Lucas Paulinovich
El presidente agito los brazos, arengó, siguió el cantito del “sí, se puede”, y habló hacia adentro, de espaldas a la plaza, por redes sociales. Pero no faltó la palabra hacia la multitud, se deletreó en toda la vehemencia de su abstención, como si la brutalidad que denigran con el “Argentina sin Cristina” se volviera hacia ellos y los hiciera incapaces de otro acto más que la emulación de su propio odio. No pueden traducir su gesto de impugnación de la democracia: la paradoja de ser oficialistas de un presidente que dejó su rol para volverse candidato de oposición.
El tesón con el que alarmaron contra los “70 años de peronismo” produjo su propia burla. De tanto defenestrarlo, el peronismo se hace presente aun cuando intentan toquetear al menos cierta contundencia propia. Y observan cómo toma forma un periodo capaz de recomponer y agrandar el cuerpo político previo a las dos grandes amputaciones del kirchnerismo: en 2008 y en 2013. E implicará un arte de la conducción más de coordinación que de liderazgo vertical. De Alberto, Cristina y Massa. Y de los gobernadores. El territorio y su gente. El país de minorías reproducido hacia adentro.
En Alberto Fernández confluyen la apertura de la Renovación de los ’80, los progresismos gestados en los ’90, un nuevo escenario sindical con precarizados adentro, los ánimos antiburocráticos del 2001, la reconstrucción del 2002-2003, la territorialidad de los movimientos sociales, los derechos humanos como superficie para la justicia social y la lógica de ampliación y diversidad del kirchnerismo, los aprendizajes y alianzas frente al influjo de la modernización macrista. Un peronismo intolerable para el odio gorila, esa identidad política construida en virtud del rechazo de un fenómeno maldito. Los “peronistas del no”, como se autodefinía Lanusse, ese viejo adversario del Perón del Proyecto Nacional. Se trata de un peronismo activo, expansivo, asimilando herencias, postulados, prácticas, formas de organización y modalidades de la acción. A la vez corporativo y jacobino, estructurado y en diseminación, doctrinario e intuitivo, combativo y moderado. La materia heterogénea de lo nacional que deberá sincronizar los tiempos del palacio y de la calle en un país en bancarrota, arrinconado desde el exterior, y con la población cansada y exprimida.
Las plazas del sábado fueron una fracción -el núcleo de la zona núcleo- del 30%, una cifra histórica que aglutina las prolongaciones de 1955, el anhelo de un país sin peronismo ni peronistas. Al primero soñaron con doblegarlo como un instrumento de poder tras neutralizarlo a fuerza de asesinatos, torturas y desapariciones. A los segundos, los desprecian, porque los saben inevitables, son la contundencia terrible de la realidad que no pueden asimilar. Tampoco tienen figuras individuales en el inmediato siglo XX para acobijarse. Tienen que fraguarlas: el Alfonsín que usaron para convocar es el de imágenes cuando el líder radical los enfrentaba y ellos mismos lo esmerilaron, atacaron y finalmente vencieron. Su única gran figura del siglo XX es el genocidio. La inflexión después de la cual es imposible imaginar un destino común.
El Retorno del ’83 tenía el sentido de, mediante la reparación de la justicia, recuperar un plano desde donde fuera posible pensar en la democracia, la representación política, la participación y solidaridad ciudadana, una sociedad con un horizonte común. Pero hay un Retorno primero, la épica de unidad tras 18 años de proscripción. El daño del Cambio logró reencontrar a los “proscritos” por el modelo de neoliberalización. Y el proyecto emergente tiene contornos difusos, pero es claro en sus principios: un país con alimentos baratos y sueños posibles. Un espacio común que abonó el papa Francisco al “renacionalizar” la doctrina social de la Iglesia y formular las ideas de la Comunidad Organizada con su “Tierra, Techo y Trabajo” como una ética de base humanista para anteponerse a las consecuencias del programa deshumanizador de la elite financiera. Un peronismo de las 20 verdades, elemental, de fundamentos para enfrentar la crisis. El peronismo como experiencia de los dañados que acerque por abajo lo que el enfrentamiento político había dividido por arriba.
¿Hay que darle valor a esta versión de macrismo extremo rabiando contra esa democracia con peronismo y peronistas que pretendieron medir hasta el último dato para manipularla y doblegarla, dejando a casi todos afuera? Lo cierto es que Macri se puede ir, pero esos quedan. Por eso el énfasis denigratorio de la plaza de sábado macrista marca el centro dramático de la grieta: se juega un tercer Retorno, un desengrietamiento verdadero que fije ese pacto básico del que emergió la democracia. Es un límite a esa antiplaza, que quede aislada, como una antiplaza de acorralados, tirando tarascones furiosos ante la posibilidad de la derrota democrática.
En su último gesto, los seguidores del gobierno que pretendía cerrar la historia, recaen en ella como una comedia inevitable. Cuanto más ahistóricos intentan ser con sus acciones, más se hunden en una significación evidente y grotesca. La misma antiplaza es una especulación, atada al FMI como un derivado basura: la expectativa por la aprobación del desembolso y una remontada heroica mediante la agresión despilfarrada. Por eso rechazar este gobierno es hacer una plaza que cierre la etapa de la antiplaza para avanzar en la solución de la verdadera grieta: la dependencia y desigualdad estructurales que ponen límites a esa democracia todavía bajo asedio.