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Cuando nació el Polaco Goyeneche

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“Yo siempre canté los sentimientos a flor de piel. Sin sentimientos no puede existir nada, no se puede vivir. Es la única manera que tiene el hombre de mirarse hacia adentro”. La cita es de Roberto Goyeneche, el inolvidable cantor de tango de cuyo nacimiento se cumplirán mañana 91 años.
Único e irreemplazable, al decir de Astor Piazzolla, Goyeneche mamó el tango de Carlos Gardel desde muy niño, se forjó en las orquestas de Horacio Salgán y Aníbal Troilo y más tarde, ya como solista, rompió los libros y elaboró sus propias reglas cantoras, construyendo un estilo que no reconoce herencias y que no dejó herederos. Esa manera de decir por encima de la frialdad del pentagrama, emparentada con las de Édith Piaf, Louis Armstrong o Maurice Chevalier.

Él siempre les contó el tango a los infieles y llegó a tal punto la veneración que, ya sobre el final, con la respiración empaquetada por el rigor implacable del enfisema, el público aplaudía hasta su tos.
“Por obra y gracia de un tren que bajaba del norte argentino, Roberto Emilio Goyeneche nació el viernes 29 de enero de 1926 en Urdinarrain, Entre Ríos. Su madre tuvo que interrumpir su viaje hacia Buenos Aires para ser internada en el hospital local. Al no encontrarse médico de guardia en ese momento fue ayudada en el parto por una enfermera rubia y muy joven. La ya desaparecida doña Santiaga Bondioni de Boero fue quien trajo al mundo al Polaco, y lo recordó siempre como “un bebé pelirrojo y muy pecoso…, el mismo que con el transcurrir del tiempo cambiaría los primeros llantos por el tango”. Así se lee en el libro Identidad, que recoge la historia de Urdinarrain, editado en 1990, con motivo del centenario de esa ciudad entrerriana.

Sin embargo, poco después de ver la luz, aquel polaquito se instaló con su familia en el que sería su lugar en el mundo, una casa humilde del barrio porteño de Saavedra, en Melián al 3000.
Bautizado Roberto en homenaje a su tío –un compositor de tangos muerto poco antes de su nacimiento–, era hijo de Emilio Goyeneche, tapicero de profesión y pianista de vocación, y María Emilia Costa, fanática de Carlos Gardel. Su padre, de ascendencia vasca, murió a los 26 años de edad, cuando él apenas tenía 3. Y su madre tuvo que comenzar a ganarse la vida como lavandera, planchadora y costurera. Mientras, ella iba transmitiendo a su hijo la pasión por el Zorzal Criollo.

De aquellos años, El Polaco siempre recordó que fue su madre quien lo introdujo en las particularidades del buen decir, del uso pulcro del idioma, de la diferenciación de los acentos tonales. Robertito cursó la primaria en la escuela de su barrio, a los 12 años aprendió a escribir a máquina en la academia Pitman y consiguió su primer empleo en un estudio jurídico. Por las tardes, con otros chicos del barrio se juntaban en una inmensa quinta –en avenida Del Tejar, José P. Tamborini y Freyre– donde proliferaban jilgueros, gorriones y cabecitas negras. Allí nació su amor por los pájaros, una de sus más caras pasiones.

La otra estuvo ligada al fútbol. Fanático de Platense, el club del barrio, Goyeneche no faltó ningún domingo al estadio Calamar, de Manuela Pedraza y Crámer, hasta bien pasados los 20 años. De pibe fue un hincha más del tablón y pasó sus últimos años como socio honorario del Marrón.
Pero, huérfano de padre, la mano no venía fácil y desde temprano tuvo que arremangarse para llevar el pan a casa.

Luego de su primer empleo en un estudio jurídico fue sucesivamente taxista, chofer de colectivos, camionero.
Mientras, en los viejos cafés de la barriada nació el apodo de El Polaco, una referencia cariñosa que se prolongó por años y se convirtió en su nombre de guerra. Por entonces, ya cantaba y mantenía una sana rivalidad con un vecino compinche, Miguel Martino, un cantor que hasta se dio el lujo de derrotarlo en un concurso.
Pero fue en otro club del barrio de Saavedra, El Tábano, donde aquel muchacho rubicundo, desgarbado, de mirada azul y plena, aprovechó la oportunidad que le otorgó el violinista Raúl Kaplún al incorporarlo como cantor a su formación, la Orquesta Celestino, en la que creyó tocar el cielo con las manos y en la que permaneció por seis años.

