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De ingeniero a ingenioso

Claudio Blotta posee numerosas patentes de invención tanto en la Argentina como en el exterior. Una decena de sus productos se comercializan, y algunos no tuvieron eco. Ganó premios internacionales.

Hasta la empresa recuperada Mil Hojas goza de sus inventos. Divertido, dice que debe perfeccionar su fósforo de dos cabeza.

Por: Santiago Baraldi

A los 74 años, Claudio Blotta juega con las herramientas, desparrama planos, busca algún lápiz en ese desorden que sólo él conoce. Levanta una maza y ahí está, el lápiz que lo acompaña permanentemente, el que cuando se prende la lamparita, anota para que las ideas que fluyen no se escapen. “No soy ingeniero, soy ingenioso”, dispara este inventor rosarino que ha ganado premios internacionales y que ahora está abocado a fabricar una camilla automática que permite levantar heridos sin necesidad de moverlos, lo que le valió un premio en 1997 en Ginebra, Suiza, en el Salón Internacional de Inventos. El primer motor fuera de borda en la Argentina también es de su creación. Y una compactadora de residuos, instrumentos de precisión, aparatos de gimnasia, equipos para la construcción o una de sus últimas creaciones que la empresa recuperada por sus trabajadores Mil Hojas tiene en funcionamiento: una cortadora de discos de empanadas que con un bisturí recorta la masa y al celofán que separa los discos, todo a la vez.

Blotta tiene muy buen humor y en cada respuesta hay una broma: “inventé el fósforo de dos cabezas y nadie le dio bolilla, creo que estaba bueno…”.

—¿Cuál fue su primer invento?

—Recuerdo haber hecho algo que entraría en la categoría de invento, cuando tendría siete u ocho años: una caña de pescar automática. En la época que había mojarritas en el Ludueña yo me quedaba al lado de la caña porque era algo parecido a las ratoneras. Al anzuelo iban dos hilos, uno tenso y el otro flojo, entonces el tenso movía un disparador de una banda de goma, que se largaba cuando la mojarrita mordía la carnada. Pero el golpe era tal que a las mojarras grandes les arrancaba la boca, después no la perfeccioné. Pero siempre, desde chico, no sé por qué mi triciclo iba más rápido que el de los otros chicos, o porque le sacaba o le quitaba algo. Soy un inventor “davinciano” porque conozco, la palanca, la polea, la rueda, el plano inclinado…por eso mis inventos son mecánicos. Nada sé de electrónica, e incluso tengo un cierto rechazo a la computadora –la sé usar–, no sé dibujar con la computadora. Mis amigos me dicen que le tengo rechazo porque no la inventé yo…y puede ser, tengo una soberbia oculta (se ríe) Además, la mayoría de los inventos es una combinación de cosas ya inventadas o descubiertas, y los que a mí me gustan son esos que cuando los ves decís: «ah, mirá qué fácil que era”,

—¿Se puede ser inventor y empresario de lo que uno inventa?

—El inventor es un creativo, un artista de la tecnología, lo que hace el inventor lo tiene que aprobar el mercado y eso es difícil. No se da mucho la conjunción inventor-empresario, somos los menos los que llegamos a fabricar nuestros productos de manera empresarial. Hemos exportado a Australia, Ecuador, toda Latinoamérica, pero la verdad es que nunca hice plata, gané y perdí como todos en este país. Llegué a fabricar hasta 7.500 motores fuera de borda que vendíamos en todas las ciudades que dan al río Paraná, de Misiones a San Pedro, no había una lanchita o bote que no tuviera el primer motor fuera de borda de la Argentina, que lo registramos con el nombre de Tritón. Cuando inventé la compactadota de residuos, me llamaron de Buenos Aires, allí había una ordenanza que obligaba a los edificios de más de diez pisos a tener compactadotas de residuos. En un mes fabriqué una y terminé vendiendo 600 compactadoras. En Hannover, Alemania, en una feria de inventos, participé de una rueda de negocios, había una mujer empresaria kuwaití, interesada en las camillas, hablamos de 40 mil camillas a dos mil dólares cada una, es decir ¡80 millones de dólares! y no se le movió un pelo. Un empresario norteamericano, dueño de una empresa con mil ambulancias, quería mil camillas. Vengo y no encuentro dónde fabricarlas, no había interés, Ahora estoy moviéndome para conseguir el capital y fabricarlas yo. A mi se me titula inventor profesional. Primero hay que descubrir la necesidad y después resolver. Cuando llegás a cierta capacidad decís: bueno, qué querés que te invente, cuál es tu necesidad. Ahora he llegado a una síntesis: Entre dos mecanismos, a igualdad de funcionalidad, el mejor es el más simple.

