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De Iruya a Rosario: la odisea de volver a casa antes del aislamiento

Escribo para el policía que se alejó cuando fuimos a pedir ayuda y para el señor del almacén que nos mandó a dormir a nuestras casas. Escribo para entender cómo es ser extranjera en tu país. Me sentí rehén de un pueblo que me expulsaba. Pensé muchas cosas y, a la vez en una sola, regresar.

El relieve de las sierras se mezcla con el de las mochilas que los cerca de 60 turistas tiramos en el piso de una Terminal cercada. Seis horas antes un decreto nos prohibía salir a la ruta para volver a Rosario. No podíamos dejar Iruya. Pero tampoco entrar. Un patrullero de la policía de Salta custodiaba el acceso al pueblo donde los hospedajes y lugares de comida ya habían cerrado sus puertas. Nos habían agrupado en la Terminal, apenas una cuadra antes del ingreso. Los turistas, como nos llamaban, éramos la representación de la amenaza: la peste que atentaba con infectar a los 1500 habitantes del pueblo situado entre sierras. Eran las 6 del miércoles 18 de marzo. Habían pasado 4 días desde el primer caso confirmado de coronavirus en Rosario, 12 horas desde el primero en Salta y aún faltaban 28 horas para llegar a casa.

Habíamos sacado el pasaje en enero. La idea era recorrer el norte: Salta, Jujuy, lo que nos diera el tiempo. Era sábado a la noche, había cerrado la edición de papel y, empujada por el impulso del cansancio, compré el pasaje. El vuelo salía desde Rosario el miércoles 11 de marzo y regresaba desde Salta el miércoles 25. Por entonces en la sección Ciudad hablábamos de sarampión y dengue. El coronavirus era noticia de Mundo y la ilustrábamos con fotos de chinos con barbijos. Parecía un problema del otro lado del continente, del primer mundo, algo que podía acercarse pero aún estaba lejos.

«Yo sólo quiero la foto saltando en las salinas», les dije a mis amigas. Y aún la quiero. No habíamos planeado mucho. Anotamos sugerencias de lugares y hospedajes, y decidimos organizar sobre la marcha. Nada más oportuno y literal.

Despegue

El miércoles 11 de marzo a las 12.30 el vuelo FO5496 con destino a Salta despegó del aeropuerto de Rosario. El último parte epidemiológico del Ministerio de Salud de Santa Fe decía que no había ningún caso de Covid19 en la provincia. En el país, había 19 infectados, todos con antecedente de viaje al exterior.

La semana anterior me había tocado publicar el primer caso sospechoso en el Hospital Provincial de Rosario pero había sido descartado. La confirmación del primer infectado en Rosario llegó cuando estábamos en Cachi, un pueblo a unas 3 horas de la capital de Salta. Los portales decían que en ese lugar una turista francesa podría tener coronavirus y había sido trasladada a la capital provincial. En el viaje nos dijeron que el resultado del test había sido negativo. No lo chequeé. Quizás preferí guardar algo de optimismo ante el panorama incierto. Los bares y hospedajes de Cachi pedían prevención y la oficina de turismo había puesto un cartel en la puerta pidiendo distancia prudencial. De a poco, empezábamos a entender lo que pasaba. La angustia llegaba por la tarde. Volvíamos al hospedaje y la señal de wifi nos acercaba los mensajes desde Rosario. «La cosa está complicada. Tienen que volver», nos decían algunas amigas mientras otras nos sugerían que no regresáramos a Rosario, una gran ciudad con un caso confirmado que distaba del paisaje de montaña donde el aislamiento es casi una condición dada.

El domingo 15 a las 20.30 habló el presidente Alberto Fernández. Habíamos vuelto a Salta dos horas antes. Llegamos al departamento que alquilábamos y prendimos el televisor. Fernández hablaba de suspensión de clases, licencias para mayores y cierre de fronteras internacionales, pero nada decía aun de cuarentena. En el país había 54 infectados y dos muertos. Esa noche pensamos un montón. El miedo a seguir viaje se debatía con las ganas de disfrutar de las tan ansiadas vacaciones. La tranquilidad de volver era desafiada por la frustración de no terminar el recorrido. Pasaron varias horas y decidimos seguir un tramo más.

