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La tarde del 25 de noviembre de 2003 el anfiteatro de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario estaba repleto. La entonces decana Raquel Chiara se había ocupado de que no faltara nadie. Docentes, funcionarios y funcionarias, directores de hospitales y centros de salud, jefes y jefas de áreas de obstetricia y ginecología y hasta directivos de sanatorios privados, se encontraron en el enorme e histórico salón del edificio de Córdoba y avenida Francia sin saber del todo a qué habían ido. La invitación era a la presentación del informe “Con todo al aire. Reporte de derechos humanos sobre atención en salud reproductiva en hospitales públicos”. Estaba a cargo de las abogadas Analía Aucía y Mariana García Jurado, y la trabajadora social Susana Arminchiardi, bajo la coordinación de la también abogada Susana Chiarotti.

Las cuatro mujeres se sentaron detrás de la enorme mesa de madera tallada, a la que mira todo el anfiteatro, y se prepararon para la presentación. Analía Aucía no recuerda si ese noviembre hacía calor. Sí que apenas empezó a hablar la temperatura le subió por el cuerpo hasta los cachetes. Le temblaba todo y sentía que la tensión en el aire se cortaba con un hacha. Prometió ser breve. Explicó que con sus compañeras habían hecho una investigación a lo largo del último año bajo el nombre “Tratos crueles, inhumanos y degradantes a mujeres en servicios de salud reproductiva”. El análisis había surgido del trabajo que venían haciendo en barrios populares de la ciudad  y era un relevamiento de testimonios de mujeres que habían vivido situaciones de violencia en la salud pública. Algunas de ellas, muy pocas, estaban mezcladas entre el público conservando el anonimato. Mientras hablaba, Aucía veía que la cara de los médicos y las médicas se desfiguraba. El ambiente se tensaba cada vez más.

—Y ahora vamos a pasar a escuchar los testimonios de las mujeres—dijo y las cuatro se levantaron y se sentaron a un costado. Nadie entendía qué pasaba. El auditorio quedó en silencio y entraron dos mujeres. Una vestía ropa común y corriente, la otra tenía puesta una chaquetilla médica. Pusieron una sábana blanca arriba de la mesa y empezaron a interpretar los testimonios del informe.

“Llegué con una hemorragia y me hicieron un legrado sin anestesia”.

“¿Qué hiciste, te pusiste algo, te inyectaste algo?”

“Me metieron mano más o menos 13 estudiantes. Sentí vergüenza y bronca, me tapaba la cara con la sábana para que no me miraran”.

“Bien que cuando cogiste no gritabas. Te gustó lo dulce, ahora aguantate lo amargo”.

“Si saben que te hiciste un aborto te hacen el raspaje en carne viva”.

“No querida, ahora aguantátela, mamá. Mirá, ahora vienen acá y quieren que no les duela”.

Las actrices alternaban roles y variaban quién hacía de profesional de la salud y quién de paciente. Se cambiaban detrás de la mesa y volvían a salir. La obra de teatro no duró más de 10 minutos pero alcanzó para que la jerarquía de la medicina rosarina se empezara a parar para irse. Levantaban la mano y decían: “eso es mentira”, “nosotros no trabajamos así”, “es un caso particular”, “esto es una ofensa”. Pero la evidencia de los maltratos estaba en el informe de 114 páginas que cada uno había recibido al entrar.

El médico tocoginecólogo Daniel Teppaz estaba sentado en una de las filas en silencio. Tenía 38 años, faltaban pocos meses para convertirse en director del hospital Roque Sáenz Peña y estaba en shock. Apenas terminó la presentación lo miró a Marcelo Raffagnini, el jefe de Obstetricia con quien había ido, y le dijo:

—Y nosotros, ¿qué vamos a hacer con todo esto?

 

 

***

 

El día de la presentación de “Con todo al aire” Daniel Teppaz estaba en el medio. Ya no era el catequista y estudiante de medicina que había llegado a Rosario en los ochenta a una facultad comandada por médicos del Opus Dei. Lejos estaba del pibe que pasaba horas en el patio del Roque Sáenz Peña discutiendo con sus compañeras de residencia sobre aborto, diciéndoles que era asesinato, que la vida comenzaba desde la concepción, que si cogieron se tenían que bancar el embarazo y si las habían violado había que aguantar y darlo en adopción. Ya no naturalizaba el cartel pegado en la sala de Ginecología que ordenaba denunciar a cualquier mujer que llegara con la sospecha de un aborto practicado en la clandestinidad. Hacía años que no le cerraba el trato que tenían con las pacientes en los hospitales.

Tampoco era el Daniel Teppaz que es hoy. No estaba en contra pero tampoco a favor. No sabía, nadie se lo había enseñado, que el aborto es legal por causales en la Argentina desde 1921. No era todavía el militante por el derecho a decidir, el funcionario público, el apasionado de la gestión, el de la biblioteca casi enteramente feminista, el blanco de los grupos antiderechos, el integrante del primer Instituto de Masculinidades del país, el activista de la Red de Acceso al Aborto Seguro (Reedas).

Estaba en el medio. En el punto justo del quiebre. Ese que no es origen de nada sino la consecuencia de lo vivido.

 

***

 

El miércoles 18 de abril de 2018 Daniel Teppaz recibió un whatsapp con un link. Estaba en el Congreso Nacional y faltaban menos de 24 horas para subir al estrado de la sala de comisiones de la Cámara de Diputados. Había ido a defender el proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), que en marzo de ese año presentó por séptima vez la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Teppaz había sido convocado como Director de Salud Sexual de Rosario, para hablar sobre la experiencia de la ciudad con mortalidad cero por abortos clandestinos. Apenas abrió el enlace y vio el título de la nota publicada en el diario El Ciudadano se asustó: “Daniel Teppaz, el médico arrepentido”.

