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Cuando nació Garganta con Arena

Por: Rubén Alejandro Fraga

“Yo siempre canté los sentimientos a flor de piel. Sin sentimientos no puede existir nada, no se puede vivir. Es la única manera que tiene el hombre de mirarse hacia adentro”. La cita es de Roberto Goyeneche, el inolvidable cantor de tango de cuyo nacimiento se cumplen hoy 85 años.

Único e irreemplazable, al decir de Astor Piazzolla, Goyeneche mamó el tango a través de la voz de Carlos Gardel desde niño, se forjó en las orquestas de Horacio Salgán y Aníbal Troilo y más tarde, ya como solista, rompió los libros y elaboró sus propias reglas cantoras, construyendo un estilo singular. Esa manera de decir por encima de la frialdad del pentagrama, emparentada con las de Édith Piaf, Louis Armstrong o Maurice Chevalier. Siempre les contó el tango a los infieles y llegó a tal punto la veneración que, sobre el final, con la respiración menguada por el rigor implacable del efisema, el público aplaudía hasta su tos.

Dejó un legado de grabaciones memorables, entre ellas sus versiones de temas como “Garúa”, “A Homero”, “La última curda”, “Afiches”, “Discepolín”, “Maquillaje”, “Pompas de jabón”, “El cantor de Buenos Aires”, “Malena”, “Desencuentro”, “Grisel”, “Balada para un loco”, “Naranjo en flor”, “Los pájaros perdidos”, “Chiquilín de Bachín”, “María”, “Los mareados” y “Sur”.

“Por obra y gracia de un tren que bajaba del Norte argentino, Roberto Emilio Goyeneche nació el viernes 29 de enero de 1926 en Urdinarrain, Entre Ríos. Su madre tuvo que interrumpir su viaje hacia Buenos Aires para ser internada en el hospital local –al no encontrarse médico de guardia en ese momento– fue ayudada en el parto por una enfermera rubia y muy joven. La ya desaparecida doña Santiaga Bondioni de Boero fue quien trajo al mundo al Polaco, y lo recordó siempre como un bebé pelirrojo y muy pecoso…, el mismo que con el transcurrir del tiempo cambiaría los primeros llantos por el tango”. Así se lee en el libro Identidad, que recoge la historia de Urdinarrain y que fue editado en 1990, para el centenario de esa ciudad entrerriana.

Sin embargo, poco después de ver la luz, aquel polaquito se instaló con su familia en el que sería su lugar en el mundo, una casa humilde y poblada del barrio porteño de Saavedra, en Melián al 3000. Bautizado Roberto en homenaje a su tío (un compositor de tangos muerto poco antes de su nacimiento), era hijo de Emilio Goyeneche, tapicero de profesión y pianista de vocación, y María Emilia Costa, fanática de Carlos Gardel. Su padre, de ascendencia vasca, murió a los 26 años, cuando él apenas tenía 3. Y su madre tuvo que comenzar entonces a ganarse la vida como lavandera, planchadora y costurera. Mientras, ella transmitía a su hijo la pasión por el Zorzal Criollo.

De aquellos años, el Polaco siempre recordó que fue su madre quien lo introdujo en las particularidades del buen decir, del uso pulcro del idioma, de la diferenciación de los acentos tonales. Una vez la llamó “mama”, a la italiana, acentuando en la primera sílaba. Ella lo miró seria y le respondió: “Maman los terneros”.

Tras cursar la primaria en la escuela de su barrio, a los 12 años aprendió a escribir a máquina en la academia Pitman y poco después consiguió su primer empleo en un estudio de abogados. Por las tardes, con otros chicos del barrio se juntaban en una inmensa quinta (que estaba en avenida Del Tejar, José P. Tamborini y Freyre) donde proliferaban jilgueros, gorriones y cabecitas negras. Allí nació su amor por los pájaros, una de sus más caras pasiones.

La otra estuvo ligada al fútbol. Fanático de Platense, el club del barrio, Goyeneche no faltó ningún domingo al estadio del Calamar, en Manuela Pedraza y Crámer, hasta bien pasados los 20 años. De pibe fue un hincha del tablón y de grande, socio honorario del Marrón.

Pero, huérfano de padre, la mano no venía fácil y desde temprano tuvo que “arremangarse” para llevar el pan a su casa. Luego de su empleo en un estudio jurídico fue taxista, chofer de colectivos y camionero. Y también un habitué de los viejos cafés de la barriada, donde nació el apodo de Polaco, una referencia cariñosa que se prolongó por años y se convirtió en su nombre de guerra.

