Esta semana se cumplieron 76 años del trago más amargo que tuvieron que beber los habitantes de la capital de Francia. La mañana del viernes 14 de junio de 1940, las tropas nazis entraron en París marchando a paso de ganso por los Campos Elíseos, comenzando cuatro años de ocupación cargados de dramatismo y tragedia.
Para los franceses, la caída de París fue un hecho inesperado, humillante y emblemático: significaba la derrota de un estilo de vida ante la embestida del totalitarismo, la caída simbólica de una Europa democrática bajo la brutalidad hitleriana en el apogeo de su expansionismo.
Mientras la Ciudad Luz parecía oscurecerse al tiempo que se acostumbraba a ver las tropas de la Wehrmacht desfilando por sus bulevares, Francia firmó su capitulación en el mismo vagón de ferrocarril ubicado en el bosque Compiègne donde, en 1918, se había firmado la derrota alemana en la Primera
Guerra Mundial.
Adolf Hitler insistió en utilizar ese escenario cargado de simbolismo para vengar aquella afrenta y devolver la humillación a los franceses.
París ya se había salvado por un pelo de ser ocupada durante la Primera Guerra Mundial, ya que las fuerzas alemanas estuvieron a tan sólo 38 kilómetros de la capital francesa en la batalla del Marne y hasta los taxis parisinos se improvisaron como ambulancias para trasladar heridos del frente, mientras el estruendo de los cañones se escuchaba desde los Campos
Elíseos.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial, que comenzó el 1º de septiembre de 1939 con la invasión nazi a Polonia, tuvo otra dinámica y la blitzkrieg (guerra relámpago) de la maquinaria bélica del Tercer Reich alemán rompió en 1940 las líneas francesas, empujó a los ejércitos aliados hacia la Costa del Canal de la Mancha y luego fue bajando hacia París, abandonada por el gobierno, desprovista de mayores defensas y declarada ciudad abierta para salvar su patrimonio de la destrucción.
La pesadilla francesa había comenzado a hacerse realidad un mes antes de la caída de París. El 12 de mayo de 1940, dos días después del inicio de la invasión de los Países Bajos, los tanques alemanes entraron a Francia desde
Bélgica a través del macizo de las Ardenas.
Los comandantes franceses, que confiaban en que esas colinas tan frondosas no podrían ser atravesadas, equiparon a sus tropas con pocas armas ntitanques o antiaéreas.
Los soldados alemanes cruzaron el río Mosa por Sedán mientras los aviones bombardeaban las defensas. La famosa línea Maginot no constituyó un problema: los invasores la rodearon por el norte. El ejército francés casi quedó paralizado por la impresión. La organización táctica era pésima, y los alemanes tenían mucho más aviones. El fin fue inevitable.
El 3 de junio, 200 aviones alemanes bombardearon París, 11 días después las botas nazis retumbaron marchando marcialmente en las calles de la capital francesa. Para entonces, el gobierno francés había huido a Burdeos.
El gobierno títere de Vichy El domingo 16 de junio, Paul Reynaud prefirió dimitir a rendirse y fue sustituido por el octogenario mariscal Henri Pétain, todavía respetado como héroe de la Primera Guerra Mundial a pesar de haber dirigido la política militar responsable de la derrota.
El 22 de junio, Pétain firmó el armisticio en Compiègne en aquel emblemático vagón, que de inmediato fue llevado a Berlín para exhibirlo como trofeo de guerra. Cinco años después, cuando la derrota nazi ya era inevitable, el Führer mandó dinamitarlo.
Tras el armisticio, tres quintas partes del norte y el oeste del territorio francés eran zona ocupada, mientras que el resto seguía siendo soberano.
Pétain trasladó la capital a Vichy, donde encabezó un gobierno títere que colaboró en muchos sentidos con los nazis y reveló la ambigüedad de comportamiento de una parte de la sociedad francesa.
Algunos personajes famosos también colaboraron con los ocupantes nazis, entre ellos Sacha Guitry, Jean Cocteau, Arletty, Gabrielle Chanel y Maurice
Chevalier, aunque varios de ellos ensayaron después complicadas explicaciones para justificar su conducta.
Otros notables, como Luis Louvet, Michele Morgan, Rene Clair y Jean Gabin, prefirieron abandonar el país antes de convivir con los vencedores. Y un tercer grupo de celebridades supo integrarse al movimiento de la resistencia que fue creciendo con el correr de los años.
La visita del Führer
El viernes 28 de junio, entre las 6 y las 9 de la mañana, Adolf Hitler visito París por primera y única vez en su vida. De su flamante botín de guerra, al Führer le gustó la iglesia de la Madeleine, lo decepcionó el Panteón y consideró que la basílica del Sacré Coeur era “un espanto”.
A esa altura, el antiguo viceministro de Guerra, general Charles de Gaulle, había levantado vuelo hacia Londres y emitía desde allí su histórico llamado a la resistencia de los franceses.
En la capital de Inglaterra, De Gaulle fundó el movimiento de la Francia Libre, cuyas fuerzas armadas, compuestas por exiliados y habitantes de las colonias francesas ayudaron a los aliados durante el resto de la guerra.
Pero mientras tanto, en París la vida fue recuperando poco a poco cierta normalidad, reabrieron los teatros y los restaurantes, la gente volvió a hacer cola delante de los cines. Dos años después, la Policía de la capital francesa mostraría su vocación colaboracionista al organizar la gran redada contra los judíos de París, a los que se agrupó en el Velódromo de Invierno y se los envió en trenes hacia los campos de concentración.
De nuevo libres
La toma de París fue la culminación de la ascendente trayectoria bélica del nazismo. La ciudad sería finalmente liberada el viernes 25 de agosto de 1944, en un tramo decisivo de la contraofensiva aliada que se había iniciado el 4 de junio de aquel año con el desembarco en las playas de Normandía.
Para la liberación, las columnas militares que entraron en la capital eran francesas y estaban encabezadas por el general Philippe Leclerc; los soldados ingleses y norteamericanos llegaron detrás.
El testimonio más vívido sobre los años de ocupación nazi de París debe buscarse ahora en los libros y también en el cine, porque ciertas películas dotadas de notable capacidad de reconstrucción de aquel periodo (como El otro Señor Klein de Joseph Losey) transmiten de manera perdurable los claroscuros y entretelones de una emergencia en la que la Ciudad Luz se apagó.
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