El artículo contaba que él había sido un detractor del aborto y con los años había cambiado de idea. Si bien explicaba que cuando era joven entre los motivos de su oposición a la práctica estaba su formación católica, aclaraba que la religión no era algo que impedía estar a favor del derecho a decidir. “Soy del grupo de los arrepentidos, como John Nattanson pero al revés”, había comparado en referencia al médico norteamericano que después de estar a favor de la legalización se volvió un integrante de los grupos fundamentalistas en contra. Tras leer la nota, Teppaz tomó una de las hojas en las que había impreso su ponencia cronometrada en siete minutos y escribió en el dorso con birome sobre eso: lo que significa cambiar.

El tiempo que Teppaz lleva en la salud pública de Rosario es el tiempo del proceso de legalización del aborto en la ciudad de la bandera. Porque sin ley, la legalización fue eso: un proceso de 30 años de pequeñas conquistas, un paso a paso, un ensayo y error, un aprender y, a la vez, generar teoría con la práctica. La legalización del aborto en Rosario fue posible por una sinergia de actores y actrices, por una alianza estratégica y no siempre fácil entre gestión pública, movimiento feminista y territorio, con trabajadoras y trabajadores de la salud comprometidos con los derechos de mujeres y personas gestantes.

Teppaz ha sido a lo largo de su vida las tres cosas: médico, activista y funcionario público. ¿Puede la vida de una persona contar la historia de una ciudad? Seguramente no. Pero, sin dudas, su paso por la salud pública es uno de los testimonios vivos de la historia reciente de la pelea por el aborto legal en la Argentina y permite mirar a futuro. Como en 2018, un posible escenario de legalización obliga a revisar la historia. Y en ese revisar hay experiencias para pensar en lo que viene después del Congreso: cómo garantizar el derecho a decidir.

Esa primera conversación telefónica sobre religión, medicina y derechos sexuales fue el puntapié de este perfil. Los nombres propios que aparecerán son sólo algunos de los muchos que tejieron la pelea por el aborto en Rosario. Como toda historia en la que lo personal es político, están vinculados a la afectividad del protagonista. Casi dos años después del título de arrepentido, en un bar de Rosario, a dos cuadras del Centro de Especialidades Médicas y Ambulatorias (Cemar) donde trabaja, Teppaz piensa lo mismo.

—Siempre se pone como una contradicción ser creyente, como si tener una espiritualidad te impidiera hacer abortos. Pareciera que es necesario dejar de lado las convicciones religiosas y hacerte ateo. Y no es así. Es más, creo que puedo hacer abortos porque tuve esa formación religiosa, por lo que aprendí sobre la solidaridad, la misericordia y la compasión. Hoy no soy religioso, ni estoy en contradicción con creer o no creer. Pero estoy seguro de que si Cristo viviera ahora, sería su fan y creeríamos en lo mismo.

***

 

Daniel Teppaz nació el 3 de septiembre de 1964 en Santa Isabel, un pueblo de menos de 5 mil habitantes del sur de Santa Fe, en el departamento General López. Viene de una familia de trabajadores de clase media baja y para su mamá y su papá era importante que sus hijos tuvieran una educación más allá de la escuela. Lo que estaba más a mano para conseguirla era la Iglesia del pueblo y el cura Nelson Raúl Trognot.

—No es que mi familia fuera particularmente religiosa, al menos de manera practicante. Pero sí había una idea de que estar cerca del cura era una garantía de acceso a la educación.

Y lo fue. Santa Isabel era un pueblo muy politizado y Trognot no era excepción. En plena dictadura militar, cada vez que la policía o los militares entraban a la Iglesia y le preguntaban si había visto algo raro, Trognot se hacía el desentendido mientras escondía panfletos en la capilla. Los encuentros con el grupo de la Iglesia eran el lugar de discusiones acaloradas sobre los tiempos que corrían. Para Teppaz fue la puerta a cursos, talleres y retiros en los cuáles se encontró con debates filosóficos e ideas que le cambiaron la cabeza para siempre. Hasta tuvo un curso de educación sexual.

—Hablábamos de la guerra de Malvinas y de cómo los milicos nos habían entregado. Se armaban unos debates bárbaros con el cura.

 

 

La Iglesia era también comunidad. Por eso, apenas llegó a Rosario a estudiar medicina, Teppaz buscó la capilla más cercana para encontrar un nuevo lugar de pertenencia. Los primeros meses vivió en Barrio Parque, donde el hijo de una vecina lo presentó en la Basílica de Nuestra Señora de Lourdes. Si no llegaba por un contacto, podía ir a las misas pero no entrar a la comunidad. La pertenencia duró poco. A los pocos meses se mudó al Abasto y dejó atrás esa iglesia.

En el nuevo barrio vivía a pocas cuadras de otra basílica, la de San José, una iglesia de estilo barroco italiano de principios de siglo XX, en Cochabamba y San Martín. Una de las veces que pasaba por delante, Teppaz vio que la noche de Pascuas se celebraba un retiro para jóvenes. Pensó que era una buena oportunidad para continuar su militancia religiosa y encontrar un grupo nuevo de pertenencia. Pero el cura a cargo le dijo que era sólo para los hijos de las familias tradicionales del barrio y lo echó.

—Ahí empezó un alejamiento. Como suele decir un amigo, fui echado de la masculinidad hegemónica desde mi más tierna edad.