«No se pierdan Iruya», nos decían los turistas con quiénes nos cruzábamos. Es un pueblo entre sierras que pertenece a la provincia de Salta pero al que se llega desde Humahuaca, Jujuy. Nos dijeron que habían prohibido el ingreso de turistas a través de un decreto firmado el viernes 13 por la comuna, pero que luego lo habían declarado inconstitucional. En la Terminal de Humahuaca nos vendieron un pasaje de ida para el martes 17 a las 9. Ese día, hubo 79 casos de Covid19 en el país.

Para llegar a Iruya hay que recorrer poco menos de 80 kilómetros de curvas entre sierras que no te dejan guardar la cámara del celular. Después de tres horas de viaje, en el ingreso al pueblo, un control sanitario nos frenó. Una mujer de ambo subió al colectivo y nos tomó la fiebre a todos los pasajeros. Lo hizo con un solo termómetro digital que pasó por las axilas de cada turista. Mi temperatura corporal fue de 36.4. Un policía subió detrás de ella. “¿Hay algún extranjero?”, preguntó exaltado. Nadie respondió. El hombre se acercó a cada asiento y preguntó datos personales y lugar de hospedaje. Mientras respondíamos, el celular de mi amiga encontró señal y recibió la noticia de la suspensión de vuelos de cabotaje.

En la terminal de Iruya compramos un pasaje de regreso a Humahuaca para el miércoles 18 a las 14. Caminamos con las mochilas en busca de un lugar donde pasar la noche. En todos los hospedajes nos decían que la policía les había prohibido recibir turistas y nos cerraban la puerta en la cara. Finalmente dimos con una habitación en la casa de una chica llamada Anita. Era un cuarto pequeño al lado del lavadero y frente a la terraza, con un baño, una cama de 2 plazas y un colchón en el piso. Por la tarde salimos a recorrer el pueblo y a sacar fotos de los paisajes. Con cada turista que nos cruzábamos la pregunta era la misma: si habíamos podido reprogramar la vuelta.

Para la noche del martes habíamos cambiado el itinerario. Íbamos a pasar el finde largo en Salta para volver el miércoles 25 a Rosario en el vuelo que aun no había sido suspendido. Pero cerca de las 20 una amiga nos aconsejó regresar urgente. “Marian está comprando un pasaje en cole por internet. Lo saca con la tarjeta. Volvemos a casa amiga”, me dijo Melina, y nos abrazamos. Faltaba una hora para que cerrara la Terminal de Iruya y corrimos a cambiar el pasaje de la firma Panamericana de las 14 por otro que saliera más temprano. Teníamos que llegar a San Salvador antes de las 19 para tomar el colectivo que nos trajera a Rosario. Pero la firma no contemplaba devoluciones, así que sacamos otro ticket de la empresa Iruya para el día siguiente a las 6.  El chico detrás de la ventanilla nos aseguró que salía sí o sí. “Se quieren llevar a los turistas”, dijo y señaló el coche que ya estaba estacionado para trasladarnos al día siguiente.

Sin devolución

A las 5.30 del miércoles 18 mis dos amigas y yo dejamos la hostería junto con una pareja y un señor que habíamos conocido en el lugar, y fuimos a la Terminal. Cuando vi que el colectivo ya no estaba estacionado presentí que algo andaba mal. «No sale», dijo el vendedor detrás de la ventanilla, el mismo que 9 horas antes nos había asegurado lo contrario. «Se van a tener que quedar acá hasta el 31. Son órdenes de la empresa y del gobernador de Jujuy», agregó haciendo referencia a un decreto en el que prohibía el tránsito de turistas. Según nos dijo, lo habían firmado a las 00 del miércoles, 6 horas después de la confirmación del primer caso de Covid 19 en Salta, y 3 horas después de haber comprado un pasaje y una promesa de regreso a casa.