—¿Cómo fue el invento de la camilla, que le valiera la medalla de oro en Ginebra?

—Fui testigo de un accidente callejero, la persona herida estaba tirada en el suelo y los que lo rodeaban decían el clásico “que nadie lo toque”. Entonces me planteé el problema de cómo levantar a una persona sin tocarla y se me ocurrió esta camilla. Es muy simple, una cinta transportadora ubicada en un chasis que gira y retrocede a la misma velocidad que avanza el chasis, o sea la levanta sin moverla. Se mueve con una palanca y en 43 segundos la persona está sobre la camilla. Una vez que el paciente queda completamente situado encima de la camilla de emergencia (sin haberle movido un solo músculo, hueso o articulación), la camilla se puede alzar para transportar al paciente hasta otra cama o hasta una camilla de hospital o de ambulancia. Para descargar al paciente en otra camilla se utiliza el procedimiento inverso: la camilla de emergencia “sale” lentamente de abajo del paciente. Se evita así completamente el “efecto Túpac Amaru” (que se genera cuando los paramédicos alzan al paciente para ubicarlo sobre una camilla convencional, e involuntariamente tironean sus miembros y cuello).

—¿Cuando participa de las Ferias Internacionales de Inventos, hay algún apoyo del Estado para estos eventos?

—Para nada, en nuestro país, los que estamos “inventando” ponemos plata de nuestro bolsillo. Cuando uno va a esas ferias, ves el apoyo del Estado o de privados detrás de un invento. Lo ves en los stands. A principio de los 80, hubo una feria en Palermo, Buenos Aires y yo me presentaba con la compactadota de residuos. Qué podía hacer para competir contra las multinacionales que llenaban los stands de lindas jovencitas. Se me ocurrió llevarme al elenco que aquí estaba haciendo la obra de Roberto Fontanarrosa, Inodoro Pereyra en blanco y negro. Ahí estaban los muchachos, haciendo cada media hora un sketch, la gente pasaba y no entendía nada… Bueno pude vender 600 compactadoras de residuos en Buenos Aires…

—Los avatares económicos del país golpean a la hora de invertir para llevar adelante un invento…

—Claro, cuando me agarró la 1050 me fui al pozo. Tenía mi galpón en Presidente Quintana y bulevar Oroño y lo tuve que vender. Me llevé al fondo de mi casa algunos bártulos para volver a empezar. Debajo de un viejo paraíso puse mi mesa de trabajo, una morsa, una soldadora y con las herramientas que tenía comencé a fabricar aparatos para hacer gimnasia. Hacía uno y lo vendía, con esa plata hacía dos y así. Hasta que mi hija con su novio, las siguieron fabricando ellos y se llenaron de plata… (se ríe)

—El famoso “lo atamos con alambre” que distingue a los argentinos… ¿es tan así?

—Sí, totalmente, no se qué tenemos que con poco nos arreglamos y salimos para adelante. En las exposiciones que se hacen fuera del país notás ese plus que tenemos. Me gusta la canción de la Bersuit, La Argentinidad al palo aunque ahí hay un error porque entre los inventos nacionales pone al dulce de leche. Que no es un invento, sino un descubrimiento. Alguien que quería leche tibia con azúcar la dejó en el fuego, se olvido y cuando volvió se encontró con eso, se descubrió el dulce de leche…

—¿Dónde se formó?

—Soy hijo de la educación pública. Hice la secundaria en el Industrial de avenida Pellegrini y teníamos un grupo de docentes que nos incentivaban, un nivel de profesores de excelencia, me despertaron el interés por la investigación y por el estudio. En especial uno de ellos que se llamaba Waldo Waldemar Weismuler que hoy sería famoso: sería triple w… (se ríe) Después me recibí de ingeniero, pero soy ingenioso…

—¿Recuerda haber inventado algo inútil?

—(Se ríe) No, no… algo que me quedó pendiente es el fósforo de dos cabezas. Un día veo un aviso en el diario: “compro inventos” decía. Voy al hotel donde estaba esta persona, aquí en Rosario. Le llevo mi camilla hecha en escala, con un pequeño muñequito, le muestro cómo funciona y me felicita pero me plantea que quiere algo masivo, algo que lo consuma todo el mundo. Le pedí unos días y pensé que los fósforos son algo que usan todos y que siempre se los apaga y se los guarda para prenderlo nuevamente con la llama del calefón. Compré dos cajas de fósforos y los armé con dos cabezas. El tipo estaba sorprendido, me los elogió y se fue a una fábrica grande en el norte. Los mostró y lo sacaron corriendo… creo que debería perfeccionarlos, pero estaban buenos y eran útiles.

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