Con 18 años, Teppaz entró a la carrera de medicina en 1983, en la agonía de la dictadura cívico-militar y con el inminente regreso de la democracia. Fue el último año en el cual hubo ingreso restringido. Se anotaron 1.300 estudiantes y después del examen quedaron apenas 200. Los aires democráticos no se sentían puertas adentro del edificio de Francia y Córdoba. La carrera era un reducto de lo más rancio de la medicina rosarina, salvo algunas contadas excepciones como Walter Barbato. Teppaz iba a clases y los escuchaba con atención sin saber que años más tarde sería para muchos de ellos una especie de enemigo. Era también una carrera y una profesión dominada por varones, una tendencia que se repitió en todo el mundo durante décadas y que se viene revirtiendo en los últimos años. En Estados Unidos, por ejemplo, para 1970 las mujeres dedicadas a esta especialidad eran apenas el 7 por ciento. Medio siglo después son el 59 por ciento.

En los seis años de medicina general y en los que siguieron de especialización como tocoginecólogo, en ninguna materia le hablaron de métodos de anticoncepción o aborto, salvo incompleto o espontáneo. Jamás le mencionaron al Código Penal y sus artículos 85 y 86 que dicen que interrumpir el embarazo es legal cuando la mujer fue víctima de violación o corre riesgo su vida. La sexualidad de las mujeres estaba limitada a determinadas enfermedades y a la maternidad. Al empezar la residencia en el hospital Roque Sáenz Peña, Teppaz era un convencido en contra del aborto. No sabía que en los años siguientes iba a encontrar en ese lugar y en el Centro de Salud Sur a las mujeres que lo ayudaron a cambiar. Porque si hay una certeza que tiene Teppaz cada vez que habla es que a lo largo de su vida las mujeres lo salvaron.

 

***

 

Todos los cuadros de la casa de Teppaz tienen una historia escondida. En la pared más larga del living comedor del departamento en el que vive en Rosario hay dos. Uno, está colgado sobre la punta de la mesa. Lo compró en un viaje a Jujuy, aunque él dice que es un cuadro robado. Lo vio en el Museo Nacional Terry en Tilcara y se enamoró. Preguntó por el precio y le dijeron que valía 200 pesos, que en ese momento no alcanzaban ni para los materiales. Pagó, dejó sus datos y se lo trajo en el colectivo de vuelta. Está pintado sobre madera y se llama “Diálogo con el amor y el espacio”. Las figuras son abstractas con curvas y triángulos rojos, naranjas, turquesas, rosas y negro. Hay una luna y una figura que, depende cómo se la mire, puede parecer una persona, un tucán, un gato. Teppaz ve una mujer.

En la misma pared sobre el sillón cuelga la reproducción de “La metamorfosis de Narciso”, de Salvador Dalí. El español pintó la leyenda de la mitología griega del hombre que se enamoró de su propia imagen al verla reflejada en el agua. Al intentar alcanzarla, se ahogó. Los dioses del Olimpo lo inmortalizaron convirtiéndolo en la flor de narciso. En el cuadro de Dalí, Narciso es una mano hecha roca que sostiene una especie de huevo del que sale la flor. La reproducción fue un regalo de una amiga en agradecimiento por acompañarla durante un aborto que debió hacerse por una trombofilia durante un embarazo.

En el pasillo que va la habitación están los dos cuadros de la serie “Fisgones”, de Marcelo Gonela, quien también es médico y fue su alumno en Anatomía.

—Siempre me preguntan por qué elegí ginecología. Hay muchas razones. Una de ellas es que sea una sublimación de ser un fisgón. Otra, es mi miopía. Siempre tuve pasión por mirar donde no se ve. En la facultad me encantaba el microscopio. Después de especializarme en gineco hice colposcopia, que miras y ves las manchitas que no se ven.

Lo cierto es que cuando terminó la facultad no le gustaba nada del todo. Había empezado convencido de hacer psiquiatría, pero con los años vio en la ginecología la posibilidad de un trato íntimo, de ser alguien a quien confiar la maternidad y el nacimiento de un hijo. Y, sobre todo, la eligió porque siempre se llevó mejor con las mujeres que con los varones.

—Por mi historia, por mi sexualidad, por un montón de cosas. Siempre hubo una mujer que vino a mi auxilio, ya sean amigas, profesoras, compañeras. Me rescataron y me presentaron un mundo diferente.

***

 

Después de la presentación del informe “Con todo al aire” muy pocos hospitales y sanatorios tomaron nota. Una de las excepciones fue el Roque Sáenz Peña, donde hacía rato se gestaba una forma distinta de pensar la salud de las mujeres. El edificio del sur de Rosario fue durante los años noventa el lugar donde empezaron a dar anticonceptivos cuando todavía no había leyes que lo permitieran. Acopiaban las muestras de visitadores médicos y se las daban a las mujeres que llegaban a buscar algún método para no quedar embarazadas.

Muchas de las banderas de la salud pública de Rosario se gestaron en el Roque, en procesos de abajo hacia arriba. Había una efervescencia, un movimiento entre trabajadoras y trabajadores que fue avanzando en las formas de pensar la salud de las mujeres. Primero la anticoncepción, después las consejerías para hablar de violencias, luego la reducción de daños, y más tarde los abortos y el parto respetado, que hoy tiene una de las salas más innovadoras del país. Desde la gestión pública hubo lectura y legitimación de esos procesos. Pero la gesta estaba ahí, en las bases, de la mano de mujeres como Susana Arminchiardi y Silvia Totó. Hay un concepto que fueron armando y que Teppaz repite siempre: el rol de la política sanitaria es acompañar a las mujeres en cada decisión que toman en sus vidas, ya sea tener relaciones sexuales, tomar anticonceptivos, ser madres o no serlo.

Mientras en el Roque daban anticonceptivos acopiados, Rosario avanzaba de a poco en legislaciones de ampliación de derechos sexuales. En 1997 fue la segunda ciudad del país en crear un programa de salud sexual y reproductiva. Apenas el Concejo Municipal la aprobó, el arzobispo lo llamó al entonces intendente Hermes Binner y le pidió que la vetara. El médico socialista no le hizo caso.

