“Si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi profesión, éste es bien limitado, yo no he hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes”. La cita es del médico rural, naturalista, escritor y filántropo Esteban Laureano Maradona, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 120 años.
De pequeña estatura, pero colosal dimensión ética, el doctor Maradona pasó 53 años en una remota localidad de Formosa ejerciendo desinteresadamente la medicina. Su vida fue un ejemplo de lucha y altruismo. Ayudó a comunidades indígenas enteras y renunció a todo tipo de honorario y premio material. Vivió con épica humildad y colaboró con su dinero y con su tiempo con aquellos que más lo necesitaban, a pesar de que pudo haber tenido una cómoda vida ciudadana, gracias a sus estudios y a la clase social a la que pertenecía.
Un poeta de su ciudad natal, Esperanza, le dedicó en vida unas estrofas que, como reconocimiento popular, recorrieron la región: “Sea quichua, toba u ona,/ la tribu no importa mucho;/ la caridad llegó al indio/ por manos de Maradona”.
Pero él prefería contarlo con su proverbial modestia: “Así viví muy sobriamente 53 años en la selva, hasta que el cuerpo me dijo basta. Un día me sentí morir y me empecé a despedir de los indios, con una mezcla de orgullo y felicidad, porque ya se vestían, se ponían zapatos, eran instruidos. Creo que no hice ninguna otra cosa más que cumplir con mi deber”.
El 27 de junio de 2001, el Congreso de la Nación sancionó la ley 25.448, instituyendo el 4 de julio como Día Nacional del Médico Rural, conmemorando el natalicio del doctor Esteban Laureano Maradona.
El hombre que perdió el tren
Doctor Dios, Doctor Cataplasma, Doctorcito Esteban o el médico de los pobres, como le dijeron durante toda su vida en la selva, nació en Esperanza, el jueves 4 de julio de 1895. Fue uno de los 14 hijos del matrimonio compuesto por el maestro, periodista, productor rural y político Waldino Maradona y la estanciera Petrona de la Encarnación Villalba. Esteban Laureano descendía, por parte de su padre, de una familia gallega, los Fernández Maradona, llegada desde Chile en la época colonial a poco de fundarse San Juan donde finalmente se radicaron y dieron figuras de talla histórica.
Sus padres vivían en Barrancas, donde Esteban pasó su infancia. Su padre era maestro en la estancia Los Aromos. Allí él aprendió, jugando, a vivir en el monte, cazar y pescar. Cursó sus estudios primarios y secundarios entre Santa Fe y Buenos Aires. En 1928 se graduó con diploma de honor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde fue discípulo del doctor Bernardo Houssay. Luego viajó a Resistencia, Chaco, donde además de ejercer la medicina se dedicó al periodismo en el diario La Voz y a realizar estudios de botánica en la isla Cerrito Argentino.
Luego del 6 de septiembre de 1930, perseguido por el régimen militar que derrocó a Hipólito Yrigoyen, Maradona partió hacia Paraguay, donde comenzaba la Guerra del Chaco –que se libró desde 1932 hasta 1935 entre Bolivia y Paraguay por el control de la región del Chaco Boreal–, con apenas una valija de ropa, un revólver 38 y su diploma de médico como equipaje. Lo tomaron como camillero en el Hospital Naval, donde en tres años llegó a ser director, atendiendo a cientos de soldados de ambos bandos.
Por entonces conoció al único amor de su vida: Aurora Ebaly, una jovencita de 20 años, sobrina del presidente paraguayo. Se comprometieron, pero el romance fue fugaz: el 31 de diciembre de 1934 Aurora murió con el año de fiebre tifoidea. Esteban nunca más volvió a noviar y regresó a la Argentina con su duelo a cuestas.
Pero el 9 de julio de 1935 el destino de Esteban Maradona quedó sellado. El médico, que acababa de cumplir 40 años, viajaba en tren hacia Tucumán para visitar a su hermano, por entonces intendente de San Miguel. Pero la vieja locomotora no pudo seguir más y tuvo que detenerse en Formosa, en la localidad de Estanislao del Campo, para realizar un transbordo de pasajeros.
