“Compañeros, yo no soy un Mesías, ni quiero serlo. Yo quiero aparecer ante mi pueblo, ante mi gente, como una posibilidad política. Quiero aparecer como un puente hacia el socialismo… Allende es un hombre militante de la revolución. Tenemos que hacer claridad política. No podemos llegar al gobierno, no podemos llegar a La Moneda con un pueblo que espera milagros… porque el milagro tendrá que hacerlo el pueblo y no yo”. La cita es de Salvador Allende Gossens, el médico y ex presidente socialista chileno que murió trágicamente el martes 11 de septiembre de 1973, durante el golpe de Estado encabezado por el general Augusto Pinochet Ugarte.
Isabel Allende, sobrina del extinto mandatario trasandino, escribió en el prólogo del libro Salvador Allende. Una época en blanco y negro (El País-Aguilar, 1998): “¿Nacemos marcados por el destino? ¿O hacemos el destino al andar? Esta pregunta, que todo escritor se hace al crear un personaje, me viene siempre a la mente cuando pienso en Salvador Allende y en otros, como él, que asumen la tarea de movilizar la historia. En una novela los protagonistas tienen vida propia, crecen, actúan y sienten en las páginas, apoderándose del texto. Ellos determinan los acontecimientos. En la vida real, la gran novela de la humanidad está escrita por esos hombres y mujeres extraordinarios cuyo papel –o destino– es producir cambios. Se les puede juzgar como héroes o villanos, pero sin ellos no se escribe la historia”.
Salvador Allende fue uno de esos protagonistas: héroe para algunos, villano para otros, pero sin dudas un hombre excepcional. Y no se puede escribir la historia de Chile, de América latina o del siglo XX, sin otorgarle el sitial que le corresponde.
Como casi todos los grandes personajes, Allende estaba lleno de contradicciones que a nadie dejaban indiferente. Para unos, los desposeídos, representó la esperanza de una sociedad más justa, para otros, los poderosos, encarnó el peligro del marxismo. Le tocó actuar en tiempos de la Guerra Fría, en una época desgarrada por la batalla entre el capitalismo y el comunismo.
Cuando fue elegido presidente de Chile, en 1970, los ojos del mundo entero se posaron en ese largo y angosto país al sur del mapa: por primera vez un marxista era elegido en limpia votación democrática.
De inmediato, las fuerzas de la derecha opositora en Chile, apoyadas por la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), iniciaron una guerra feroz para acabar con el experimento de Allende y con los sueños socialistas de millones de hombres y mujeres en toda América latina.
Chicho, de Valparaíso a La Moneda
Descendiente de una familia de vascos que llegó a Chile durante el siglo XVII, Salvador Allende Gossens nació en la ciudad de Valparaíso, el viernes 26 de junio de 1908. La familia de Allende era de clase media alta y tanto su padre, Salvador Allende Castro, como su abuelo, Ramón Allende Padín, fueron militantes del Partido Radical y activos masones.
Su nombre de bautismo fue Salvador Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús Allende Gossens, aunque sus segundos nombres, colocados por su madre, Laura Gossens Uribe, fueron suprimidos de su partida de bautismo poco después de la muerte de ésta.
Su padre viajó y trasladó a su familia a lo largo del país a causa de diferentes cargos en la administración pública. Por este motivo, los primeros ocho años de vida de Salvador se desarrollaron en Tacna (en ese entonces en posesión de Chile), llegando a la ciudad apenas cumplidos unos meses.
Allende inició sus estudios en la Sección Preparatoria del Liceo de Tacna, dirigido por el profesor Julio Angulo. Se mostraba como un niño travieso e hiperactivo según contó Zoila Rosa Ovalle, la “mamá Rosa”, la niñera que cuidó a Allende en la niñez y adolescencia y que alcanzó a verlo convertido en presidente. Ella lo apodó Chichito, pues el pequeño no podía pronunciar su diminutivo correspondiente, Salvadorcito. De allí el origen del apodo Chicho Allende.
El regreso a Valparaíso se produjo en 1921 al ser nombrado su padre relator de la Corte de Apelaciones de dicha ciudad. Allí, mientras continuaba sus estudios en el Liceo Eduardo de la Barra, Chicho conoció a Juan Demarchi, un viejo zapatero anarquista; quien, según las confesiones del mismo Allende, tendría una influencia fundamental, ya que le infundió, durante largas conversaciones en las que también jugaban ajedrez, muchas de las futuras banderas de lucha social que legaría el futuro presidente de Chile.
Finalizó sus estudios secundarios en 1924 y durante un año realizó el servicio militar en el Regimiento de Lanceros de Tacna.
Posteriormente, ingresó a la Universidad de Chile donde se recibió de médico.
En 1929, se inició en la política ingresando al grupo Avance, y llegó a ser vicepresidente de la Federación de Estudiantes de Chile.
