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De cómo Leonardo y Bob Dylan pasan un rato afuera de la mente

Un pibito empieza a escuchar al cantautor norteamericano y se convierte en un fanático que arriesga teorías sobre discos y etapas del músico. Un imprevisible accidente lo pone al borde del misticismo, situación que corrobora cuando el autor de “Hurricane” da su inolvidable concierto en Rosario

Roky Bigiolli

Me gusta pensar que existen diferentes discos que pueden ser parte de tu vida en diferentes momentos de ella, están aquellos iniciáticos que te invitaron a regodearte en el universo de la música o esos de los que te enamoraste a primera escucha y quedaron para siempre en la discografía del sentimiento para volver a ellos cada vez que los necesitamos.

Ahora bien, la historia paranormal que me relató mi amigo Leonardo sobre su experiencia con un disco en particular y su mismísimo creador, Bob Dylan,  por lo pronto ha alcanzado pinceladas metafísicas inéditas a mis oídos. ¿Hasta dónde puede conectarse uno con el artista y su obra? ¿Cómo puede un disco condicionar el destino de quien lo escucha? Me siento Jack Palance presentando Aunque usted no lo crea de Ripley.

¿Un Love Sick Dylan?

Leo conoce la existencia de Bob Dylan desde muy pibito cuando descubre un casete grabado en donde escucha a su padre rascando con la guitarra criolla una canción en un inglés saraseado. ¿Qué es esto, papá? Soy yo tocando y cantando “Like a Rolling Stone”, le responde su padre. Acto seguido revuelve la caja de zapatos en donde guardan los casetes y le pasa a su hijo Leonardo el Bob Dylan Greatest Hits Vol. 1.

Leo lo carga en el pasacasete, da play y al ritmo del tamborcito marchante de “Rainy Day Woman #12 & 35” comienza su prematuro viaje por la dylanmanía. A medida que pasen los años desarrollará su fanatismo. Va a ir descubriendo los discos al azar e irá fijando posición entre sus preferidos. Ideará teorías  que dicen cosas como que The Times They Are a-Changin, Blonde on Blonde, Nashville Skyline definen al Dylan camaleónico de los 60s; que de Blood on the Tracks a Slow Train Coming hay un viaje de la caravana a la redención en los 70; con Infidels y Oh Mercy se consagra como un señor cristiano con migraña que va surcando confundido la moderna década del 80. De esta manera entre divagues y sentencias va poniendo su propia lupa filosófica sobre la obra del artista.

Leo no es músico ni periodista de rock, hoy trabaja en una distribuidora y es un cruzado dylanista o dylanero, un Love Sick Dylan si es que existen estas clasificaciones. Es un estudioso de la obra de Bob pero sin perder nunca su condición de ciudadano de a pie. Lo conocí en la cúspide de la década del noventa, estudiábamos juntos magisterio en el Normal 3 turno noche. Yo pude recibirme, Leo desistió en el intento.

Los 90 arrancan incómodos e inquietos para un Bob Dylan cincuentón que anda buscando una nueva mutación artística. En los cinco primeros años de la década nos ofrecerá tres discos en estudio bastantes desparejos (los dos mejores despojados de banda), un olvidable MTV Unplugged, la primera entrega de lo que será su inagotable The Bootleg Series (discos con rarezas y canciones inéditas) y un concierto en donde reconocidos artistas celebran junto a él los treinta años de carrera.

Pero es recién en el año 1997 que logra una reinvención final con el disco Time Out Of Mind. Leonardo dice que a partir de la salida de este disco Bob Dylan no va a dar puntada sin hilo, todos los álbumes que le siguen son maravillosos y es justamente Time Out of Mind el disco que lo va a unir al poeta de Duluth de por vida.

 

¿Tiempo afuera, Bob?

En la noche del 28 de octubre de 1998 la garúa se precipita fina e intensa. Leo sale de cursar en el Normal 3, monta su bicicleta de carrera, carga el walkman con el casete grabado del Time Out of Mind, le da play y se engancha el dispositivo al cinto.

Se sube el cierre del pilotín y arranca a desandar el camino de regreso a casa. Luego de cinco cuadras de pedaleada bajo la tenue cortina de agua llegando a la ochava de Pte. Roca y Cerrito sucede lo inesperado, una luz lo envuelve por detrás, siente que la bicicleta recibe un impacto de costado como un tacle de rugby, el equilibrio se esfuma y, desde los auriculares vincha, la voz arenosa y seca de Bob Dylan suspira al oído de Leo la siguiente frase: “It’s not dark yet, but it’s getting there” (No está oscuro aún, pero está llegando). Son las 23:15, la mente de Leonardo se apaga como quien desenchufa el televisor con un tirón de cable.

00:27. Una hora y 12 minutos después (la duración exacta del disco Time Out of Mind) Leo va a volver a conectar con su mente, se va a despertar en el viejo Hospital de Emergencias Clemente Álvarez y junto a él su madre parada al costado de la camilla. Nunca se supo quién lo atropelló, ni con qué fue atropellado. Un vecino lo encontró tirado en el medio de la calle con el rostro hacia el cielo encapotado y la bicicleta destrozada e inservible a su lado.

Leonardo no sufrió ninguna fractura, ni raspones, solo un golpe tremendo en la cabeza que le provocó movimiento de masa encefálica, pérdida de conocimiento y una lesión permanente en el oído izquierdo.

 

 

¡Oh misericordia!

Una década después del misterioso accidente de mi amigo Leonardo, más precisamente la noche del 18 de marzo de 2008, la historia de la música le hará una caricia a nuestra ciudad de Rosario. Por única vez Bob Dylan dará un concierto en ella.

Será en el hipódromo y Leo tendrá su asiento sobre el pasillo central a once filas del escenario justo antes del acceso a las ubicaciones VIP, a su lado están los dos patovicas que filtran el ingreso al sector. Todos estos detalles que parecen intrascendentes van a ser parte del desenlace de este relato. Suena “Like a Rolling Stone” (es el último tema de la lista antes de los bises) cuando uno de los patovicas le dice a su compañero: “Ahora después de este tema dejamos que se manden todos para adelante”.

Leo lo escucha y sin dudar un segundo pregunta al empleado de seguridad si ya puede ir yendo en dirección al tablado; aceptan y lo dejan pasar. Va a ir caminando tranquilo por el pasillo central sin llamar demasiado la atención hasta acodarse parado en el centro del escenario frente al mismísimo Bob Dylan, que en ese momento estaba saludando a su público y a punto de arrancar los bises.

Dylan y Leo se miraron fijamente a los ojos, escasos dos metros los separaban. Dylan dio un paso para acortar la distancia, levemente se agachó hacia Leo sin dejar de mirarlo y le dijo en un castellano rumiado con timbre yanqui: “La próxima vez ponete casco, boludo”. Primero silencio, luego cuerdas que se afinan, Leo tiene la sonrisa tatuada en su rostro, comienzan los golpes del tambor de “Rainy Day Woman”… son los bises. El público se agolpa debajo del escenario, cantan y bailan alrededor de Leonardo.

La semana pasada mientras Bob Dylan vendía su catálogo de canciones a 300 millones de dólares, yo recordé esta historia de un rosarino. Siempre dudé si creer o no el relato de Leo, él te lo cuenta como una verdad revelada. Hoy, pienso,  Leonardo puede ser cualquiera de ustedes o puedo ser yo mismo. Me siento en la obligación de creer.

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