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Cuerpas como colonias de la normalidad: el principio

Por Romina Sarti *

En tiempos donde la especialización en una temática nos las viene a dar un recorrido académico (en teoría); en tiempos donde la opinión se hace eco regurgitando el impacto que la doxa tiene en una red social, en tiempos en donde siempre pareciera que hay que tener una respuesta, es difícil (o irresponsable) asumirse como especialista en tal o cual cuestión (sobre todo cuando nos pensamos humildemente, como aprendices permanentes). Pretendo con esto, no excusarme en la ignorancia, sino en presentarme como una soberbia trabajadora de la reflexión para la propia evolución.

Entre los diversos lugares en que trabaje, desde hace 6 años lo hago en una Universidad donde una de sus líneas prioritarias de investigación (y acción) es la discapacidad. Honestamente la discapacidad era un tema que nunca me había convocado, quizás por caer en la trampa obvia que su denominación “¿la caracteriza?”.

Horacio González fue un docente que me inspiró, y lo admire (admiro) y respeté (respeto) como a pocos profesores. En sus clases de los lunes hasta las 23.30, en un aula perdida de la Siberia taciturna, con les compañeres de Bedelía que merodeaban ansioses para poder cerrar la facu; él con su tono de voz generoso, nos invitaba a pensar sobre las etimologías de las palabras. Claro que enseñaba cosas más trascendentales e interesantes, más profundas e interpeladoras, pero por esas cuestiones que no tienen explicación me quedé tildada en “La verdad en el sentido extramoral”, en las construcciones conceptuales, en los contextos, en el origen de estas locuciones.

Entonces discapacidad. Comencé a trabajar en 2016 en la Universidad del Gran Rosario y allí la palabra estaba cada vez más presente. Discapacidad, salud, modelo social, DDHH, rehabilitación. Naturalmente empecé a dar clases. Fue una de las cosas que más me costó, siempre me caractericé por el escapismo, no por mis dotes atléticas justamente, sino por la carencia de ellas. Mi cuerpa gorda, mis rulos negados por la mayoría de las marcas de shampoo, mi amor por el heavy metal, me hacían sentir más cómoda en las sombras que bajo el foco de luz. Exponer tremenda carrocería en un espacio áulico que está pensado anacrónicamente como escenario donde el/la que habla parece ser protagonista de miradas y verdades, me sacaba de eje, me hacía prisionera de mis prejuicios más descarnados: hartazgo de no conseguir un pantalón que me entrara, vacaciones sin piletas ni playas, restricciones y castigos por no ser (parecer) lo que responde (respondía) a una forma unívoca de ser belleza, de reconocer belleza, de cuerpas y humanidades detonadas por un monólogo estético destructivo.

Una unidad en una materia cuatrimestral que tiene una incidencia relativa en lo disciplinar no era arriesgado ni osado, una comisión que no superaba 20 personas, una hora y media por un mes; aunque todas mis inseguridades y traumas me decían que no, me di ánimos y me dije que podía hacerlo: “el ser social”. Ese tema, mi bandera, en la que jugando a interpelar a estudiantes me interpelaba a mí misma en el quién soy, qué me define, cuánto pesa lo social como mirada que moldea, cuánto hay de propio en mi construcción, en mi subjetivad. Seguí (y sigo) jugando con esa materia, disfrutando con quienes la cursan, cuestionándonos y reflexionando (o intentándolo). Me era cómodo, me sentía suelta, al fin no ser heteronormativa daba coherencia a mis palabras.

Entonces apareció Alfredo en noviembre del 2017 y me dijo: “Problemáticas de la discapacidad”. Esa materia consumió cada hora de esos días de verano pensado como abordarla, leyendo, leyendo, leyendo; la Convención, los movimientos, desde Foucault, Bourdie, Butler, hasta Conrad, Goffman, Palacios, Bariffi, Angelino, de Pantano, Joly, Skiliar, a Mareño Sempertegir y más, muches más problemáticas me enamoró finalmente de la docencia, me partió la cabeza (y lo sigue haciendo), despertó en mí un interés visceral por una temática en la que nunca había reparado porque sí, había caído en la trampa de cómo nombrarla me condicionaba, la negaba, la anulaba.

Espero que haya una próxima y que conversemos y reflexionemos como la normalidad trata a nuestres cuerpas como colonias a conquistar, al punto de anular nuestra subjetividad, al punto de denostar nuestra esencia real, al punto de borrarnos desde y a partir de nuestra diversidad natural. “Nada sin Nosotres, nada fuera de Nosotres”. Si la puerta queda entornada, lo tomaré como un pedacito de triunfo.

* Licenciada en Ciencia Política (UNR), docente titular de Problemáticas de la Discapacidad en Tecnicatura de Acompañante Terpéutico y en Ciclo de Licenciatura de Acompañante Terapéutico de la Universidad del Gran Rosario (UGR).

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