Esos avances no significaron, sin embargo, un cambio en las formas de tratar a las mujeres. Primero, piensa Teppaz, porque a los médicos hay que enseñarles a escuchar. Pero también por el propio sistema de salud. Teppaz entró al Roque en 1991 para hacer la residencia. Si hay algo que le quedó marcado es que las residencias, todas, sacan lo peor de las personas. Las horas y horas sin dormir y la sobrecarga de trabajo fueron una escuela de la no empatía.

—Pasaba 40 horas de corrido haciendo partos y llenando formularios. Cuando me desmayaba 10 minutos en una silla, venía una enfermera y me decía que había una mamita para revisar, sentía que esa mujer me estaba cagando la vida.

Las mamitas eran las mujeres que llegaban con abortos incompletos y la orden de las autoridades era denunciarlas. El personal de salud no tenía ningún remordimiento en hacerlo.

—Creíamos que era lo que correspondía. Si vos no sabés que existe el aborto no punible y tenés un ministro que te dice que denuncies, no pensás en que hay otra opción.

La directiva del gobierno provincial colgaba de la pared con un cartel que decía: “Toda mujer que concurra por abortos será denunciada”. Respondía a la carta que había llegado desde el Ministerio de Salud, con firma de Fernando Bondesío, quien asumió en 2002 como parte de la gestión del gobierno de Carlos Reutemann.

 

 

Después de la residencia, Teppaz siguió trabajando en el Roque hasta 1998, cuando empezó a atender en el Centro de Salud Sur, en Ayacucho al 6300. Primero como ginecólogo y obstetra, desde el 2000 como director. El centro de salud fue la experiencia que más lo transformó. La atención primaria le dio el contacto cotidiano con los problemas de las vecinas del barrio.

—Cuando escucho que dicen que hay que hacer un examen de las causales de aborto de las mujeres, les diría que vayan a atención primaria. Cuando conocés a las mujeres y sabés cuáles son sus problemas y sus proyectos de vida, no tenés que estar pensando tanto las causales. Lo ves con las mujeres más grandes, que tienen menos prejuicio con el aborto porque era algo que les hacía el médico de familia.

Al pensar en el centro de salud, los nombres de mujeres como Débora Ferrandini o Sonia Lanciotti, que estaban en el Distrito Sur, aparecen en su relato con la certeza de que lo salvaron. También Liliana Pauluzzi, quien en esa época les enseñó a los ginecólogos sobre anticoncepción de emergencia, algo que tampoco habían visto en la facultad.

Mientras trabajaba en el centro de salud, Teppaz seguía yendo a hacer cirugías al Roque. Al mismo tiempo, atendía en el sector privado y en un centro de salud de la UNR en el barrio la Siberia. Su idea sobre el aborto ya no era la misma que al salir de la facultad pero tampoco tenía en claro qué pensar al respecto.

Uno de los quiebres fue “Con todo al aire”. Después de la obra de teatro, en el Roque se armó el debate y decidieron sacar el cartel que obligaba a denunciar. Se pusieron a pensar en la forma en que trataban a las mujeres y empezaron a escuchar qué decían cuando llegaban al sistema de salud. La política era de reducción de daños y era todo lo que podían hacer: intentar que las mujeres que se hacían un aborto en la clandestinidad llegaran lo antes posible a los hospitales para hacerles un legrado y evitar las infecciones que llevaban a la muerte. El cambio fue, de a poco, pero sostenido. La curva de internaciones por complicaciones por aborto empezó a decrecer.

—Las mujeres ya no esperaban a tener una infección para ir al hospital. Venían rápido porque sabían que no las íbamos a increpar. Lo que pasó es que de repente empezaron a llegar mujeres de toda la ciudad porque se corrió la bola de que en el Roque no te denunciaban. Entonces, tenías 20 procedimientos en la Maternidad Martin, 10 en el Heca y 400 en el Roque.

 

 

En el 2004 se vino el otro quiebre, uno de los hitos de la legalización del aborto en Rosario. Y como toda historia que se teje en los márgenes, es poco conocido. Un día las Mujeres Autoconvocadas Rosario (MAR) llegaron a la oficina de Mónica Fein, que en ese entonces era secretaria de Salud, con el caso de una nena de 13 años que había sido víctima de violación y estaba embarazada. Las mujeres fueron claras: el Código Penal permitía la práctica de un aborto no punible y la salud pública debía garantizarlo. Venían del Encuentro Nacional de Mujeres (ENM) de 2003, que se había hecho en Rosario, convirtiéndose en uno de los semilleros de la pelea por el aborto legal en la Argentina. En ese ENM se marchó por primera vez con el pañuelo verde y se inauguró el taller de estrategias hacia la legalización. Mabel Gabarra, militante histórica feminista, cuenta que hasta ese momento las discusiones sobre aborto eran peleas entre quienes estaban a favor y en contra. Con el taller de estrategias pudieron sentarse las que estaban de acuerdo y trazar una planificación de la lucha que se concretó dos años después con la creación de la Campaña.

Hasta ese momento en la Municipalidad de Rosario no se habían planteado la posibilidad de hacer abortos. Fein llamó a un juez para consultar qué hacer. Las activistas de MAR insistieron en que la Justicia no tenía injerencia. Y el juez les dio la razón. Para Teppaz fue una revelación enterarse de que el aborto era legal desde hacía más de 80 años. En un completo secreto, en 2004 se hizo el primer aborto no punible de la salud pública de Rosario. Y fue, por supuesto, en el Roque que ya estaba bajo la dirección de Teppaz. Fein recibió algo más de las mujeres de MAR: un proyecto.