Aún era de noche y la desesperación nos inundó. Le gritábamos al chico de la ventanilla pero sólo nos ofrecía devolvernos la plata. «Vamos a la casa del intendente», dijo alguien. Y lo seguimos. En el camino le pedimos ayuda a dos policías que custodiaban el ingreso al pueblo pero no nos dieron respuesta. Corrimos hasta la camisaría. Allí tampoco lo hicieron. Todas las personas hacían referencia a un decreto que ni siquiera estaba publicado en el sitio web del gobierno.

Amanecía. Mi amiga y un grupo esperaban afuera de la Comisaría. La otra cuidaba el equipaje en la Terminal. No tenía señal ni datos en el teléfono y eso me desesperaba. Fui hasta la puerta del hospedaje donde habíamos pasado la noche para tener wi fi. Busqué teléfonos en internet y se los pasé a mi amiga, la única que podía llamar. Hacía frío y pensé que por primera vez esa semana iba a usar abrigo.

Cerca de las 8 fuimos hasta la plaza donde un policía nos había citado. El hombre llegó acompañado por un representante de la Secretaría de Turismo y, entre varios, le explicamos la situación que parecían no entender. Insistíamos en volver y nos decían que no podíamos, que nunca debíamos haber ido y nos volvían a mencionar el decreto. Mientras algunos gritaban, mi amiga le preguntó dónde iban a alojarnos. Nadie respondió. Alguien mencionó que tenía un pasaje de regreso a Buenos Aires para esa tarde y los ojos del chico de Turismo brillaron por primera vez. Dijo que iba a hacer unos llamados y nos pidió que lo esperáramos en la Terminal.

Una hora después fuimos a buscarlo con la excusa de pedir agua caliente. El chico que promediaba nuestra edad caminaba y hablaba por teléfono. Nos hizo una seña y lo seguimos. Cortó el llamado. Nos dijo que lo habían autorizado a sacarnos, que le iban a mandar un colectivo exclusivo para nosotros directo hasta San Salvador, y nos dio unas hojas en blanco para que anotemos nuestros datos personales. Le interesaba saber desde y hacia dónde salía nuestro pasaje de regreso a casa, casi como una condición para que asegurarse que “la peste” no quedara adentro.

El sol empezaba a asomar entre las sierras y el calor del denominado clima de alta montaña se hacía sentir. Eran las 11 del miércoles 18 de marzo y hacía más de 5 horas que esperabamos volver. De nuevo en la Terminal una de mis amigas anotaba en una lista a todos los turistas. Eramos 43.

Cerca del mediodía habíamos copado la Terminal. Mochilas, valijas, ropa, mate, guitarra y galletitas. Llamados por teléfono para cambiar pasajes a último momento. La espera era incierta. Nos habían adelantado la cuarentena, dos antes de que el presidente dispusiera el aislamiento obligatorio. Nos habían encerrado afuera. Como quien esconde el polvo debajo de la alfombra. La confianza de salir de ahí se mezclaba con la idea de pasar dos semanas en un pueblo entre sierras, sin señal, sin comida, sin hospedaje.

“Ahí viene”, gritó alguien mirando hacia la entrada. No alcancé a ver nada, pero la ilusión de que llegara un colectivo nos levantó a todos del piso. Éramos más de 60 sumando a quienes habían llegado caminando de San Isidro, un pueblo a unas dos horas de Iruya, y a quienes llegaban para tomar el colectivo de las 14, ajenos a toda nuestra hazaña.

