Juan Aguzzi
Hay que decirlo: apenas algunos cineastas han despertado congoja por su muerte como el norteamericano David Lynch, seguramente (Jean-Luc) Godard, hace un par de años (2022), entre los espectadores de todo el mundo (basta echar un rápido vistazo a las redes o portales para leer también las despedidas de colegas, y de actores que trabajaron con él), y cada uno que siente pena en estos días arriesga una serie de razones acerca de su obra por la que tales sentimientos prevalecen y, si se quiere, esos mismos sentimientos llevan a afincarse en el placer que produjeron esa descripción minuciosa de ámbitos llenos de tensión donde rituales, abusos, crímenes, seres dotados de poderes especiales, algunos tan vitales como crueles y poderosos, otrxs amables y amorosos capaces de defender con su vida los sueños que persiguen, construían relatos fantásticos y fascinantes y a la vez terribles, todo en el fango de intrínsecas características sociales de su país –paisaje bucólico igual a portal al infierno–, pero también medible en cualquier otro país del mundo.
¿Cómo consiguió Lynch llevar adelante tamaña empresa en la cuna de la industria del cine, donde los dispositivos financieros e ideológicos suelen definir la obra de un artista? En principio podría señalarse su carácter independiente en la creación, ajeno a dictados de época u oportunismos temáticos; después, su manifiesta predilección por hacer de la materia onírica una experiencia cinematográfica dura y emocionante, sobre todo cuando inserta con admirable destreza los restos diurnos en lo perturbador que puede resultar cualquier oscuridad –la del sueño o la vigilia, no importa–, tornando muchas veces macabras las pulsiones que laten en las culpas o incomprensiones de sus personajes.
A excepción de su segunda película, El hombre elefante (1980), hecha por encargo y donde puso en evidencia la capacidad para llevar adelante un relato que admiraron no pocos artesanos del cine clásico, donde contó a su modo la historia real del británico John Merrick, un hombre con malformaciones físicas que vivió durante el periodo victoriano y fue expuesto como un freak de feria para luego ser rescatado por un médico que cuidó de él –y de la tercera, Duna (1984), también hecha por encargo aunque de esencia fantástica–, el resto del cine de Lynch se despliega a través de una aparente simplicidad que esconde la eficacia de una trama donde la cotidianidad suele estar revestida de un trasfondo siniestro. A la vez diáfanos y enrarecidos, sus relatos avanzan con determinación y agudeza proponiendo hechos conmovedores o escalofriantes con un sentido del ritmo notable.
La intensidad narrativa de Lynch nunca decae; se puede estar ante una imagen un tanto indigerible o aberrante, pero el efecto subyugante que produce no da lugar a ninguna huida. Tal vez porque en el fondo, no somos pocos los que percibimos que otro lado de esa realidad en la que estamos sumergidos es posible; no lo sabemos, pero algo de eso vivimos en sueños y pesadillas, algo de todo eso vuelve a interrogarnos durante la experiencia cotidiana o irrumpe en alguna de sus formas “reales”, a veces sin que necesariamente lo advirtamos. Y ese acontecimiento inesperado es del que Lynch se vale para mostrar el amplio sendero de posibilidades que ese impuesto orden de lo “real” no deja ver.
Un sello distintivo
Lynch nació en el noroeste norteamericano a mediados del siglo pasado, en el seno de una familia clase media, y probablemente allí haya palpado –en un Estados Unidos triunfante en la Segunda Guerra y dispuesto a quedarse con el mundo occidental, pero con un frente interno violento, lleno de diferencias de clase y raciales– las miserias y locuras insertas en los pliegues del tan mentado sueño americano, que luego desarrollaría con contundencia en sus films. Hay marcas indelebles de la infancia que todos portamos con mayor o menor suerte; trazan un camino, se aposentan sobre los pensamientos o creaciones llenándolos de espinas o de rosas, o, como podría desprenderse de la mayor parte de la obra de este realizador, de ambas cosas. Lynch tuvo un inicio en artes plásticas, en la pintura sobre todo –aunque también hacía serigrafías– y su inicio en el cine fue a través de cortos experimentales de animación. Ahí seguramente haya barruntado parte de lo que luego se vería en sus films, cuya primera condensación fue Eraserhead (1977), una proeza de las que puede decirse que cada década que pasa aumenta su originalidad.
“Es mi película más espiritual. Nadie lo entiende cuando digo eso, pero es cierto. Estaba buscando una llave para abrir el significado de lo que esas secuencias estaban diciendo”, confesó Lynch en su exquisito libro que puede leerse –a contrapelo de su promoción como “libro de autoayuda”– como memoirs, diario de vida y obra o curiosidades de la imaginación, al que llamó Atrapa el pez dorado (2006). Eraserhead funda las líneas estéticas por donde Lynch va a establecer su propia percepción del mundo; muchos han querido verla como una película eminentemente surrealista, pero es bastante más que eso en su discurrir ominoso y claustrofóbico sobre un universo posindustrial donde un hombre vive atormentado por el nacimiento de su monstruoso hijo que no para de chillar y no lo deja descansar.