“Fijate qué podemos hacer con esto”, le dijo la futura intendenta de Rosario a Teppaz. En sus manos tenía el borrador del primer protocolo de aborto no punible de la Argentina. Tres años más tarde sería la base de la ordenanza 8186 aprobada el 14 de junio de 2007 por el Concejo Municipal bajo el nombre de “Protocolo de Atención Integral para las Personas con derecho a la Interrupción Legal del Embarazo (ILE)”. Seis meses después salió el primer protocolo nacional.

 

 

***

 

Teppaz dejó la medicina privada por un taxista. Llevaba casi 10 años trabajando en sanatorios, tanto en guardias como haciendo consultorio y cirugías. Repartía el día y la noche entre el centro de salud, el Roque, el Americano, el Español, la clínica de la UOM e, incluso, viajaba los domingos a Zárate, en la provincia de Buenos Aires. “¿A qué hora termina hoy?”, le preguntó el taxista una mañana de 2004. Teppaz pensó en la jornada que tenía por delante y mintió: “Ahora, a las dos o tres de la tarde”. Al bajar del taxi en el sanatorio pasó por administración a cobrar tres cirugías que le debían. Le dieron 80 pesos. La plata no alcanzaba ni para cubrir los gastos de traslado, el asistente y los elementos quirúrgicos. Estaba el plus, claro. Pero él siempre había sido malo para esa negociación. Al salir de la oficina ya tenía tomada la decisión de renunciar.

No fueron sólo la cantidad de horas o los pésimos honorarios los que lo llevaron a dejar la medicina privada. Nunca le había gustado del todo. Le parecía un trabajo muy solitario e individualista, con mucha competencia entre colegas y sin posibilidad de trabajo en equipo.

—No hay forma de que puedas armar un grupo interdisciplinario para tratar una problemática y que la obra social te lo reconozca. Eso sólo pasa en el sector público.

En la década que pasó por el mundo privado no se hablaba de aborto. Se sabía que se hacían pero nadie decía nada al respecto. Hasta el día de hoy es difícil conocer a ciencia cierta cuántas interrupciones se hacen en sanatorios y clínicas porque no hay una política de estadísticas. Salvo Iapos (la obra social del estado provincial), ninguna otra cubre la Interrupción Legal del Embarazo. A falta de atención, muchas mujeres con obra social o prepaga terminan yendo a los hospitales públicos: en 2018 fueron el 20 por ciento del total de 1.312 interrupciones.

 

***

 

Hay una filmina que Teppaz muestra siempre que da clases, charlas o conferencias. Ilustra cómo en Rosario bajaron las internaciones por complicaciones de aborto desde 2004, profundizándose a partir de 2007 y con una caída más fuerte desde 2012.

Durante los noventa y a comienzos de los 2000 para el personal de salud era común ver llegar a las mujeres a los hospitales con Síndrome de Móndor, una complicación típica de un aborto mal hecho, con un 80 por ciento de probabilidades de muerte. Esos casos empezaron a bajar cuando comenzó la política de reducción de daños y el cambio en la forma de tratar a las mujeres. Pero la caída más fuerte fue a partir de 2012, cuando se empieza a registrar el indicador que volvió a Rosario protagonista del debate por la legalización: desde ese año no hay muertes por aborto clandestino. Detrás de este dato hay un factor clave: el misoprostol.

 

 

La droga en pastillas es recomendada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para hacer un aborto seguro y ambulatorio. Pero el misoprostol no nació como un medicamento para abortar. El uso para terminar con embarazos no deseados fue un descubrimiento de las propias mujeres en la búsqueda de métodos seguros. A mediados de los ochenta, Brasil aprobó la fabricación y comercialización del fármaco para problemas gástricos. En el prospecto decía que no debían usarlo las embarazadas y el dato sirvió para que las mujeres probaran y se pasaran el conocimiento. El saber se diseminó de boca en boca en toda América Latina. Años después la venta libre quedó prohibida en Brasil pero el uso ya había sido comprobado.

El descubrimiento fue un cambio revolucionario. Por primera vez las mujeres y personas gestantes podían interrumpir un embarazo sin ir a una clínica clandestina o recurrir a técnicas inseguras. En los países con aborto legal significó bajar los costos de internación porque puede hacerse en casa en el momento que cada una elija. Con los años la ciencia tomó ese conocimiento y determinó que es una droga que no se acumula en el cuerpo ni afecta la fertilidad y la OMS lo incluyó entre los medicamentos esenciales.

Teppaz lo conoció primero como el Cytotec, que llegaba de Brasil y servía para inducir el parto, pero el suministro se cortó cuando el laboratorio que lo hacía lo retiró de la Argentina. Hasta entrados los 2000 no sabía que servía para abortar.

—Es difícil saber cuándo llegó a la Argentina. Para 2007 o 2008 las mujeres ya sabían por cómo empiezan a caer las internaciones. Se nota que habían encontrado un método más seguro. Ahí nos empezamos a enterar de que existía. Hasta ese momento pensábamos que la única forma segura era el quirófano.

Un paso clave en la difusión del misoprostol fue el manual “Todo lo que querés saber sobre cómo hacerse un aborto con pastillas”, publicado en 2010 por Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto. En ese entonces, sólo se conseguía en farmacias, fabricado por el Laboratorio Beta bajo el nombre de Oxaprost. Como hasta hoy, no es misoprostol puro. Viene con una cápsula interna de diclofenac y no está indicado para uso ginecológico sino para problemas gástricos. Para usarlo para abortar hay que separar el misoprostol de la otra droga. Desde 2018 existe el Misop, del laboratorio Domínguez, que sí es monodroga. Y desde 2019 también existe el misoprostol fabricado por el Laboratorio Industrial Farmacéutico (LIF) Sociedad del Estado de Santa Fe, el único de producción estatal del país que se hace en la capital provincial.