A las 12 del mediodía del miércoles 18 de marzo los 60 turistas nos abalanzamos sobre el primer colectivo que frenó. Era de la firma Panamericana. El chofer dijo que sólo llevaría a quienes tuvieran pasaje y nosotras recordamos que no habíamos hecho el cambio. Con culpa, nos subimos. El resto de los turistas esperó afuera el colectivo prometido por el chico de Turismo. Golpeaban las puertas, se sentaron en el piso y amenazaron con no dejarnos salir hasta que llegara el suyo. “Salimos todos o no sale ninguno”, gritó alguien. El chico de Turismo no aparecía, no atendía el teléfono ni respondía mensajes.

No se cuánto tiempo pasó hasta que llegó un camión. De esos con maderas abiertas en los costados que suelen usarse para llevar ganado o mercadería. Era el vehículo donde iban a trasladar a los turistas que la firma Iruya había plantado. Pero en vez de llevarlos a San Salvador querían dejarlos en Humahuaca, donde las fronteras ya estaban cerradas. Discutieron un rato y subieron. El chico de Turismo subió con ellos. Ya en Rosario, nos enteramos por los medios nacionales que el intendente de Iruya y la intendenta de Humahuaca se disputaban cómo “sacarlos”.

Salida

A las 14 el colectivo de la firma Panamericana salió desde la Terminal de Iruya hacia la ruta. Llevaba personas paradas, otras sentadas en el piso y algunas en el pasamano de la butaca. Cada curva parecía desafiar la gravedad. Cuando cruzamos la frontera y salimos de Iruya el chofer tocó la bocina tres veces y con un aplauso nos despedimos de la ciudad que nunca vamos a olvidar.

El colectivo llegaba a San Salvador a las 20.30, una hora y media más tarde que el pasaje que teníamos comprado para volver a Rosario. En la Terminal de Humahuaca mis amigas bajaron y frenaron un taxi. Sin estar seguras, sacamos las mochilas y nos subimos. Era nuestra última jugada para volver a tiempo. No llegamos a saludar a nadie. En menos de dos horas estábamos en el colectivo que nos traería de regreso. 

Antes de sentarnos limpiamos el asiento con un resto de alcohol en gel. Algunos pasajeros subían con barbijo, entre ellos una señora que le sumó guantes y roció todo el asiento con alcohol. Cuando llegamos al límite con Salta, un control sanitario nos frenó y nos hizo bajar. Era de noche y esperamos en medio de la ruta que dos policías revisaran nuestros DNI. Demoraron a una familia que venía de Bolivia, con residencia en Buenos Aires. Seguimos viaje. Aún faltaban dos controles más. En Tucumán subieron a tomarnos la fiebre con un termómetro digital. Nadie tuvo más de 37. Y en Santa Fe donde sólo pidieron los datos al chofer.

Escribo estas líneas porque necesito poner palabras para ordenar. Escribo para el policía que se alejó cuando le fuimos a pedir ayuda y para el señor del almacén que nos mandó a dormir a nuestras casas. Escribo para entender cómo es sentirse extranjera en tu país, vivir el destrato de la sociedad, pensar que sólo algunas vidas importan, esa frase que escuché tantas veces de quienes hacen policiales. En Iruya me sentí rehén de un pueblo que me expulsaba. Y me pregunté qué sentirá una persona privada de su libertad, una víctima de violencia que vive con su agresor, un migrante lejos de su familia, una persona que duerme en la calle, una nena o un nene a quien echan de los bares por acercase a pedir. Pensé muchas cosas y, a la vez en una sola, volver a mi casa.

Abro la puerta y dejó las mochilas en el piso. Me descalzo. Me saco la ropa y la pongo a lavar. Trato de recordar los pasos del protocolo de ingreso al hogar que leímos en el colectivo. Voy a lavarme las manos. Observo mi casa. La luz entra apenas por la ventana. Sobre la mesa del comedor hay papeles que dejé antes de salir. Termino de vaciar la mochila y me doy una ducha. Son las 16.30 del jueves 19 de marzo. Después de 26 horas de viaje, y una semana antes de lo previsto, estoy en mi casa.

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