Como suele suceder, y sobre todo en una ópera prima, cierta crítica leyó allí el miedo a la paternidad de su director, pero está claro que se trata de un despliegue de ideas e imágenes entrelazadas apartadas de cualquier lógica narrativa, un relato que sacude donde cada espectador formulará su propia interpretación de los hechos y construirá su identificación primaria aún con personajes frustrados o introspectivos, un sello distintivo de la obra posterior de Lynch. Cuestiones estas que poco aparecen en Duna, donde pese a sentirse tentado –la propuesta fue del gran productor Dino De Laurentiis– por adaptar la novela del escritor de ciencia ficción Frank Herbert, tuvo que ceder a presiones de distinto tenor, incluidas las del corte final del film, que lo alejaron de cualquier canto de sirenas propugnado por el cine de gran presupuesto. Podría decirse que a partir de allí, Lynch decide su tránsito hacia una obra cada vez más personal y auténtica, ligada a lo onírico y sobrecogedor, con una audacia para impulsar su imaginación hasta límites insospechados. Así llega a Terciopelo azul, (1986), una apasionante relectura del film noir donde, desde la apacible vida pueblerina surge lo siniestro de las conductas humanas y donde luz y oscuridad son apenas las pulsiones de una misma y maldita moneda.
Nada tan especial como el villano Frank Booth sometiendo a la descosida cantante Dorothy Vallens en planos de colores saturados y en una tremenda escena que espía el todavía imberbe Jeffrey, ya metido hasta el cuello en problemas junto a su joven novia Sandy luego de haberse topado con una oreja humana en un jardín florido. Un humor fino y negro tiñe lo extraño e inexplicable de una historia en la que la realidad ya es puro artificio. Este film también inaugura su relación con la música de Angelo Badalamenti, el hacedor de las insustituibles bandas sonoras de buena parte de su obra, al igual que introduce bellísimas canciones como “In Dreams”, de Roy Orbinson y “Blue Velvet”, de Bobby Vinton, canciones y músicas que van a ser componentes esenciales de sus películas, algunas incluso con letras y composiciones de Lynch, quien consideró a los elementos sonoros, pero a la música en particular, como otros indispensables protagonistas de sus obras.
Los sueños como prótesis del horror
En los films siguientes, Lynch transita esa delgada línea entre el fantástico y el realismo, a la vez que consigue cautivar y estremecer con la misma intensidad. Además de en la mencionada Terciopelo azul, en Twin Peaks: Fire Walk With Me, (1992) –la película, una spinoff de la fabulosa serie en dos temporadas iniciales que dejará una marca indeleble en el formato con suspenso e intriga fantástica incluidos, que Lynch dirigió en 1990–, y en Corazón salvaje (1990), donde la extraordinaria quimera de los personajes y un milagroso sentido de la ironía, conducen a la captura de detalles reveladores y diálogos exquisitos en el envase de una siempre impredecible y asombrosa imaginación.
En la adaptación de la novela de Barry Gifford, Sailor & Lula, que muy acertadamente Lynch tituló Wild at Heart, se abre una puerta a un mundo inhóspito, siniestro y mágico donde la joven pareja se mueve entre la maldad y la violencia de un mundo despiadado, egoísta, maquiavélico. En una clave ligeramente distinta a la de Terciopelo azul, aquí la seducción, el sexo y el erotismo –con peso específico en todas las películas posteriores– conforman el necesario oxígeno para escapar del aire contaminado de ese universo sombrío en que los jóvenes están inmersos. La película terminaría llevándose la Palma de Oro del Festival de Cannes en su edición de 1990.
En 2017 haría una tercera temporada de la magnífica serie donde, a la par de agudizar su sentido del humor para volver aún más desconcertante la naturaleza perversa del relato, apuesta a ramificar el misterio a través de una imaginación cada vez más vertiginosa en su alcance y complejidad. El a esta altura mítico capítulo 8 de Twin Peaks: The Return, como se conoció la tercera temporada de la serie, resultó un exuberante dispositivo fílmico surgido de una metódica artesanía narrativa que parece afirmar que algunos sueños actúan como prótesis del horror humano. Ese capítulo fue, en realidad, la vuelta a un Lynch en estado puro, ya sin espejos ni cortinados escarlatas.