El misoprostol llegó a los hospitales públicos de Rosario en 2012 y a toda la provincia de Santa Fe en 2013. No fue un camino fácil y para ese entonces Teppaz ya no estaba en Rosario. Cuatro años antes, el 2 de enero de 2009 había recibido un llamado de Nora Redondo, otra de las mujeres que lo educaron en la época del centro de salud y del grupo del Distrito Sur. Le proponía ir a trabajar con ella y Débora Ferrandini al Ministerio de Salud que comandaba Miguel Ángel Capiello, durante la primera gestión de Binner como gobernador. Ese verano, Teppaz asumió en la Dirección Provincial de Maternidad e Infancia. Y años más tarde fue director de Políticas de Género.

El clima era completamente distinto al de los primeros años del milenio. Teppaz ya estaba a favor del aborto, ya existía la Campaña, el proyecto de IVE había entrado al Congreso en 2007 y desde la gestión la premisa era garantizar abortos legales. Una de las primeras medidas fue armar el Consejo Salud Sexual y Reproductiva, del que participaban funcionarios y funcionarias, mujeres de las organizaciones, colegios, sindicatos y personal de salud.

 

 

—Había un clima social. Estábamos agrandados como poroto en el agua. Las mujeres nos decían “vamos para allá” y nosotros íbamos para allá. Débora en eso era una topadora y le daba para adelante. El primer año hicimos siete abortos y estábamos re contentos. Lo empezamos a difundir y nos empezaron a pegar cachetadas de todos lados.

Una de las primeras políticas fue recorrer los hospitales y centros de salud para hacer un registro de objetores de conciencia. Fue un trabajo de hormiga junto al Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes). Durante dos años entrevistaron a todo el personal de medicina, enfermería, trabajo social y salud mental sobre su posición ante distintas prácticas de salud sexual en base a diferentes casos e hipótesis. Después de sistematizar qué pensaban, les preguntaban si estaban a disposición para hacer abortos.

—En los resultados nos encontramos con un fenómeno que se repetía: cuando aumentaba la autonomía de las mujeres en la decisión de abortar, disminuía la posibilidad de que los médicos lo hicieran. Nos dimos cuenta que era clara la cuestión de la tutela sobre las mujeres, había una idea de que debían ser controladas y que el poder de decisión tenía que ser del médico. Entonces, eran objeciones parciales, algo que no realmente es objeción de conciencia. Muchas veces no se entiende, pero alguien que es objetor no puede hacer un aborto bajo ninguna circunstancia, hay un dilema que va más allá de sus posibilidades y lo tiene en claro desde el principio.

El relevamiento sirvió para ver dónde faltaba capacitación sobre el tema, despejar dudas y diferenciar las objeciones que aparecían para mantener el poder y poner obstáculos, de las que eran realmente objeciones. Finalmente en el registro quedaron 500 objetores registrados con declaración jurada, un número bajo en relación a los más de 5 mil profesionales de la provincia. En paralelo, desde el Ministerio armaron los Colegiados de Salud Sexual en cinco nodos de la provincia, un espacio al cual iban trabajadoras y trabajadores de la salud para discutir problemáticas. Los objetores fueron invitados.

—Fue un acierto de Sandra Fornia, yo pensaba que no tenían que ir. Pero pasó algo increíble. Los médicos empezaron a debatir entre ellos y se pusieron de acuerdo en cómo garantizar la práctica. No tuvimos que intervenir. Se organizaron para que cada objetor derivara a otro médico o médica que sí garantizaba.

En esa época Teppaz empezó a ser el blanco de los grupos antiderechos. Un domingo salió a las 8 de la mañana de su casa y encontró en el portero del edificio una mancha pintada que simulaba ser sangre y bajaba desde su timbre hasta la vereda.  Después vinieron los videos de hombres encapuchados con velas simulando una inquisición con la cara de él y otras médicas de la provincia. Los materiales en redes siguieron y se intensificaron en 2018, con el debate del aborto en el Congreso. Y siguieron en 2019 de la mano de personajes como Amalia Granata que usaban su imagen en la campaña electoral.

La gestión en la provincia fue también el inicio de las gestiones para proveer misoprostol. Y, de nuevo, el camino fue difícil. Desde el primer día, el Comité de Medicamentos de la Dirección de Farmacia provincial se oponía y no permitía la compra.

La dirección de Teppaz y el Comité compartían oficinas en el mismo edificio del ex Hospital de Niños de la ciudad de Santa Fe, que se levanta sobre bulevar Gálvez. Teppaz trabajaba en el quinto piso. Las paredes de azulejos blancas le daban a las oficinas un aire deprimente pero habían puesto unos muñecos de colores hechos por una artista plástica para levantar el ambiente. El Comité de Medicamentos estaba en el primer piso y Teppaz pasaba todas las semanas discutiendo con quienes lo integraban para que lo autorizaran a recetar misoprostol.

—Primero me decían que no porque no era monodroga y la provincia no puede comprar compuestos. Después porque no estaba indicado para ginecología. Hasta me llegaron a decir que las mujeres lo iban a tener que tocar. Yo les decía, ¿Cómo hacen con el ibuprofeno? ¿Lo tiran al aire y te cae en la boca?

La paciencia se terminaba pero no así la insistencia. Un día la respuesta que esperaba desde hacía años llegó desde el fondo de la oficina de la boca de una farmacéutica que estaba de espaldas a la discusión concentrada en la pantalla de su computadora. “¿Y por qué no hacen lo mismo que se hace con los medicamentos oncológicos?”