Por entonces, ya cantaba y mantenía una sana rivalidad con un vecino compinche, Miguel Martino, un cantor que hasta se dio el lujo de derrotarlo en un concurso. Pero fue en otro club del barrio de Saavedra, El Tábano, donde aquel muchacho rubicundo, desgarbado, de mirada azul y plena, aprovechó la oportunidad que le otorgó el violinista Raúl Kaplún al incorporarlo como cantor a su formación, la Orquesta Celestino, en la que permaneció seis años. En las veladas de El Tábano, Roberto también conoció a Luisa, su gran amor. Ella tenía 14 y él 17. Se casaron en junio de 1948 y tuvieron dos hijos: Roberto y Jorge.

Pero aún tenía que seguir trabajando detrás de un volante para poder sobrevivir. Unas veces arriba de un taxi, otras en un colectivo. Y mientras la yugaba al volante de un colectivo de la línea 219, Roberto cantaba con toda la voz. Así, una madrugada de 1951, mientras completaba la última vuelta de la extenuante jornada, él cantaba “Mano a mano” cuando lo escuchó un pasajero trasnochado. Era Justo José Otero, representante artístico de Horacio Salgán. Al poco tiempo, por sugerencia de Otero, Goyeneche se incorporó a la orquesta del notable pianista. Fue en esa formación donde el Polaco cosechó los primeros aplausos fuera de su barrio y reclutó a quien fue un amigo fiel, Ángel Díaz, el Paya, la otra voz de Salgán.

En 1956, fue convocado por Aníbal Troilo, en cuya orquesta pasaría siete años decisivos para su consagración definitiva. “Pichuco me decía: «Al público hay que contarle historias. No te preocupés por cantar que de eso se ocupa la orquesta. No quiero que cantes, quiero que digas». Le hice caso y fui encontrando mi estilo, y lo encontré en la forma de hablar de la gente. Uno, cuando habla, no habla de corrido. Duda, se traba, tartamudea. Cuando cantaba con Salgán era un instrumento más de la orquesta y con Troilo también, pero en algunos bolitos que hacía afuera de la orquesta empecé a practicar las indecisiones y, cuando las hice con él, a Troilo le gustó. Desde entonces lo hago siempre, porque la gente se dio cuenta que eso es auténtico, no hay camelo”, recordó.

“Cuando dejé la orquesta de Troilo terminé de forjar mi forma de cantar, de agrandar mi personalidad y de meter mi locura musical en cada tango con la cuota de temperamento necesaria pero con un toque de romanticismo, sin tanto malevaje”, contó.

El periodista y escritor Jorge Göttling señala: “Ya ha definido sus gustos. Se comprende por qué cantó tan bien con sólo formular sus preferencias: Tony Bennett, su ídolo, Sinatra, Gigli, Los Beatles, el mimo Marcel Marceau, Tom Jones, y, por sobre todos ellos, la voz invicta de Carlos Gardel”.

Y añade que tal vez una de las máximas definiciones en torno de quién fue como cantor y qué fue como artista, haya sido dada por el crítico musical del diario Le Monde tras su presentación en el Teatro Chatelet de París con un elenco de Tango argentino a fines de 1983: “Hay que escuchar al decano. Temblequea cuando canta y parece Gardel reencarnado. Hay que verlo golpear el piso con el pie de la exasperación, de tanto que sufre y de tanto que ama. Es un artista que no necesita de idiomas: Goyeneche es capaz de enmudecer al público, leyendo La Biblia o la guía de teléfonos”.

Es que en aquellos años el Polaco adquiere una dimensión escénica inédita: su voz desgarrada, el estallido de sus patadas contra el piso –del que parece esperar que brote el sonido ahogado en su garganta–, la mano temblorosa con la que sostiene el micrófono fundan una nueva dramaturgia del género. Es el mismo Goyeneche espectral que en 1986 en la película Sur, de Fernando Pino Solanas, proyecta su sombra desmesurada contra un paredón de barrio mientras articula los versos de “Garúa”, entre cantados y dichos. Esa escena, hundida en niebla espesa de arrabal, junto con las versiones de “La última curda”, “Sur” y “Cristal” incluidas en el film, en la que su voz dialoga con el bandoneón de Néstor Marconi, condensa su repertorio de yeites, gestos e inflexiones, en los que aquello que ya no alcanza a expresar su voz encuentra nuevos vehículos, extrañamente eficaces.

Poco a poco, la mítica figura de Garganta con Arena, cada vez más asmático, como el viejo fuelle compañero de mil trasnochadas, se fue hundiendo en esa niebla espesa que anticipaba el final. Víctima de trastornos hepáticos y respiratorios, el Polaco falleció el 27 de agosto de 1994, a los 68 años.

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