, de escritos, etc.) permite un intercambio que por un lado devuelve el estatuto de sujeto deseante, de productor de cultura, y por otro propicia el reconocimiento de el otre como acto de reparación.

Estas prácticas permiten también trascender el propio espacio carcelario en el intento de pensar y construir colectivamente otros escenarios y trayectorias posibles, capaces de interpelar aquello que se presenta como destinos ineluctables de quienes transita la institución carcelaria.

Pero con el aislamiento por pandemia, estos espacios ya no fueron posibles, al igual que el ingreso de las familias para los momentos de visita. Tampoco pudo mantenerse el ingreso de otros actores que suman a la apertura de espacios y nuevos sentidos a la cárcel: talleristas, educadores,  organismos de derechos humanos, abogades defensores, etc. Durante 8 (ocho) meses, la cárcel volvió más que nunca a ser la “cárcel quieta”. Esta  coyuntura de aislamiento y de “detención de la normalidad” que fue para todes, tuvo una mayor repercusión en el interior de las cárceles, ya que el encierro y la dimensión del tiempo en suspensión se sintieron con mayor intensidad.

Al principio del aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) se ha escuchado con frecuencia decir que estar en cuarentena es igual a estar preso, pero en realidad es necesario desarmar esa analogía: no es lo mismo estar en casa que estar en la cárcel, porque como ya dijimos, la cárcel es productora de daños por doquier.

Pero además, hay una diferencia sustancial: en un juego de certezas e incertidumbres, mientras que nosotres no sabíamos el día que podríamos salir a la calle nuevamente, teniendo otras certezas como el plato de comida, el lugar para dormir, los afectos y demás cosas que consideramos necesarias cada une; la única certeza que ellos tienen es el día en que saldrán a la calle por finalización o agotamiento de su pena de privación de libertad. Pero su incertidumbre es cotidiana: incertidumbre de dónde continuarán habitando, incertidumbre de si podrán participar de alguna actividad educativa/cultural/laboral, incertidumbre de cuándo podrán volver a encontrarse o por lo menos comunicarse telefónicamente con sus afectos, y muchas veces la incertidumbre atroz de si estarán vivos al día siguiente…

Frente a esta cultura mortífera que la cárcel imprime, la cual acentúa como rasgos constitutivos el carácter violento y delincuencial de los pobres que opera como una suerte de profecía autocumplida, desde las intervenciones profesionales cotidianas intentamos configurar una pequeñísima grieta por donde filtren prácticas respetuosas de escucha, tratando de resaltar los rasgos de humanidad, saliendo del fatalismo con el que la institución configura el aquí y ahora en un angustiante para siempre. Los talleres fueron una estrategia para ello, pero como siempre decimos, “la realidad es dinámica y cambiante” y nada mejor que una pandemia para demostrarnos que esto es real, que son necesarias formas inéditas de trabajar y de estar, y sobre todo cuando la “modalidad virtual” no puede ser aplicable porque es necesario “poner el cuerpo”.                                   Hubo necesidad entonces de repensar nuestra intervención, nuestro modo de acompañar. Nuestra presencialidad buscó no perder el contacto de entrevistas con las personas detenidas, teniendo que guardar todos los recaudos y precauciones necesarias para la prevención y cuidado de la salud, pero comprendiendo la importancia de no sumar al encierro y a la soledad que de por sí esta institución propone con peso de plomo.

El Trabajo Social permanece dentro de las cárceles, los equipos profesionales multidisciplinarios que trabajan en ellas no dejaron de concurrir a sus lugares de trabajo, pero fue necesario buscar otras formas de estar presentes y de cuidar, ya que quienes podemos llevar el virus a las personas detenidas somos quienes ingresamos de “afuera”, por lo que cuidar al otre también significó cuidarnos a nosotres mismes.                                                                                                  La palabra sigue siendo la herramienta fundamental para el Trabajo Social, ya que como hemos dicho anteriormente, los recursos materiales son escasos o nulos, y lo instituido tiende a trasformar la intervención profesional en rutinas burocráticas de confección de informes y realización de trámites, que si bien son necesarios, no son las únicas tareas que el Trabajo Social puede realizar.                                                                                                                                    Situadas desde una perspectiva de derechos, las profesionales que comenzamos a poner en marcha este tipo de prácticas colectivas, pensamos nuevamente modos de intervenir que trasciendan las doctrinas punitivistas basadas en la adjudicación de premios y castigos, para centrarnos en  proyectos e ideas posibilitadoras, afectuosas y de cuidados. Pensamos modos de cómo desarmar las lógicas que reproducen sentidos segregativos y expulsivos, permitiendo la construcción de lazos y nuevos modos de subjetivación que no focalicen en la carencia o falta, sino más bien en la habilitación de potencialidades sustraídas por el encierro.                                                                              Por estas razones, sostenemos que es necesario seguir defendiendo al Trabajo Social como una práctica humanizante, necesariamente de acompañamiento y promoción del acceso a derechos, acentuando su compromiso y su responsabilidad ético-política de poner en discusión lo estatuido, correrse del acatamiento para dar espacio al gesto espontáneo, teniendo como postura a la ética de la solidaridad.

 

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