Teppaz se paró y saltó. Hasta el día de hoy recuerda a la chica de la computadora como una pieza clave en el acceso al misoprostol. Los medicamentos oncológicos, al ser tan específicos y cambiar frecuentemente, no pasaban por el Comité. Los autorizaban los oncólogos de manera particular. Desde ese momento, cada receta de aborto con pastillas de toda la provincia de Santa Fe tuvo que ser firmada de su puño y letra.

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La biblioteca de Teppaz es casi completamente feminista. Arriba están los libros de legales, salud pública, salud sexual y teoría feminista. En el medio, hay todo un estante dedicado a aborto. También tiene filosofía, teoría LGTBIQ y educación popular. Entre la literatura que ocupa poco lugar está “El cuento de la criada” de Margaret Atwood, “El País bajo mi piel” de Gioconda Belli, “Las malas” de Camila Sosa Villada. En uno de los estantes de abajo colecciona libros de viajes, casi todos guías Lonely Planet, que guarda con la ilusión secreta de volver a cada destino.

Aún con biblioteca feminista Teppaz es cauto a la hora de nombrarse como tal. Pareciera no querer quedar como uno de esos varones que con el feminismo quieren ser más papistas que el Papa. El lugar de los hombres es un tema que lo obsesiona desde hace mucho. Cuando trabajaba en el centro de salud las mujeres solían ir a los talleres sobre distintos temas y Teppaz veía que los varones se quedaban dando vueltas alrededor, mirando de lejos para ver si entendían qué pasaba pero sin acercarse. Un día, habló con uno de los referentes del barrio para ver qué temas de salud les interesaba trabajar y el hombre le dijo que querían saber cómo cuidarse de las enfermedades de transmisión sexual. Teppaz les propuso hacer un taller en el centro de salud pero el vecino fue categórico: “Vas a tener que venir al club a la tardecita a la hora del aperitivo”.

Durante un tiempo, logró que en el momento del porrón de la tarde hablaran de algunas temáticas. Pero los varones son más difíciles que las mujeres para la conversación y el taller improvisado no duró mucho.

Al mismo tiempo, con su amigo Luciano Fabbri venían pensando que había que hacer algo con varones, pero había muy poca teoría al respecto. Años después de esas primeras conversaciones, armaron el Instituto de Masculinidades y Cambio social junto con Agostina Chiodi y Juan Carlos Escobar de Buenos Aires y Ariel Sánchez de La Plata, quienes también venían trabajando el tema. Lo inauguraron el 26 de noviembre de 2018 y en poco más de un año la demanda explotó. Para Teppaz un desafío a futuro es trabajar aborto con varones.

 

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En 2014 Teppaz renunció al cargo en la gestión provincial. Habían muerto su mamá y su hermano y necesitaba estar en Rosario. Volvió al puesto que tenía en la salud municipal y durante meses estuvo sin nada para hacer. Ya no creía en Dios pero si alguien lo veía de lejos en la Maternidad Martin parecía que rezaba. Pasaba horas mirando el celular sentado en un banco de iglesia que habían puesto en uno de los pasillos.

A fines de 2015 llegó la propuesta de un nuevo cargo de gestión, esta vez al frente de la Dirección de Salud Sexual municipal. Para ese entonces, Teppaz ya integraba la Red de Acceso al Aborto Seguro (Reedas) y era una figura púbica y reconocida a la hora de hablar de aborto. Reedas fue un espacio clave para la elaboración conceptual. La red se comenzó a articular en 2011 como iniciativa Cedes y se institucionalizó en 2014, en una construcción conjunta con el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA).

El nuevo rol de gestión fue muy a tono con el clima de época. Mientras Rosario mostraba los primeros indicadores de una política exitosa de aborto no punible, reforzaron la atención en los centros de salud barriales, donde hoy se hace el 80 por ciento de las interrupciones legales con misoprostol. En 2016 incorporaron la aspiración manual endouterina (ameu) en los tres hospitales municipales y fueron desterrando al legrado, una técnica que la OMS no recomienda desde 2002. En paralelo, Argentina vivía la explosión del movimiento feminista a partir del primer Ni Una Menos de 2015, que irradió en toda América Latina y el resto del mundo. Y esa explosión sucedía en un país en el cual había vuelto a gobernar el neoliberalismo. Tal vez por eso, Teppaz nunca se imaginó el escenario de 2018.

—Fue como antes de Cristo y después de Cristo. Porque no tiene que ver con el aborto solamente. Fue una revolución y la demostración de lo que las mujeres podían hacer. Hay una frase de Mabel Belluci que dice que el problema no es que las mujeres aborten sino que tengan el derecho a abortar. Lo que representa el aborto como forma de liberación no es algo que impacta solamente en la vida de las mujeres, nos libera a todos porque todas las luchas están relacionadas.

 

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Teppaz aprendió a usar Twitter el 13 de junio de 2018. Entre las calles abarrotadas por un millón de personas que pedían por el aborto legal en la Argentina, abrió una cuenta y tuvo una clase rápida de cuántos caracteres podía usar y cómo había que arrobar a diputados y diputadas. Con el equipo de Reedas habían montado una especie de búnker en un aparthotel en Callao y Corrientes, a cuatro cuadras del Congreso Nacional. El debate del proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo duró 23 horas y terminó, contra todos los pronósticos, con la media sanción. Minutos antes del histórico 129 a favor y 125 en contra, la diputada Silvia Lospenato cerraba el debate con un discurso mencionando a todas las mujeres que habían peleado por la legalización del aborto. Teppaz estaba en la calle, entre la multitud y con muchas de ellas. Los nombres que se escuchaban en los parlantes eran los de sus amigas y compañeras de militancia con las que había pasado toda la noche.

