“No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. La frase es del cuentista, novelista, dramaturgo y poeta uruguayo Horacio Quiroga, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 139 años.
Considerado el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista, su literatura estuvo influenciada por autores de la talla de Rudyard Kipling, Joseph Conrad y, sobre todo, de Edgar Allan Poe, por las atmósferas de alucinación, crimen, locura y estados delirantes que pueblan sus narraciones.
Sexto hijo del matrimonio del argentino Prudencio Quiroga y la uruguaya Juana Pastora Forteza, Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació el martes 31 de diciembre de 1878 en Salto, República Oriental del Uruguay. Su padre, descendiente del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga, era vicecónsul argentino en Salto y su madre una joven uruguaya de distinguida posición social.
Pero el trágico sino de Horacio comenzó a manifestarse tempranamente: antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879, su padre murió al escapársele un disparo de su escopeta de caza. En 1891 su madre se volvió a casar, con Ascencio Barcos, pero el padrastro se suicidó delante del niño poco después. Ese constante vacío paterno incidió en su personalidad de niño díscolo –mimado por la madre y por la hermana mayor, María–, a quien acechan los fantasmas de la persecución y de la culpa inconsciente.
Quiroga terminó la secundaria en el Colegio Nacional de Montevideo y desde chico demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, la guitarra, el ciclismo y la vida de campo. Su pasión por las letras hizo que comenzara a colaborar con las publicaciones La Revista, Gil Blas y La Reforma. “Escribo siempre que puedo, con náuseas al comenzar”, solía decir.
En el Carnaval de 1898 conoció a su primer amor, la adolescente María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las Sacrificadas y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven precipitaron la separación. Quiroga se consoló editando su propia publicación, la Revista de Salto, entre 1899 y 1900.
Sin embargo, decepcionado con la escasa repercusión de la revista, decidió viajar a París utilizando la herencia de su padre. El viaje fue un fracaso y resumió esas experiencias en Diario de Viaje a París (1900). De vuelta en Montevideo, fundó con unos amigos el Consistorio del Gay Saber, un laboratorio literario experimental.
La alegría que le provocó la aparición de su primer libro, Los arrecifes de coral, una serie de poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901 y dedicado a su amigo Leopoldo Lugones, se vio trágicamente opacada –una vez más– por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.
Pero aquel funesto 1901 le guardaba aún otra espantosa sorpresa. Su amigo Federico Ferrando le contó que iba a batirse a duelo con un periodista montevideano. Horacio, preocupado, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que se iba utilizar. Mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo en el acto.
Desolado, en 1902 cruzó el Río de la Plata y se fue a vivir con su hermana María a Buenos Aires. Allí, adoptó la ciudadanía argentina y su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo como maestro en el Colegio Nacional de Buenos Aires. En marzo de 1903 acompañó, como fotógrafo, a Leopoldo Lugones a una expedición a las ruinas jesuíticas en Misiones. La profunda impresión que le causó la selva misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después invirtió los últimos 7 mil pesos que le quedaban de su herencia en un campo algodonero a siete kilómetros de Resistencia. Y aunque el proyecto algodonero fracasó, se convirtió, por primera vez, en un hombre de campo. Así, su narrativa se benefició con el conocimiento de la cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que mantendría para siempre. Volvió a Buenos Aires para vivir con su amigo Brignole. Se dedicó a la galvanoplastia y a escribir.
En 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, influido por el estilo de Allan Poe. Durante dos años trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela Los Perseguidos (1905) y su soberbio y horroroso cuento “El almohadón de plumas”, publicado en la revista Caras y Caretas.
En 1906 compró a bajo precio 185 hectáreas en la selva misionera, sobre la orilla del alto Paraná y se instaló nuevamente en ese lugar que tanto amaba. Dos años después se enamoró de una de sus alumnas, la adolescente Ana María Cirés, con quien se casó el 30 de diciembre de 1909. En 1911 nació su primera hija, Eglé, mientras él se dedicaba al cultivo de la yerba mate y a todo tipo de labores manuales en su taller, tarea que sólo interrumpía para confraternizar en el bar de la zona.
Los hombres que frecuenta son el bosquejo de los personajes de Los Desterrados. Luego renunció a su cátedra porteña a cambio de ser nombrado juez de Paz en el Registro Civil de San Ignacio. Como funcionario fue olvidadizo, desorganizado y descuidado; acostumbraba anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel que “archivaba” en una lata de galletitas.
En 1912 nació su segundo hijo, Darío, y Horacio trató de sostener la familia con muchas penurias: destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos. Mientras, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba, pescaba y escribía. Hasta que la tragedia volvió a golpearlo: el 14 de diciembre de 1915 se suicidó su esposa, ingiriendo veneno tras una violenta pelea con él. Ana María sufrió una espantosa agonía de ocho días y su muerte dejó a Horacio y sus hijos sumidos en la desesperación.
Con todo, Quiroga no dejó enseguida el reducto silvestre, en el que empezó a concebir los cuentos de monte que labrarán su fama: “A la deriva”, “La gallina degollada”, “El alambre de púas”, “Los pescadores de vigas”, “Yaguaí”, “Los Mensú”, entre otros, que formarán parte de sus Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917). Luego, se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde vivieron en un sótano, mientras trabajaba como secretario en el consulado uruguayo y publicaba cuentos en las revistas P.B.T. y Pulgarcito.
En 1918 aparecen sus Cuentos de la selva para niños, con ocho relatos, entre ellos “La tortuga gigante”, “El loro pelado”, “La gama ciega” y “Las medias de los flamencos”. El diario porteño La Nación comenzó a publicar sus relatos en 1921, año en el que apareció Anaconda y otros cuentos y se estrenó su única pieza teatral, Las Sacrificadas. También se dedicó a la crítica cinematográfica en varias revistas. Luego regresó a Misiones, enamorado de Ana María Palacio, de 17 años. Pero el romance naufragó por la negativa de los padres de la chica a que fuera a vivir a la selva. Este nuevo fracaso amoroso inspiró su segunda novela, Pasado amor (1929).
Para olvidar, Quiroga construyó una embarcación, la que bautizó Gaviota y con la que realizó numerosas expediciones fluviales. Los siguientes años los pasó entre Misiones y Buenos Aires, donde trabó amistad con personalidades de la vida literaria como Leopoldo Lugones, José Enrique Rodó, Alfonsina Storni y Ezequiel Martínez Estrada. En 1927, de vuelta en la selva, se dedicó a criar y domesticar animales salvajes. Pero el enamoradizo artista ya había posado los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que se casó con él ese mismo año sin haber cumplido 20 años.
En 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija: María Elena (Pitoca), nacida en 1928. A fines de 1935 comenzó a padecer las primeras molestias de una enfermedad prostática que lo llevaría más tarde a quitarse la vida. Para colmo, su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo solo y enfermo en la selva.
Al final, Quiroga dejó su retiro misionero para internarse en el Hospital de Clínicas porteño. Allí, a los 58 años, una cirugía reveló que sufría cáncer de próstata. Una copa de cianuro, apurada en el hospital la madrugada del viernes 19 de febrero de 1937, puso fin a los sufrimientos del notable escritor y a su atormentada vida.