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Cuzco

Por Daniela Martignangeli

Toco timbre. Una hilera de hormigas sale de la tapa de luz y baja por la pared de piedritas hasta la vereda. Siguen su camino. Una de ellas está perdida buscando el rumbo sobre la superficie lisa de mi borcego. Sacudo la pierna, el pie y me acomodo un mechón de pelo que cae sobre mi cara. No tendría que habérmelo cortado sola.

Miro el celular por si me envió algún mensaje, quizá todavía no llegó o se está bañando. Ensayo un saludo: Sonrisa, –¿Hola cómo estás? Traje vino, espero que te guste, me lo recomendaron, es tinto–. No sé si decir es tinto porque ya se ve que es tinto. Me lo recomendaron tampoco me gusta, porque le da demasiada importancia a la cita. Decido que lo voy a saludar y le voy a dar la botella sin aclarar nada.

Esta anocheciendo, hay humedad en el ambiente, algunos autos ya circulan con las luces prendidas. Todo se cubre de un color gris que lo iguala: los frentes de las casas, el contenedor de basura, la ropa de la gente que pasa caminando parece camuflarse con el asfalto.

Dejo la botella de vino que traigo en la mano en el escalón de entrada, y me acomodo la camisa que se me sale del pantalón. La fibrana es un género suave al tacto y liviano, pero se arruga con facilidad y se achica cuando se lava. El estampado me gusta, contrasta con mi piel blanca y le da un toque de estilo al conjunto en el que predomina el color negro.

¿Habrá sonado el timbre? No lo escuché. Un perro chiquito sin raza me olfatea los tobillos. Va atado del cuello con una soga de las que se estiran y retraen según las necesidades del animal y del dueño. La señora que lo pasea le dice que se aleje, que no moleste, pero no tira de la soga. Lo sigo con la mirada y respiro profundo para que no olfatee el miedo. En la pantorrilla derecha cubierta por el pantalón llevo una cicatriz profunda y desprolija.

Tenía unos seis años, visitábamos a mi tía abuela en el campo en la casa que había sido de la familia. Allí vivió mi bisabuelo con sus hermanos y su madre cuando vinieron desde San Severino huyendo de la guerra. Amaba ese lugar detenido en el tiempo. También amaba la libertad que me daban, eran unos días para descansar de los ojos vigilantes de mis padres ante los peligros de la ciudad.

Una tarde mientras los adultos dormían la siesta desparramados bajo el nogal, yo decidí investigar qué había más allá de los silos. Esa era la frontera delineada por mi padre –Paseá por los corrales hasta el gallinero y volvé por la huerta, pero no vayas atrás de los silos, que el maíz está alto y te podés perder–. Crucé el límite, comprobé que arrancaban los campos sembrados y que estaban crecidos, lo que no sabía era que estaba pisando territorio de Roque. Un perro viejo y resentido por sus años de trabajo duro en el mundo de las apuestas clandestinas. Había sido rescatado por el marido de mi tía abuela, que nunca consiguió que el animal se adapte a la nueva vida y baje la guardia. Desde que el señor falleció, lo dejaron atado lo más lejos posible de la casa y de los otros animales, solo se acercaban para alimentarlo y tirarle unos baldes de agua en verano.

Roque arrancó parte de mi pantorrilla de un solo bocado y borro con su mordida los siguientes tres días de mi memoria. Me contaron mil veces qué pasó después del ataque, la cantidad de sangre que perdí y la posterior infección que trajo muchas complicaciones. Mi cerebro insiste en olvidarlo de todos modos, pero hay una memoria corporal del terror que persiste. Se activa cuando cualquier otro perro cruza mi frontera, esa distancia a mi alrededor que me mantiene segura.

Por suerte la señora decide tirar de la correa cuando mi cuerpo está por empezar a temblar. Con los años aprendí algunos ejercicios para suavizar la ansiedad que me generan los perros cerca. Dicen que ellos pueden olfatear la adrenalina que segregamos al sentir temor. Me vuelvo a acomodar la camisa y me arrepiento del outfit que elegí para esta ocasión.