Muy cerca, en el medio del monte, una parturienta se debatía entre la vida y la muerte. Y hacia allí se dirigió el joven doctor a pedido de su esposo, un desesperado empleado ferroviario. Maradona logró salvar a la madre y a su beba. Pero cuando regresó a la estación, el nuevo tren no lo había esperado. Encontró, en cambio, una multitud de enfermos pidiendo que los atendiera.
Y ya no pudo irse. El próximo tren recién pasaría a los tres o cuatro días, y en ese intervalo la gente del lugar y de los campos vecinos acudió a hacerse asistir por el doctor, y todos le pidieron insistentemente que se quedara, ya que no había ningún médico en muchas leguas a la redonda. “Había que tomar una decisión y la tomé… quedarme donde me necesitaban. Y me quedé 53 años de mi vida”, contó Maradona, quien se estableció en Estanislao del Campo, entonces el Paraje Guaycurri, un villorrio formoseño sin agua corriente, gas, luz o teléfono.
A poco de vivir allí, Esteban vio aparecer a los aborígenes de las cercanías, tobas y pilagás. Llegaban de cuando en cuando, como espectros en fuga, miserables, desnutridos y enfermos a los comercios y viviendas de los límites del poblado, ofreciendo canjear plumas de avestruces, arcos, flechas y otras artesanías por alguna ropa o alimento que necesitaban. El corazón de Maradona se conmovió y latió con ellos, con su dolor y su desamparo, y se transformó en un compromiso asumido como obligación moral de hacer algo por ellos, desde entonces y durante toda su vida. Así, en el monte y las tolderías, se escribió el capítulo más admirable de este hombre de extraordinaria riqueza y fuerza espiritual volcada en amor a su prójimo más necesitado. Su labor no se circunscribió sólo a la asistencia sanitaria: convivió con ellos, se interiorizó de las múltiples necesidades que padecían y trató de ayudarlos también en todos los aspectos que pudo. Por todo esto, los indios lo llamaban Plognak, que significa “Doctor Dios” en pilagá.
Durante más de medio siglo curó leprosos y chagásicos, atendió a baleados y engangrenados, fue partero a la luz de la luna y pediatra sin agua corriente. Creó una escuela, enseñó. Y jamás aceptó que le pagaran por sus servicios. “Con el oxígeno del aire y el agua que viene del cielo me basta. No tengo motivos de queja”, repetía Maradona. Sin otro adorno que su simple sencillez narró siempre aquel instante en que perdió el tren y que no sólo cambió su vida sino que mejoró para siempre la de miles de habitantes de las selvas de Formosa y Chaco, y que alcanzó a indios tobas, matacos, mocovíes y pilagás, a criollos y a inmigrantes. No fue poco: logró erradicar de ese olvidado rincón del país la lepra, el mal de Chagas, la tuberculosis, el cólera, el paludismo y la sífilis.
Para lograr sus objetivos, juntó lo que podía y como podía de la ciencia médica traída de la Universidad de Buenos Aires, sus propios y extensos estudios como naturalista, su ingenio y su creatividad y trabajó con métodos y remedios caseros, escribiendo su propia versión del sanitarismo cuando enseñó a sus queridos indios a fabricar ladrillos, a edificar sus casas y a cuidar de su salud.
Reuniendo a unos 400 naturales, fundó con éstos una colonia aborigen. Inspirado por la riqueza natural del monte formoseño, escribió una veintena de libros. Varias veces le ofrecieron cargos públicos, pero nunca los aceptó.
Propuesto para el premio Nobel de la Paz y declarado Ciudadano Ilustre de Rosario –donde vivió sus últimos años junto a su familia–, él aseguraba: “Yo nunca pensé en ser profesor ni científico, ni mucho menos ilustre, como andan diciendo por ahí. Los periodistas me hacen propaganda, pero yo soy un médico del monte, que es menos aún que un médico de barrio”. Maradona falleció en Rosario, el sábado 14 de enero de 1995, seis meses antes de cumplir los 100 años.