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Cuarentena, día 1: el coronavirus como metáfora del desencuentro

El virus habla hasta por los codos de desigualdades y mentiras, de gobiernos preocupados por las finanzas macroeconómicas en lugar del bienestar de los ciudadanos; el virus habla de negligencias y miopías, de descuidos previos y de injusticias

Por Elisa Bearzotti / Especial para El Ciudadano

Encerrada, poniendo en juego todas las tácticas y estrategias aprendidas en quiméricos cursos de budismo zen, pasajera de un tren detenido y sin promesa de partir. Así, mi primer día de cuarentena.

El juego de las incertidumbres se abre paso dentro de un sistema estúpido y colapsable, donde lo importante se desdibuja frente a las vertientes de lo lúdico, “cool”, instagrameable, burbujas de un mundo perdido antes de verse concretado.

Se hace difícil entender que el único modo de salir sea el mismo que en el medioevo, que la humanidad no haya encontrado caminos de evolución y satisfacción verdadera, que lo más improbable esté ocurriendo.

Más de 600 muertos por día en Italia, barcos que deambulan sin poder atracar en ningún puerto, terror agudizado en aeropuertos y fronteras… demasiado miedo en un mundo desenfocado y autista.

Las ciudades vacías de suspiros se desconciertan ante el estupor de los pájaros que vuelan sin ruido, desplegando alas no contaminadas por el humo ni el smog, amarrando nidos sin temor al desarme puntual de los humanos, humanos que los abandonaron sin pudor ni arrepentimiento cual vulgares mercancías olvidadas en el fondo de un armario. Tampoco ellos deben saber hacia dónde volar.

No hay escapatoria cuando la cárcel es abierta y el guardia más severo es invisible. Los escasos metros cuadrados de las viviendas modernas se transforman en un cerco más asfixiante que un alambrado de púas. No salir es la consigna, el enemigo acecha entre las sombras de un abrazo cálido o una mano sin enguantar. Hoy más que nunca “el infierno es el otro”, proféticas palabras del padre del existencialismo que se vuelven pesadilla y flagelo. A poco de andar la desconfianza le cede paso a la paranoia, una tos a menos de dos metros dispara los mayores terrores y un estornudo a destiempo puede ser causa de divorcio.

Paradójicamente, estamos más separados que nunca pero nunca más iguales porque el virus derrota la ficción de lo diferente para igualarnos en un mismo cuerpo vulnerable, en el mismo temblor, la misma fiebre, la misma tos, el mismo terror agónico ante el diagnóstico inmune a toda metafísica, viviendo todo aquello que sería un desorden apenas en tiempos neutros pero es una condena al desamparo en tiempos de peste.

El virus entonces se hace metáfora del desencuentro, del terror al otro, del autismo social disfrazado de alegre comitiva, de la pesadilla de encontrarnos con nosotros mismos. En la pandemia es necesario estar solos, mirarnos en el buen sentido (primero hay que atreverse a derrotar el malo), escuchar las voces que no nos gustan, amplificar el mensaje, detenernos, parar la pelota, objetivarnos en la nada que somos, que logramos, que podemos. Es necesario atrevernos a estar 24 horas con nosotros mismos, sin juicios ni malos recuerdos, sin reproches. Es necesario perdonarnos.

Por último, a pesar de su inmanencia el virus no es silencioso, que va, peca más bien por incontinencia discursiva. El virus habla hasta por los codos de desigualdades y mentiras, de gobiernos preocupados por las finanzas macroeconómicas en lugar del bienestar de los ciudadanos; el virus habla de negligencias y miopías, de descuidos previos y de injusticias.

La muerte se empodera en estos días y de nada sirve voltear la mirada. Los sitios abandonados se volverán amargos al cabo de un tiempo y el deterioro invisible de la ciudad, tapizado por la cotidiana marea de gente, aparecerá sin consuelo ni maquillaje.

Va a ser necesario entonces mirar hacia otro lado, más lejos quizás, hasta el fondo de nosotros mismos y de nuestras fragilidades, hasta encontrar algo verdadero en medio de tanto espectáculo masivo, hasta saber de qué estamos hechos realmente, hasta derrotar la mentira…

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