“La música es una de las cosas que puede salvar al mundo, porque un hombre que busca y encuentra y se solaza horas y días y años y años luz, a través de generaciones, con la belleza, ¿qué otra cosa puede querer que un mundo mejor?”. La frase es de Atahualpa Yupanqui, legendaria figura del folclore nacional, de cuya muerte se cumplieron 20 años esta semana.
Hijo de un indio de sangre quechua y una vasca española, Héctor Roberto Chavero Aramburo vino al mundo el lluvioso viernes 31 de enero de 1908 en Campo de la Cruz, un paraje cercano a Pergamino, provincia de Buenos Aires, donde fue registrado su nacimiento.
Los primeros años de su infancia los pasó en Agustín Roca, pueblo de su provincia natal, pero gran parte de su niñez fue un peregrinaje constante debido a que su padre, oriundo de la ciudad santiagueña de Loreto, era empleado ferroviario. Este movimiento marcaría su vida adulta y despertó su pasión por la libertad del gaucho que recorre a caballo grandes extensiones en soledad, algo que él mismo probaría en carne propia como baqueano y, más tarde, como músico de los caminos.
De los paisajes que conoció de pequeño el que más lo marcó fue el de Tucumán. Allí, luego de un breve y fracasado intento con el violín, recibió sus primeras clases de guitarra clásica de la mano del maestro Bautista Almirón, quien le inculcó la técnica y lo introdujo en el mundo de Bach, Beethoven, Schubert, Liszt, Schumann. De ese modo quedó marcado a fuego su destino y su vocación, ya que la guitarra sería un amor constante a lo largo de toda su vida.
Pero él se nutrió además de cientos de maestros: los paisanos con los que se cruzaba en los caminos y que lo acercaron a los géneros populares –zamba, vidala, baguala, chacarera, milonga– que cultivaría durante toda su vida. Y también de ellos aprendió esa suerte de filosofar popular que impregnó su poesía y forma de obrar a través de los años. En su libro de 1965 El canto del viento, rememoró: “Mientras a lo largo de los campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujería, tejiendo una red de emociones y recuerdos con asuntos inolvidables. Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas, en el tono de do mayor o mi menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas, para narrar con tono lírico los sucesos de la pampa. El canto era la única voz en la penumbra. Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a esos paisanos. Ellos fueron mis maestros. Ellos, y luego multitud de paisanos que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía «su» estilo. Cada cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba”.
A los 13 años el hijo del ferroviario comenzó a utilizar el nombre Atahualpa, que en lengua inca significa “el que viene desde lejos” y, además, era el nombre del último soberano de dicho imperio, que murió a manos de los conquistadores españoles. En la adolescencia, cuando comenzó a publicar sus primeros versos, se agregó el Yupanqui que en quechua quiere decir “narrar” o “contar”. Así su nombre, de fuerte significación etimológica e histórica, termina construyendo una expresión que lo describe a la perfección: “El que viene desde lejanas tierras a contar algo”. La muerte de su padre, cuando él tenía 15 años, lo obligó a tener que salir a mantener su hogar. Mientras ejercía los oficios más diversos –empleado de un estudio jurídico, jornalero, proyector itinerante de cine, periodista– comenzó a publicar sus primeros versos. Mientras, la familia ya había dejado Tucumán para instalarse en Junín.
En 1923 Yupanqui llegó por primera vez a la Capital Federal gracias a un periodista amigo que medió para que, el 14 de septiembre de ese año, tocara junto a un grupo de cantores en la transmisión radial especial que organizó el diario Crítica de “la pelea del siglo” por el título mundial de los pesos completos de box entre Jack Dempsey y Luis Ángel Firpo, que se disputó el estadio Polo Ground de Nueva York.
Diez años después, en 1932, Yupanqui participó en Entre Ríos de un levantamiento popular contra el gobierno militar que había derrocado al caudillo radical Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930. El alzamiento fracasó, y para salvar su vida el cantor debió exilarse en Uruguay hasta 1934. Allí conoció al poeta Romildo Risso, con quien compondría clásicos como “El aromo” y “Los ejes de mi carreta”. En 1931 Atahualpa se casó con su prima María Martínez, con quien tuvo tres hijos: Alma Alicia, Atahualpa Roberto y Lila Amancay. Eran tiempos duros y la familia vivía de pensión en pensión y sumando deudas. Hasta que en diciembre de 1937 el matrimonio se separó.
En 1942 conoció en Tucumán a la pianista francocanadiense Paule Pepin Fitzpatrick, más conocida como Nenette, quien fue su compañera de toda la vida y madre de su cuarto hijo, Roberto Héctor, alias el Kolla. Más allá de lo afectivo, constituyeron una sociedad artística –en la que Nenette firmaba como Pablo del Cerro– que dejó grandes temas como “Chacarera de las piedras” y “Guitarra, dímelo tú”. En 1962 se casaron en México –ya que en la Argentina aún no existía la ley de divorcio– y recién después de 33 años juntos, en 1979, fueron legalmente esposos en la Argentina.
En 1945 Yupanqui se afilió al Partido Comunista (PC), en un acto compartido junto a otros intelectuales en el Luna Park. Por entonces, el artista sufrió las consecuencias de estar ideológicamente enfrentado al gobierno de Juan Domingo Perón: se le prohibió tocar, grabar y publicar, y también se impidió que su música fuera grabada por otros intérpretes. Por ser opositor a Perón también estuvo preso durante nueve meses sin proceso ni condena.
En otra ocasión, un oficial de policía le tiró en la comisaría una máquina de escribir sobre la mano derecha –seguramente no sabía que Yupanqui era zurdo–. Esa herida le dejaría secuelas que con los años afectaron su forma de tocar la guitarra. También se cuenta que sus manos fueron gravemente dañadas a culatazos por un grupo paramilitar de ultraderecha. Las “Coplas del payador perseguido”, serían una respuesta a esa agresión: “Y aunque me quiten la vida/ o engrillen mi libertad/ y aunque chamusquen quizá/ mi guitarra en los fogones/ han de vivir mis canciones en l’alma de los demás”. Esta canción estuvo prohibida en algunos países como la España franquista.
En 1950, Yupanqui emprendió su segundo exilio. Esta vez, ayudado por el PC marchó rumbo a Europa del Este para realizar una gira y cuando la concluyó se radicó en París, donde triunfó promovido por el poeta Paul Eluard y la cantante Edith Piaf. Desde entonces, viajó frecuentemente entre la capital francesa, la Argentina y diversos países por donde paseó su arte y difundió el folclore nacional. Como cantor, poeta, músico y escritor, Yupanqui siempre tuvo un particular interés y sensibilidad para retratar a aquellos que él gustaba llamar “los anónimos”, los marginados, los olvidados.
Entre unas 350 canciones registradas, pueden citarse: “La Alabanza”, “La Añera”, “El Arriero”, “Basta ya”, “Cachilo dormido”, “Camino del indio”, “Coplas del payador perseguido”, “Los ejes de mi carreta”, “Los hermanos”, “Indiecito dormido”, “Le tengo rabia al silencio”, “Luna tucumana”, “Milonga del solitario”, “Piedra y camino”, “El Poeta”, “Preguntitas sobre Dios”, “Sin caballo y en Montiel”, “Viene clareando” y “Zamba del grillo”, entre muchas otras.
Don Atahualpa murió a los 84 años de edad, la noche del sábado 23 de mayo de 1992, en una habitación de hotel de la ciudad francesa de Nimes, después de haber pedido un vaso de leche como último gesto antes de ir a dormir. Sus restos están sepultados en su casa del Cerro Colorado, en el norte de Córdoba.