 

 

Hasta ese momento había estado eufórico y operativo, sin dejar mucho lugar a la emoción. Estaba impresionado con lo que pasaba en las calles, con las miles de mujeres, lesbianas, travestis y trans que demostraban como nunca antes el poder de movilización. Pero no se le había caído ni una lágrima. Apenas la media sanción quedó tapada por el grito colectivo y el pogo feminista, Teppaz empezó a llorar sin parar. Le temblaban las piernas y se agarraba las rodillas para frenarlas pero no podía. Lloraba, temblaba y abrazaba. Es todo lo que recuerda. Por su cabeza pasaban como en una película todos los años de lucha y todas sus compañeras. Una de ellas había comprado un champán con vasitos de plástico violetas por si el proyecto salía. En la vereda de Callao, lo descorcharon y brindaron.

 

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En el invierno de 2020 Teppaz presentó la renuncia a la Dirección de Salud Sexual de Rosario. En los últimos meses pasó por varios lugares de la Secretaría de Salud y estuvo haciendo seguimiento telefónico de casos de covid-19. No se fue dando un portazo aunque es de los que creen que los portazos a veces ayudan a generar transformaciones y que después de 5 años es necesario el recambio. En septiembre también empezó a trabajar en el Ministerio de Salud provincial y lo entusiasmaba la posibilidad de poner en marcha de nuevo eso que más le gusta: el ida y vuelta con distintos interlocutores, la cocina y la gestión que se esconden detrás de las políticas públicas.

El 1ro de marzo de 2020 lloró al escuchar a Alberto Fernández anunciar en el Congreso el envío del proyecto Interrupción Voluntaria del Embarazo. Empezó a mandar mensajes a todas las mujeres que le enseñaron a luchar. Días después vino la pandemia y el debate quedó postergado.

Desde el poder ejecutivo explicaron durante todo el año que los esfuerzos estaban enfocados en el control del virus y que apenas estuvieran las condiciones dadas iba a enviarse el proyecto. Pero lo cierto es que en pandemia los derechos sexuales y reproductivos también entraron en zona riesgo. Con los sistemas de salud enfocados en la atención de covid-19 y las medidas de aislamiento, organismos internacionales advirtieron sobre los retrocesos. Según un estudio del Instituto Guttmacher, una disminución del 10 por ciento en el acceso a la atención por el impacto del covid-19 en los países de ingresos bajos y medios puede causar 3 millones de abortos en condiciones riesgosas. También calcularon que podían haber 15 millones de embarazos no deseados, 28 mil muertes de personas gestantes y 49 millones de personas con necesidades insatisfechas en el acceso a los anticonceptivos.

El impacto en Argentina todavía es desconocido pero desde Rosario aparece un indicador que preocupa. En los primeros seis meses del año, hubo un 60 por ciento menos de interrupciones legales. Una de las hipótesis de la baja es que la pandemia pudo haber influido negativamente en el acceso de las mujeres al aborto legal. Como todas las personas que pelean por la legalización, Teppaz espera que el proyecto ingrese al Congreso antes de que termine el 2020. Sabe que el después, la aplicación, será una tarea difícil. Más aún después del año de la pandemia.

 

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Hay un libro que Teppaz saca de la biblioteca todo el tiempo. Se llama “Ética marica” de Paco Vidarte y tiene un fragmento en la página 169 que se sabe casi de memoria. En la última entrevista hecha para este perfil lo busca y lo lee como una especie de manifiesto:

—Si algo así como una ética LGTBQ es pensable y deseable, ha de partir del hecho de que la lucha contra la homofobia no puede darse aisladamente haciendo abstracción del resto de las injusticias sociales y de discriminaciones sino que la lucha contra la homofobia sólo es posible y realmente eficaz dentro de una constelación de luchas conjuntas solidarias en contra de cualquier forma de opresión, marginación, persecución y discriminación. Repito, no es por caridad, no es porque se nos exija ser más buena gente que nadie. No porque tengamos que ser Supermaricas. Sino porque la homofobia, como una forma sistémica de opresión, forma un entramado muy tupido con el resto de formas de opresión. Está imbricada con ellas, articulada con ellas de tal modo que, si tiras de un extremo, el nudo se aprieta por el otro, y si aflojas un cabo, tensas otro. Si una mujer es maltratada, ello repercute en la homofobia de la sociedad. Si una marica es apedreada, ello repercute en el racismo de la sociedad. Si un obrero es explotado por su patrón, ello repercute en la misoginia de la sociedad. Si un negro es agredido por unos nazis, ello repercute en la transfobia de la sociedad. Si un niño es bautizado, ello repercute en la lesbofobia de la sociedad.

De ese libro hay otro concepto que lo define: solidaridad perra. Para él es una de las formas de entender por qué cambió de posición. Es mucho más complejo que decir que se dio cuenta de un día para el otro o que fue solamente ver el sufrimiento de las mujeres que llegaban a las guardias a punto de morir. No es tampoco una cuestión filantrópica. Tiene que ver con su propia historia, con sus intereses y con una lucha por él y por las personas a las que quiere.

—La solidaridad perra es una militancia por el bienestar. Es un compromiso ético, obviamente, pero significa que yo también quiero vivir en un mundo diferente.

 

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Este multimedia es una producción de la Cooperativa La Cigarra que gestiona y produce el diario El Ciudadano. Fue realizado gracias a la beca para periodistas otorgada por Amnistía Internacional Argentina y el Women’s Equality Center.

En su realización participaron Arlen Buchara, Carina Passerini, Franco Trovato Fuoco, Lucía Demarchi, Matías Ramírez, Marcelo Mogione, Agustín Aranda, Silvina Tamous y Daniel Schreiner. Las fotos de archivo fueron cortesía de Daniel Teppaz y Analía Aucía.

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