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De la manteca al techo de Macoco Unzué al chancho volador de Alvarez Castillo

En su cuenta de facebook bajo el seudónimo de Arturo Vandelay, el periodista y escritor Carlos Balmaceda reflexiona sobre el caso del que habla el país

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Macocó Alzaga Unzué fue un playboy, un bon vivant, un oligarca que se fumó tres herencias dándose la gran vida.

Dicen que en un cabarute de París tomaba pedazos de manteca en el filo de un cuchillo y jugaba a acertarle entre los pechos de una mujer pintada sobre un mural; de ahí, cuentan, viene lo de “tirar manteca al techo”.

Trajo los midgets a la Argentina y organizó carreras en plena década del ´20, corrió las 500 millas de Indianápolis y se puso un cabaret en Nueva York, que visitaban Al Capone, Humphrey Bogart, Marilyn Monroe y Truman Capote entre otras celebridades.

Cierta vez le preguntaron si los “tuercas” de los sesenta eran playboys, y el tipo contestó: “qué van a ser, esos son garuferos. Para ser playboy hay que tener plata, cultura, haber viajado por todo el mundo”.

Cuentan que un día se mandó por la vidriera de Harrods sin pasar por la puerta, directamente con su auto, se memora una suelta de enanos que habría hecho por la calle Florida, siempre, con espíritu lúdico y para “horrorizar a los burgueses”, porque un tipo como Macoco, que era un aristócrata juguetón, despreciaba los burgueses, a los nuevos ricos en ascenso, así como a su moral, sus prejuicios, su incultura.

Ya de chico era así. Pupilo en un colegio inglés, castigado allí un domingo, se le ocurrió que el mejor modo de salir era prenderle fuego. Y lo hizo.

Lo que Macoco hacía, con su espíritu frívolo, era poner el cuerpo: en las carreras, con el fuego, entre gángsters. Se reía del orden constituido, desde la ventaja de clase. No era poca cosa.

Una versión sombría, oscura de Macoco era Barón Biza, que se dio al exceso de levantar un mausoleo más alto que el Obelisco en homenaje de su mujer, y ornarlo con el misterio y la inaccesibilidad de una tumba egipcia.

También, claro, se dio al exceso de arrojarle ácido a la cara a otra de sus mujeres y pegarse un tiro, porque si algo hacía Barón Biza, el despótico, el temible, el que alguna vez le mandó un libro al Papa especialmente dedicado con anatemas, era, igual que Macoco, poner el cuerpo y escandalizar.

Nuestra oligarquía se degradó de Bartolomé a Esmeralda Mitre, nuestros burgueses, previa parada en los noventa, se redujeron a la depravación chiquita, el desborde controlado, la merca en dosis manejables.

Todos nos volvimos más miserables con los noventa, segunda estación de la lumpenización luego del 76.

Lo que nos gobernó hasta hace un mes fue una lumpen burguesía, tipos que son idénticos al lumpen que dispara en un asalto aunque no medie resistencia, que organiza violaciones en manada, dicho esto sin ninguna distinción de clase, porque como ya se ha dicho muchas veces por acá, lo lumpen ha pasado a ser un estado del alma y un rasgo de identidad nacional, meta ansiada por el cipayismo que quiere disolver todo espíritu de nobleza, todo rasgo comunitario, toda traza épica.

Federico Alvarez Castillo es un tipo atravesado por esas etapas históricas. Desde su infancia pobre en Burzaco, hasta su explosión a los veinte años, como socio de un tal Cohen, con el que inició su carrea textil, que lo proyectó al mundo de la moda.

Hoy tiene emprendimientos con Bulgheroni y Roemmers, y construye en espacios que fueron de Yabrán; tiene, como todo nuevo rico adobado en los noventa, algún exceso que en su caso fue por los fierros – desde un Bentley y un Aston Martin hasta una moto Sunbean de 1927 y una Gilera de 1947- a los que dispone en espacios que rememoran un hito de esas máquinas.

Al revés que Macoco, colecciona, no corre los autos, no pone el cuerpo. Los exhibe, y con ellos, se exhibe a sí mismo como un modo de reafirmar su propiedad sobre los objetos.

Acumula, no gasta hasta quedarse en la miseria como Macoco. De emprendedor a empresario exitoso, reafirma en su modo de acumulación el carácter lumpen burgués de la clase a cargo del país.

Es ordinario, es previsible, vuela bajito. Si tuvo algún mérito, fue el de, desclasarse en Punta del Este trabajando de cadete para Fiorucci o algo así, y de ahí pegar el gran salto.

Ayer alguien le tiró un chancho a la pileta, quién sabe por qué. O más bien, ya sabemos por qué. Macoco tiraba manteca al techo, y su gesto se volvió inseparable de otros excesos, pero no era más que un juego, una metáfora; esta chuscada de adolescente boludón, de nuevo rico aburrido, es de otro cuño.

Pero es lógico, mientras Barón Biza, nuestro otro millonario de esta historia, levantó un mausoleo, el tipo exhibe autos para eternizarlos, piezas de colección para alardear frente a otros tipos tan ordinarios como él.

En aquela oligarquía había algo vivo hasta en su tedio, en su “esplín”: hartarse hasta matar y pegarse un tiro, arriesgar hasta quedarse sin un peso. Este lumpencito es ese chancho del que estamos hablando por estas horas, pero es también un recorrido histórico por la Argentina y su parábola degradada.

Un chancho en la pileta. Alguna vez, Charly García se tiró a una pileta desde la ventana de una hotel. Apenas probó el peso con un inodoro, y después, arriesgó literalmente la vida solo porque como el artista que es, entra y sale de la locura, pero sobre todo, mal o bien, pone el cuerpo.

Este tipejo, tan poco inspirado, tan mediocre, tan argentino surgido de los noventa, este lumpen, no podía hacer otra cosa que ese ritual festejado con una risita desde un celular.

La pilchita, Motot Oil, Paula Cahen Danvers, Palermo Hollywood, la pilchita, los noventa. La nada.

*Del muro de Facebook de Arturo Vandelay

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