Una película avanzando hacia lo desconocido
En 1997 volvió con Carretera perdida (Lost Highway), otra genialidad con un andamiaje neo noir de ribetes sobrecogedores con escenas que conmueven y aterrorizan. Una historia desdoblada de traición, crimen, sexo perverso, desesperación, claustrofobia, conjugándose en una fuga hacia el abismo. Lynch cala hondo con este tren de sueños de imágenes potentes –un personaje con un rostro realmente espeluznante, una cabaña que se desincendia– y la utilización de una banda sonora sugestivamente arrasadora en la que participan Badalamenti, el cantante y compositor Trent Reznor (frontman de Nine Inch Nails) y la sublime “I’m Deranged”, que abre los créditos y el relato, cantada por David Bowie, otro asiduo participante de los proyectos del realizador en términos musicales o actorales, como cuando encarna al agente del FBI Phillip Jeffries en Twin Peaks: Fire Walk With Me.
Podría pensarse que Bowie y Lynch compartían un lenguaje común en cuanto a sentirse atraídos por la belleza perturbadora y por los mundos fragmentados e inquietantes, como también lo prueba el álbum conceptual Outside (1995), donde el británico construyó un relato de crimen y misterio en un pueblo ficticio, eco directo de la oscura trama de Twin Peaks.
Casi irreconocible en su obra es Una historia sencilla (1999), una propuesta realmente atípica que sorprendió a sus seguidores pero que permitió que otros se acercaran al realizador del que tanto habían oído hablar y del que tal vez habían visto algún título, siempre quedándose afuera. Un hombre cruza el oeste norteamericano a bordo de un tractorcito en busca de su hermano. Simpleza y emotividad funcionan muy bien, pero se hace imposible respirar algo de la desmesura onírica y fantasmal del genio de Lynch. Pero el increíble artista vuelve por sus fueros e inaugura el nuevo siglo con El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001), otra pesadilla fiel a su credo con una trama detectivesca y amnésica, pinceladas de amor lésbico, erotismo sofisticado e inocencia contrastante para otro cuento de realidad fantástica, con algo de Blue Velvet, Twin Peaks y Corazón salvaje a cuestas.
“Lo primero fueron las palabras: Mulholland Drive. Después me imaginé el cartel vial tal cual está al comienzo de la película. Me lo imaginé de noche; y después, luces de auto avanzando hacia él. Eso me hizo soñar. Y recién entonces me di cuenta de que la ruta aparece en tantas de mis películas… Una ruta, estuve pensando, es como una película avanzando hacia lo desconocido, y eso es lo atrapante para mí. Eso es el cine: las luces se apagan, las cortinas se abren, y ahí vamos, sin saber hacia dónde. Es una sensación hermosa”, había descripto Lynch el espíritu que animó este film. Casi toda Mulholland Drive se desarrolla a través de un relato de naturaleza dual, como si una realidad paralela flotara en cada espacio o rincón, un circuito subterráneo donde las almas se corroen sin que nadie lo advierta y donde se agregan capas de enigma, misterio, cabos sueltos, mensajes ocultos en un clima cada vez más amenazante; aunque aquí tampoco no ha de faltar la redención, algo que Lynch parece guardar para sus personajes elegidos, no importa en qué lado de la historia que cuenta se manifiestan.
Lo lyncheano
“A veces se me ocurren cosas que hasta a mí me shockean. Entonces trato de traducirlas y trasladarlas a la pantalla… Lo que shockea debe venir de los personajes y las situaciones, sino todo es como un mal chiste. Yo me enamoro de ciertas ideas, y trato de traducirlas a medida que me llegan”, confió alguna vez. Así, en ese camino de sueños, se llega a su último film, Imperio (Inland Empire, 2006), un verdadero tour de forcé de casi tres horas en el que va sirviéndose del digital para agregar pátinas de situaciones anómalas, desbocadas, en una siempre lábil cortina que se agita y donde se le quita todo rasgo político al bien y al mal porque, total, también la realidad suele ser impenetrable y oscura.
Definida como una película sobre una mujer en problemas por el propio Lynch, en Imperio hay mundos y tiempos paralelos que anticipan los horrores que surgirán más temprano que tarde, desde uno y otro lado de la realidad en la que se debate su heroína en un contexto de escenas con hombres-conejo, relatos en loop y hasta un guiño a las paradojas de la teoría cuántica cuando los conflictos se resuelven si el resultado de cada evento se da en su propia historia o mundo. Monstruos de la razón haciendo de las suyas en el derrotero de una mujer que nunca es una sola y hasta las dimensiones imperfectas del cine dentro del cine o de la ficción dentro de la realidad, rasgos definitorios del arte portentoso, único, inasible y cautivador del maestro Lynch. Práctica que hasta definió una adjetivación para otras de similares rasgos: lo lyncheano.