“Si no pasa nada, tendremos que hacer algo para remediarlo: inventar la realidad”. La cita es de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa estadounidense, de cuya muerte –por un ataque al corazón– se cumplieron ayer 64 años.
Inventor y promotor del llamado periodismo amarillo o sensacionalista, Hearst había nacido en San Francisco, California, el miércoles 29 de abril de 1863. Su padre, George Hearst, era un rico ranchero y propietario de minas. William ingresó en la Universidad de Harvard, de donde fue expulsado dos años después. En 1887 Hearst tomó las riendas de un periódico que su padre había aceptado siete años antes como pago de una apuesta en un juego de cartas, el San Francisco Examiner.
Inspirado en el editor estadounidense de origen húngaro Joseph Pulitzer, con sólo 23 años y al frente del San Francisco Examiner, Hearst utilizó con éxito los métodos sensacionalistas que luego fueron conocidos como prensa amarilla y aumentó espectacularmente la tirada del periódico mediante el aprovechamiento de recursos visuales como la fotografía o el gran título.
En 1895 amplió su protagonismo en el ámbito periodístico estadounidense con la compra del New York Morning Journal, y entró en directa competencia con el New York World de Pulitzer.
Su estilo informativo se caracterizaba por un marcado sensacionalismo tanto en el tratamiento de los temas como en su elección –criminalidad, pseudociencia–, acompañado de un periodismo de investigación al servicio de su ideología y sus ambiciones políticas.
Al año siguiente de adquirir el New York Morning Journal, Hearst empezó a publicar también el Evening Journal. En unos pocos meses la tirada conjunta de matutino y vespertino alcanzó la por entonces increíble cifra de un millón y medio de ejemplares.
Política, prensa y poder
William Randolph Hearst fue elegido como candidato del Partido Demócrata para la Cámara de Representantes de Estados Unidos por el estado de Nueva York en 1903 y en 1905. En 1904 se presentó como candidato demócrata a presidente, pero no logró ser elegido. También participó sin éxito en la carrera por la alcaldía de Nueva York en 1905 y en 1909, y se postuló para gobernador del estado en 1906.
Mientras tanto, continuó acrecentando su imperio periodístico. Promediando la década de 1920, su escalada hacia el monopolio informativo llegó a su pico máximo con la posesión de 28 periódicos en las principales ciudades norteamericanas, 18 revistas, 12 emisoras de radio, 2 agencias de noticias internacionales y una productora de cine. Fue quizás el mayor monopolio periodístico de todos los tiempos y contó con una nómina constituida por los mejores periodistas de su época.
Hearst era tan poderoso que su despacho estaba conectado, por teletipo, directamente con la Casa Blanca.
Entre sus otros negocios se destacaron las inversiones industriales en América del Sur y África. Pero la grave crisis económica de la década de 1930 obligó a Hearst a reducir sus periódicos de 28 a 17.
Asimismo, Hearst fue famoso por su afición desmedida por comprar compulsivamente todo tipo de objetos, plantas y animales. Así, fue coleccionista de obras de arte, que reunió en su maravillosa hacienda de San Simeón, en California, donde tenía además un zoológico, un aeropuerto, un teatro privado y casas de huéspedes que imitaban castillos franceses.
Pese a estar casado con Millicent Veronica Willson –con quien tuvo cinco hijos–, también fue famosa su apasionada historia de amor con la bella actriz Marion Davies, a la que hizo benefactora de sus caprichos, y trató de promocionar en el cine.
La película El Ciudadano (Citizen Kane), de Orson Welles, estrenada en 1941 y considerada por muchos como la mejor obra de la historia del cine, está inspirada en la vida de Hearst.
De hecho, el guión –escrito por Herman J. Mankiewicz y Welles y ganador de un Oscar– es una réplica de la vida de Hearst, apenas disimulada –la palabra “Rosebud”, que sirve de hilo conductor de toda la narración, es el apodo con el que Hearst llamaba a cierta parte íntima de su amada Marion–.
Sabiendo que la película era acerca de su persona –aunque con un nombre ficticio: Charles Foster Kane– Hearst hizo todo lo posible por impedir que la cinta saliera a la luz, y hasta trató de quemar los negativos del film, pero por entonces la Gran Depresión había afectado seriamente sus negocios, y eso mermó en gran medida su omnipotente poder.
Incluso el día del estreno de la cinta ingresó a una menor de edad desnuda y fotógrafos en la habitación del hotel en el que se hospedaba Orson Welles.
Por suerte la extraordinaria película pudo ser emitida y, gracias a un informante secreto, el genial Orson Welles no acudió a su habitación aquella noche.
Cómo se inventa una guerra
Gracias a sus numerosos medios de comunicación, Hearst podía influir con facilidad sobre la opinión pública de Estados Unidos.
A finales del siglo XIX sus reportajes sobre las supuestas atrocidades que cometían los españoles en Cuba indignaron tanto a los estadounidenses que el país del norte inició en 1898 la guerra Hispanoestadounidense, que permitió a la isla caribeña independizarse del dominio realista.
Al respecto se cuenta que, dueño del negocio azucarero en Cuba, Hearst envió a la isla corresponsales que escribían notas y reportajes falsos sobre presuntos abusos de los españoles para irritar a la opinión pública estadounidense.
Uno de los que viajaron fue el dibujante Frederick Remington, quien a los pocos días telegrafió a Hearst: “Todo está tranquilo. No hay guerra. Quiero volver”, a lo que el magnate le respondió: “Usted haga los dibujos que yo pondré la guerra”.