En 1933, Allende participó en la fundación del Partido Socialista de Chile, organizando la sede de Valparaíso y manteniéndose en este partido durante toda su vida. Dos años después, ingresó a la masonería, siguiendo los pasos de su abuelo y su padre.
Fue sucesivamente diputado, ministro de Salubridad del gobierno de Pedro Aguirre Cerda, y senador desde 1945 hasta 1970, ejerciendo la presidencia de dicha cámara del Congreso trasandino entre 1966 y 1969.
La cuarta fue la vencida
Salvador Allende fue candidato a presidente de Chile en cuatro oportunidades. En las elecciones de 1952 obtuvo un magro resultado (5,4 por ciento de los votos). En 1958 alcanzó la segunda mayoría relativa (28,5 por ciento) tras el derechista Jorge Alessandri. En 1964 obtuvo un 38 por ciento de los votos, que no le permitieron superar a Eduardo Frei Montalva.
Finalmente, en los comicios del 4 de septiembre de 1970, en una reñida elección entre tres candidatos, obtuvo la primera mayoría relativa de un 36,6 por ciento de los votos, seguido por el derechista Alessandri con el 34,9 y el demócrata cristiano Radomiro Tomic, con el 27,8 por ciento. El Congreso chileno tendría la palabra definitiva.
En Washington, el presidente estadounidense Richard Nixon ordenó evitar que Allende asumiera la presidencia. La CIA organizó dos planes para detener la elección de Allende en el pleno del Congreso (que debía dirimir entre las dos más altas mayorías el 24 de octubre), que fueron conocidos como el Track One y el Track Two.
Más allá de esas artimañas de Nixon, Allende fue electo por el Congreso Nacional y, de ese modo, se convirtió en el primer presidente marxista en el mundo que accedió democráticamente al poder.
La vía chilena al socialismo
El gobierno de Allende, apoyado por la Unidad Popular (un conglomerado de partidos de izquierda), comenzó el 3 de noviembre de 1970 y se destacó tanto por el intento de establecer un camino alternativo hacia una sociedad socialista –la “vía chilena al socialismo”–, como por proyectos como la nacionalización del cobre, la polarización política en medio de la Guerra Fría y una grave crisis económica y financiera.
El programa de gobierno de la Unidad Popular contempló cinco tareas fundamentales para llevar a cabo la transición de Chile al socialismo: impulsar un nuevo orden institucional, que estableciera un verdadero Estado democrático; establecer una nueva economía, sustentada en la propiedad social de los medios de producción y en la profundización de la reforma agraria iniciada en el periodo precedente; implementar un ambicioso conjunto de medidas de avance social en los ámbitos salarial, de la seguridad social, de la salud y de la vivienda; incorporar al pueblo a los ámbitos de la cultura y de la educación; afirmar la plena autonomía política y económica del país frente al resto del mundo, con un sentido latinoamericanista y antiimperialista.
Entre los ministros que colaboraron con Allende cabe destacar a José Tohá, Carlos Briones, Pedro Vuskovic, Orlando Letelier, Orlando Millas, Clodomiro Almeyda, Américo Zorrilla Rojas, Mario Astorga y el general Carlos Prats.
Su gobierno, que alcanzaría a durar mil días, terminó abruptamente mediante un sangriento golpe de Estado, tres años antes del fin su mandato constitucional.
En efecto, el martes 11 de septiembre de 1973, liderados por el general Augusto Pinochet Ugarte, se rebelaron los generales de las Fuerzas Armadas y Carabineros y tomaron el poder a sangre y fuego.
Los sediciosos atacaron el Palacio de La Moneda con aviones y tanques. Aunque valiente, hubo muy poca resistencia. No existían los armamentos rusos en manos del pueblo, los arsenales clandestinos, los guerrilleros cubanos ni los soldados soviéticos en Chile, como tanto se había dicho desde la oposición derechista.
Con implacable eficacia, los generales golpistas terminaron en menos de 24 horas con un siglo de trayectoria democrática e iniciaron un régimen de terror que habría de cambiar para siempre la fisonomía de Chile y de los chilenos.
El último mensaje
Valiente e inconquistable, Salvador Allende murió en La Moneda. Poco antes de su trágico final se dirigió por última vez al pueblo a través de Radio Magallanes, la única emisora que todavía no estaba en manos de los militares sublevados.
“Ante estos hechos, sólo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen… ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, señaló Allende.
“El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”, agregó en otro tramo de su alocución en la que se despidió de los trabajadores, las mujeres, los jóvenes, los campesinos.
Su discurso concluyó así: “Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Éstas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Su voz era tan pausada y firme, sus palabras tan precisas y proféticas, que esa despedida no parece el postrer aliento de un hombre que va a morir, sino el saludo digno de quien entra para siempre en la historia. Se había cumplido su destino.