Ya anocheció. Se prendieron las luces de la calle. Vuelvo a tocar el timbre. Me alejo y miro las ventanas de arriba. Están abiertas y hay algo de claridad adentro. No quiero parecer nada que me perjudique. Voy a tratar de ocultar mi ansiedad lo más posible, no voy a llamarlo por teléfono. Respiro y repito para mí que no hay apuro, que la noche recién empieza, que no me adelante a los hechos, que ya va a abrir. Miro el reloj, apenas pasaron unos minutos. Debe estar en el baño, espero. No me aguanto, miro el teléfono. No me escribió y su última conexión fue hace cinco minutos. Me siento en el escalón al lado del vino. Veo como las hormigas encontraron otro camino protegidas por el surco entre dos baldosas. No hay duda son una raza superior, pienso y vuelvo a esperar. Me paro, mi cola quedó marcada en el escalón, me sacudo. De nuevo chequeo las ventanas, la camisa, el pelo, me fijo también en la botella, el reloj, el aliento, la calle y la noche alrededor. Ensayo una sonrisa natural y despreocupada.

Vuelve el perro, lo observo. Es feo, con el torso desproporcionado en relación a las patas, los ojos blanqueados y está rengo. Otra vez se me acerca y la señora no tira de la soga. El cuzco olfatea la cicatriz y yo siento como si me quemara. Se enciende una alarma personal. Aprieto los puños y miro seria a la señora a ver si entiende el mensaje. El perro quiebra sus patas traseras y hace caca justo a mi lado. La señora se acerca con una bolsa puesta de guante, agarra la caca y la aplasta hasta sacar de uno de los soretes una canica mediana. Se agacha, le acaricia el lomo con la mano limpia y lo felicita. Todo sucede muy cerca, dentro de mi espacio. Me sonríe sin percatarse de que la odio y me cuenta cómo el perro se había tragado la canica de su nieto el día anterior. El bicho ahora más liviano y enérgico, juguetea a mi alrededor mientras la correa se me enrosca en las piernas. Me concentro en los ojos de la mujer y trago saliva, me inclino hacia adelante para desenroscar la correa que roza mi cicatriz y liberarme. Es justo ahí, a medio camino, cuando siento el ruido de la botella caer y rodar por el escalón. Me lanzo al piso con las piernas atrapadas para salvarla, la botella toca la vereda y mi mano a la vez. Adrenalina y odio, euforia y terror. Quedo cara a cara con el perro que me mira y mueve la cola, la dueña lo desenreda y lo invita a seguir paseando. Se van sin disculparse.

Estoy congelada, de rodillas en el piso. La cicatriz y el corazón me laten fuerte. Tengo la camisa en parte salida y en parte no. A través del mechón de pelo que cae sobre mis ojos los veo alejarse, impunes. Un olor a caca fresca me envuelve y las gotas de vino se deslizan hasta el suelo. Hay una grieta en la botella, contengo el grito que llega hasta la boca y se topa con mis dientes apretados. Tengo la cara roja y un sentimiento de ira empuja mis ojos levemente hacia afuera. La puerta se abre y chilla, parecen sus zapatillas, el tiempo se derrite, no puedo pensar, no me puedo mover. Solo, inclino mi cabeza hacia arriba y digo levantando la botella –Todavía se puede salvar –.

***

Daniela Martignangeli es actriz, egresada de la escuela de Teatro y Títeres n°5029. Pos-titulada en Artes Escénicas en la UNR. Ha integrado el grupo teatral “The Jumping Frijoles” por más de 20 años. Se ha formado en el campo de la escritura teatral con reconocidos docentes a nivel local y nacional, llevando a escena alguna de sus obras. En los últimos años ha incursionado en la escritura de otros géneros literarios como la poesía y la prosa poética. En la actualidad cursa el taller de narrativa dictado por Javier Núñez.

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