“Sé que no llegaré, pero llegará la juventud si estudia, trabaja y persevera”. La cita es de Lisandro de la Torre, el Fiscal de la Patria, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 146 años.
Nieto de vascos que emigraron a la Argentina cuando España cayó bajo la espada de Napoleón, Nicolás Lisandro de la Torre nació en Rosario el domingo 6 de diciembre de 1868 y cursó sus estudios en el Colegio Nacional Nº 1.
Luego partió a Buenos Aires donde se instaló en casa de unas tías y se recibió de abogado a los 20 años. Por entonces, lo conmovió la prédica educativa laicista de Domingo Faustino Sarmiento. Desde muy joven comenzó a participar en la actividad política y se sumó a una naciente fuerza: la Unión Cívica, liderada por Leandro Nicéforo Alem y Aristóbulo del Valle, en la que también se iniciaron políticamente Hipólito Yrigoyen y Juan B. Justo. La frustrada Revolución del Parque, el 26 de julio de 1890, lo contó al joven abogado rosarino entre sus filas.
Luego, el 30 de julio de 1893, un movimiento revolucionario de similares características se llevó a cabo en Rosario y De la Torre fue uno de los jefes de las milicias que lograron tomar la ciudad como paso previo a la caída del poder provincial. Si bien el gobierno santafesino fue tomado el 1º de agosto, el gobernador Mariano Candioti y los miembros de su gabinete se vieron forzados a renunciar poco después. Entre ellos, De la Torre, su ministro de Justicia.
En 1895 fue nombrado director de El Nacional, el combativo diario porteño de Del Valle. Pero un año más tarde, la muerte de Alem y la de Del Valle dejaron al partido virtualmente acéfalo, agudizándose en su interior los enfrentamientos. Un pacto entre radicales y mitristas consolidó una alianza que, para algunos, como Yrigoyen, no era más que un acuerdo con el “régimen”. De la Torre, que defendía esa nueva “política paralela”, encaró entonces una personalizada lucha con quien más tarde sería el primer presidente radical. El encono llevó a Yrigoyen y De la Torre a enfrentar sus espadas en San Fernando, el 6 de septiembre de 1897, en un breve duelo. Dos días antes, De la Torre había renunciado a la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical. En 1898, De la Torre retomó el periodismo, fundando y dirigiendo La República, diario que se propuso “asumir en la prensa de Rosario la representación del partido radical de la provincia”.
Pero tiempo después, decidió canalizar sus preocupaciones políticas a través de un nuevo partido: la Liga del Sur. Creada en 1908, le permitió tras algunas experiencias fallidas ocupar una banca como diputado nacional en 1912.
Tres años después, y con la mira puesta en el recambio presidencial, la Liga derivó en un nuevo espacio político, el Partido Demócrata Progresista (PDP), que lo llevó como candidato frente a la fórmula radical encabezada por Yrigoyen que ganó los comicios.
Desde la oposición, De la Torre intentó favorecer el desarrollo del PDP en la provincia. En 1922 fue elegido diputado nacional y ocupó la banca hasta 1925 en que se retiró al campo de Las Pinas.
La década del 30 lo enfrentó con su antiguo correligionario y amigo José Félix Uriburu, a quien rechazó la invitación de formar parte del gobierno instaurado por el golpe del 6 de septiembre de 1930 que derrocó a Yrigoyen. Un año después, se presentó como candidato a presidente junto al socialista Nicolás Repetto. Pero su intento fue en vano: eran los tiempos de la Década Infame y el fraude reinaba en el país.
Al llegar a la presidencia el general Agustín P. Justo y pese a los límites estrechos dentro de los cuales podía desarrollarse la acción parlamentaria, De la Torre decidió llevar adelante desde el Senado de la Nación, al que había accedido en 1932, una práctica política que pusiera al descubierto los alcances más corruptos del proyecto conservador. Su actitud de crítica y denuncia no omitió ningún eje de discusión. Y protagonizó memorables alocuciones en el Senado denunciando la corrupción gubernamental. Pero agobiado, aislado, fuertemente afectado por el asesinato de su correligionario y senador electo Enzo Bordabehere –en un atentado en el recinto del Senado que lo tenía como destinatario– renunció a su banca en enero de 1937 y desde entonces sus apariciones públicas fueron muy escasas.
El último acto de don Lisandro
Despuntaba 1939 y el verano golpeaba sin piedad a los porteños. El calor hacía sentir su rigor en la austeridad del viejo departamento alquilado, en el segundo piso de la calle Esmeralda 22, donde aquel hombre que había batallado durante años por una Argentina mejor se encaminó con paso lento hacia las ventanas por donde se filtraba el bullicio de la calle en pleno mediodía. Lisandro de la Torre las cerró, y notó que el almanaque en una de las paredes tenía la fecha del día anterior. Arrancó entonces el papel del taco y dejó al descubierto la hoja correspondiente al jueves 5 de enero de 1939, el último día de su vida. Es muy probable que el fantasma de su viejo camarada y maestro, el doctor Leandro N. Alem, quien se quitó la vida en 1896 cuando era máximo referente del incipiente Partido Radical, haya sobrevolado en ese instante las penumbras de su cuarto.
Con 70 años recién cumplidos, el rosarino que llegó a erigirse en las primeras décadas del siglo XX en uno de los máximos referentes nacionales de la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder y los negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales, se sintió vencido.
Golpeado por los fracasos políticos, frustradas revoluciones, los negociados impunes que descubrió, las inequidades que no pudo vencer, las presiones económicas y el fraude electoral, De la Torre consideró que personalmente ya no podía hacer nada más para dotar a la Argentina de aquello que él consideraba necesario para su progreso y desarrollo.
Sentado en el sillón, tomó un revólver y lo apuntó directo a su corazón. El también llamado Fiscal de la Nación, habrá recordado quizás en ese instante final a sus viejos maestros como Alem y Del Valle, a su malogrado compañero de banca en el Senado, Enzo Bordabehere, a su entrañable y perdido campo de Las Pinas en Córdoba. Sólo Dios, aquél en quien él no creía, hubiera podido torcer su decisión. Por eso, don Lisandro apretó con firmeza el gatillo del arma que destrozó su corazón.
En su última carta pidió a sus amigos: “Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo”.