En las veladas del club El Tábano, Roberto también conoció a Luisa, su gran amor. Ella tenía 14 y él 17. Se casaron en junio de 1948 y tuvieron dos hijos: Roberto y Jorge. Pero aún tenía que seguir trabajando duro detrás de un volante para poder sobrevivir. A veces en un taxi, otras en un colectivo.
Y mientras la yugaba al volante de un colectivo de la línea 219, Roberto cantaba con toda la voz. Así, una madrugada de 1951, mientras completaba la última vuelta de la extenuante jornada, él cantaba “Mano a mano” cuando lo escuchó un pasajero trasnochado. Era Justo José Otero, representante artístico de Horacio Salgán y glosador de su conjunto. Al poco tiempo, por sugerencia de Otero, Goyeneche se incorporó a la orquesta del notable pianista. Fue en esa formación donde El Polaco cosechó los primeros aplausos fuera de su barrio y reclutó a quien fue un amigo fiel, Ángel Díaz, El Paya, la otra voz de la orquesta de Salgán, quien ya había formado pareja con otro grande, Edmundo Rivero.

En 1956, Goyeneche fue convocado por Aníbal Troilo, Pichuco, en cuya orquesta pasaría siete años decisivos para su consagración definitiva. “Pichuco me decía: «Al público hay que contarle historias. No te preocupés por cantar que de eso se ocupa la orquesta. No quiero que cantes, quiero que digas». Le hice caso y fui encontrando mi estilo, y lo encontré en la forma de hablar de la gente. Uno, cuando habla, no habla de corrido. Duda, se traba, tartamudea. Cuando cantaba con Salgán era un instrumento más de la orquesta y con Troilo también, pero en algunos bolitos que hacía afuera de la orquesta empecé a practicar las indecisiones y cuando las hice con él, a Troilo le gustó. Desde entonces lo hago siempre, porque la gente se dio cuenta que eso es auténtico, no hay camelo”, recordaba.
Luego, cuando El Polaco dejó la orquesta de Troilo, comenzó otra parte de la historia: “Cuando dejé la orquesta terminé de forjar mi forma de cantar, de agrandar mi personalidad y de meter mi locura musical en cada tango con la cuota de temperamento necesaria pero con un toque de romanticismo, sin tanto malevaje”, contó en una entrevista.

El periodista y escritor Jorge Göttling señala: “Ya ha definido sus gustos. Se comprende por qué cantó tan bien con sólo formular sus preferencias: Tony Bennett, su ídolo, Sinatra, Gigli, Los Beatles, el mimo Marcel Marceau, Tom Jones, y, por sobre todos ellos, la voz invicta de Carlos Gardel”. Y añade que tal vez una de las máximas definiciones en torno de quién fue como cantor y qué fue como artista fue la del crítico musical del prestigioso diario Le Monde, tras su presentación en el Teatro Chatelet de París con un elenco de Tango argentino a fines de 1983: “Hay que escuchar al decano. Temblequea cuando canta y parece Carlos Gardel reencarnado. Hay que verlo golpear el piso con el pie de la exasperación, de tanto que sufre y de tanto que ama. Es un artista que no necesita de idiomas: Goyeneche es capaz de enmudecer al público, leyendo la Biblia o la guía de teléfonos”.

Es que, en aquellos años, El Polaco adquirió una dimensión escénica inédita: su voz desgarrada, el estallido de sus patadas contra el piso –del que parece esperar que brote el sonido ahogado en su garganta–, la mano temblorosa que aferra el micrófono fundan una nueva dramaturgia del género.
Es el mismo Goyeneche espectral que en 1986 en la película Sur, de Fernando Pino Solanas, proyecta su sombra desmesurada contra un paredón de barrio mientras articula los versos de “Garúa”, entre cantados y dichos. Esa escena hundida en niebla espesa, junto con las versiones de “La última curda”, “Sur” y “Cristal” incluidas en el film, en la que su voz dialoga con el bandoneón de Néstor Marconi, condensa su repertorio de yeites, gestos e inflexiones, en los que aquello que ya no alcanza a expresar su voz encuentra nuevos vehículos.

Poco a poco, la mítica figura de Garganta con Arena, cada vez más asmático, como el viejo fuelle compañero de mil trasnochadas, se fue hundiendo en esa niebla espesa que anticipaba el final. Víctima de trastornos hepáticos y respiratorios, Goyeneche murió el 27 de agosto de 1994, a los 68 años.

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